Si hay un dato que mejor describe lo acontecido en Argentina en los últimos meses es que la devaluación internanual del peso perforó el techo de los dos dígitos y superó el 100%. Y ello no solo por las consecuencias económicas que dicho dato conlleva, sino sobre todo por las sociales y políticas. A falta de una debacle mundial a la cual responsabilizar de semejante depreciación, resulta claro que los factores externos no alcanzan para explicarla. Y aunque el presidente, Mauricio Macri, haya aludido a la actual crisis financiera por medio de metáforas climáticas (la “tormenta de frente que estamos sorportando”), tratándola como un imponderable producto de las coyunturas internacionales, sabemos que, por acción u omisión, las políticas en las que se enmarcan esas coyunturas y sus consecuencias son responsabilidad de quienes gobiernan.
La historia del último año
La primera devaluación sucedió en diciembre de 2017, apenas dos meses después de que la coalición oficialista Cambiemos sorprendiera a propios y ajenos con su desempeño en las elecciones de medio término; por entonces, con más votos que en 2015, incrementó en 21 su bancada en la Cámara de Diputados y alcanzó el tercio propio en el Senado. A esa le siguió la devaluación del mes de abril, empujada por la suba de las tasas de interés de la Reserva Federal norteamericana y agravada por la quita de restricciones a la entrada y salida de capitales especulativos que decidiera el gobierno de Cambiemos al asumir y que hizo del argentino uno de los mercado financieros más desregulados del mundo. En mayo, el presidente anunció un acuerdo con el FMI para garantizar la capacidad de pago de los vencimiento de la deuda externa (otra política de Cambiemos) y desde entonces, la demanda de dólares no cesó de incrementarse porque, se sabe, siempre que llega el Fondo el dólar sube. Así llegamos al clímax del 31 de agosto, en el que ya sin techo la divisa norteamericana tocó los 40 pesos argentinos, incrementando su cotización en un 14% en solo una jornada. Ese mismo día, Macri anunció un nuevo acuerdo con el FMI, de adelantamiento de los desembolsos, lo que implicó un reconocimiento explícito de que el gobierno no cumplió con los términos del acuerdo original y se veía obligado a pedir una renegociación. Un dato más, que no debería ser subestimado: la economía argentina es en los hechos bimonetaria, es decir, apenas el 10% de la población económicamente activa que puede ahorrar, no lo hace en pesos argentinos sino en dólares. ¿Las razones? La sucesión de crisis erosionaron la confianza en el moneda local.
Lo que sin dudas agrava las consecuencias sociales de la “tormenta” financiera son las políticas económicas que le sirvieron de marco. A las ya mencionadas se suman, por un lado, el aumento exponencial de las tarifas de los servicios públicos y la reducción de los salarios reales, con negociaciones paritarias aún abiertas –como en el caso de los docentes universitarios– o cerradas muy por debajo de la inflación. En el plano de la balanza comercial, el déficit atribuido por el oficialismo a la sequía de la campaña 2017-2018 y al freno de la economía brasileña, se ve agudizado por la quita de retenciones a la explotación minera y a las exportaciones agrícolas. También, por la falta de regulación de los plazos para la liquidación de las divisas que provienen de las exportaciones y que permite a los exportadores retener los dólares, así como por el aumento de las importaciones producto de la apertura comercial.
En suma, la subida de la tasa de interés estadounidense, la crisis brasileña y la sequía son una parte de la explicación de la nueva crisis de Argentina, pero de ninguna manera la agotan. La “pesada herencia” de los gobiernos kirchneristas tampoco. El gobierno no se hizo cargo, hasta ahora, de que en gran medida lo sucedido es un producto de sus propias decisiones. Esto contrasta con su llamamiento a la corresponsabilidad que suele hacer a ciudadanos, sindicalistas y empresarios: “hay que poner el hombro”, “ser más austeros”, “consumir menos energía”, etcétera. También con el pedido de responsabilidad a la oposición a la hora de legislar.
Dado que los intentos del Banco Central por contener la subida del dólar significaron una pérdida significativa de reservas monetarias y que Argentina tiene que afrontar nuevos vencimientos de la deuda interna y externa, el presidente anunció un nuevo acuerdo con el FMI, que augura mayores restricciones económicas, y si bien no se conocen aún encuestas que releven el impacto de la megadevaluación y del anunciado acuerdo en la opinión pública, es de esperarse que tanto la imagen del gobierno como las expectativas futuras hayan sufrido un fuerte deterioro.
El panorama político de cara a 2019
Los años pares son para Argentina bisagra entre dos elecciones. En este caso, mitad de camino entre los comicios de medio término de 2017 y las presidenciales, legislativas y elección de gobernadores de 2019. En épocas de vacas flacas, los pares son también años en los que se hace el trabajo sucio, los ajustes macroeconómicos con sus consiguientes costos sociales, a fin de poder armonizar el ciclo económico con el político al año siguiente. Esto es lo que hizo el gobierno de Macri durante 2016 y lo que intentaba repetir en 2018, pero sin que se produjera el descalabro que se está viviendo. Lo cierto es que la “tormenta” financiera de esta última semana reconfiguró el escenario electoral de 2019.
Resulta difícil pensar hoy en la reelección de un presidente que gobierna con políticas de ajuste sin fecha de caducidad. Habrá que aguardar las medidas que se están diseñando en Olivos por estas horas; solo un cambio de rumbo económico evitaría que el horizonte de recuperación económica se siga alejando, y sin promesas asequibles de un futuro mejor, pocos apoyarán en las elecciones la continuidad del padecimiento presente. De no revertirse la crisis, es de esperar entonces que la interna de Cambiemos se active en busca de un liderazgo de reemplazo, que pueda hacer frente a la vez a las opciones peronistas que son percibidas como un regreso al pasado, y aún, a las versiones moderadas tanto del peronismo no kirchnerista (hoy llamado peronismo racional) como del radicalismo discidente. La gobernadora de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, parecería tener las mejores chances, si bien la administración de la crisis sobre todo en el Gran Buenos Aires la pondrá a prueba.
Por su parte, la oposición se jugará una carta importante en las próximas semanas, a la hora de prestar o no acuerdo legislativo a la sanción del presupuesto de 2019. La disyuntiva está dada por ser una oposición responsable que garantice la gobernabilidad y no ser vistos como cómplices de las políticas recesivas y de ajuste exigidas por el FMI, que necesariamente deberán plasmarse en ese presupuesto. El gobierno intentará por la vía de acuerdos con los gobernadoress opositores, que también enfrentarán el desafío de las urnas en 2019, algunos de ellos con expectativas de reelección y otros de llegar a la presidencia. Entre estos últimos se encuentra el gobernador de la provincia de Salta, Juan Manuel Urtubey, y el de la provincia de San Juan, Sergio Uñac, quien sin embargo tiene un escaso nivel de conocimiento fuera de su provincia y también puede aspirar a la reelección.
En cuando a la expresidenta Cristina Fernández, procesada por corrupción en numerosas causas, es improbable que sea condenada antes de las elecciones. Sin embargo, de suceder, podría ser candidata de todos modos, puesto que la legislación argentina no lo impide hasta que se confirme la condena en tercera instancia. En tal caso, su peor restricción no es la jurídica, sino una alta imagen negativa que alcanza casi el 70%. El panorama está por ahora abierto y la moneda seguirá rodando por el aire varios meses más.