Más personas encarceladas y en libertad condicional –6.899.000 en 2013, según el Bureau of Justice Statistics– que atrapadas en todos los gulags de Stalin en su cénit –entre 1,7 y 2,4 millones en 1953, según diversas estimaciones–. La misma proporción de convictos cumpliendo cadena perpetua que el total de presos y detenidos en Escandinavia. Una población de presidiarios mayor que la de China. 80.000 millones de dólares gastados cada año para mantener el sistema en pie. No es una distopía de ciencia ficción, sino Estados Unidos: un país que, constituyendo el 5% de la población del mundo, contiene al 25% de sus presos.
El sistema penitenciario estadounidense se ha convertido en un nudo de patologías tan denso que cuesta describir su génesis. Lo mejor es empezar por el principio. En 1970, el número de presos en EE UU era 300.000. Hoy la cifra es 2,2 millones. Durante las últimas cuatro décadas, un sinfín de medidas destinadas a detener lo que en su momento parecía una epidemia de crimen ha terminado abarrotando las cárceles estadounidenses. Los principales perjudicados son los económicamente marginados y las minorías raciales, especialmente la comunidad negra.
Ventanas y familias rotas
Durante la presidencia de Richard Nixon, el sistema penal estadounidense emprendió un giro radical, volcándose en la guerra contra las drogas y abandonando las políticas de reinserción en favor de un enfoque punitivo. El subtexto de esta reorientación era racista: aún sabiendo que no era cierto, Nixon sostuvo que el aumento de la criminalidad en la década anterior estaba ligado al movimiento por los derechos civiles, que en 1964 había logrado acabar con la segregación racial en EE UU. Los americanos negros, consecuentemente, fueron los más perjudicados por las nuevas políticas de mano dura.
En el pasado, la disparidad en las cifras de presos (uno de cada 35 negros está encarcelado, frente a uno de cada 214 blancos) se ha achacado a las supuestas taras de la América negra: delincuencia, familias rotas, una cultura disfuncional, etcétera. Son argumentos insostenibles, en vista de la dureza con que la guerra contra las drogas ha discriminado según el color de piel. Aunque los índices de consumo de drogas no atienden a diferencias raciales, hasta 2010 la legislación americana penaba con sentencias mínimas de cinco años el uso de cocaína en crack (fumada principalmente por negros), pero no el de cocaína en polvo (esnifada principalmente por blancos).
La historia que empezó con Nixon toma impulso durante la década de los noventa. Las ciudades americanas, con Nueva York a la cabeza, adoptaron prácticas policiales más invasivas, basadas en la teoría de las ventanas rotas. Los cuerpos policiales también incorporaron métodos informáticos para cuantificar sus intervenciones. Pero estaban preparándose para librar la guerra de ayer: en lo que constituye uno de los mayores enigmas de la criminología moderna, los índices de delincuencia en EE UU ya bajaban drásticamente cuando entraron en vigor estas prácticas.
No hay mal que por bien no venga. Los cuerpos policiales se vieron obligados a mantener sus índices de arrestos e intervenciones al tiempo que el crimen descendía en muchos de los barrios que patrullaban. Todo ello agravado por la actitud de una policía racista en sus criterios, brutal en sus prácticas y generalmente impune ante los intentos de hacerla rendir cuentas. El resultado: cada vez más ciudadanos arrestados o encarcelados bajo pretextos ridículos o sencillamente falsos, generando un clima tóxico que han reflejado series de culto como The Wire.
Desigualdad económica, desigualdad judicial
No es coincidencia que, al mismo tiempo, ningún alto ejecutivo de la banca estadounidense se haya enfrentado a un proceso penal tras 2008. Como documenta el periodista Matt Taibbi en su imprescindible libro sobre la justicia estadounidense, una mentalidad “de análisis de coste-beneficio” se ha apoderado del sistema judicial estadounidense, convirtiéndolo en un generador de desigualdad. “Tenemos un profundo odio hacia los débiles y pobres, y un servilismo correspondiente hacia los ricos y los poderosos, y estamos construyendo una burocracia que se corresponde con esos sentimientos”, escribe Taibbi. En los barrios marginados, la policía arresta con el mismo cuidado que un pesquero lanzando redes de arrastre. Encarcelar a directivos de HSBC responsables de financiar a cárteles mexicanos continua constituyendo una herejía.
Existe, además, una lógica económica en el sistema. La mayoría de las prisiones se encuentran en el interior de EE UU, ofreciendo empleo a una población mayoritariamente blanca. A su manera, las cárceles también destruyen paro: el principal grupo demográfico que las ocupa (hombres negros, con escasa educación, a menudo analfabetos funcionales) es el que mayor dificultades encontraría integrándose en el mercado laboral. Y la privatización de centros penitenciarios a lo largo del mundo convierte las cárceles en minas. Según The Atlantic, las prisiones supermax, de alta seguridad, se han convertido en “la exportación más vil” de EE UU. También se cuentan entre las más ineficientes: mantener a un preso aislado dentro de sus instalaciones cuesta más de 100.000 euros anuales al contribuyente.
La tendencia puede ser revertida. Para el Partido Demócrata, que en el pasado apoyó las políticas de mano dura, las reformas son inevitables. En julio, Barack Obama se convirtió en el primer presidente en visitar una prisión federal, y lanzó una profunda crítica al sistema penitenciario estadounidense. Los candidatos demócratas a las elecciones de 2016 han apoyado esta posición. Incluso entre los candidatos presidenciales republicanos existen voces críticas con la situación actual.
El reto es enorme. Como señala el periodista Ta-Nehisi Coates en un ensayo sobre los efectos de las políticas carcelarias en las familias negras, una reforma a la altura de la situación requeriría reintegrar social y económicamente a cientos de miles de presos. Dicho de otra forma, EE UU tendría que ser capaz de volcarse en asistir a quienes hasta ahora ha discriminado sistemáticamente.