El último documento sobre Impactos, adaptación y vulnerabilidad del Grupo Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC), publicado en 2014, resalta tres riesgos clave para América Latina. En primer lugar, una amenaza sobre la disponibilidad de agua en las regiones semiáridas y dependientes del deshielo de los glaciares y en América Central, además de inundaciones y deslizamientos de tierra en zonas urbanas y rurales debido a la precipitación extrema; segundo, un descenso en la producción de alimentos y en la calidad de los mismos; y tercero, un aumento de enfermedades transmitidas por vectores en altitud y latitud. El riesgo de que se den estos tres supuestos es entre alto y muy alto, a corto y largo plazo. En el caso de que se desarrollara un hipotético escenario de gran adaptación, que fuera mucho más allá de las políticas y los recursos hoy disponibles, algunos de los riesgos podrían reducirse notablemente, hasta un nivel moderado.
Según la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), la tendencia de emisiones en la región en la última década fue al alza y, durante los últimos 20 años, en muy pocos países aumentó la superficie arbolada. América Latina es en cualquier caso responsable de un porcentaje bastante pequeño de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) globales: apenas un 9,6% mundial si incluimos las derivadas de la deforestación y los cambios de uso del suelo. Por tanto, se trata de una región grande, con algunos países cuyas emisiones han crecido mucho los últimos años –las principales emisiones se concentran en Brasil, México, Argentina, Venezuela y Colombia– pero cuya responsabilidad histórica es pequeña; claramente, el principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas cobra todo su sentido en América Latina, que sin embargo puede sufrir con fuerza los efectos del problema, enfrentándose a un importante reto en materia de adaptación.
La COP21, a diferencia de otras cumbres, plantea un enfoque voluntario donde los países informan de cuánto están dispuestos a contribuir para mitigar las emisiones. Según Naciones Unidas, con los porcentajes de reducción comprometidos hasta la fecha nos dirigimos a un aumento de temperatura de como mínimo 2,7ºC al final de siglo respecto a la era preindustrial. Gran parte de los países latinoamericanos han presentado ya sus compromisos. Centrándonos en los tres mayores emisores del continente, la organización Climate Action Tracker, que evalúa la ambición de las promesas en relación a sus “responsabilidad climática”, sitúa en un nivel medio a México y Brasil, y en un nivel inadecuado de compromiso a Argentina.
Sin embargo, las posiciones políticas y realidades tan diferentes de unos países a otros en el continente, no permiten identificar demandas claramente comunes de cara a las negociaciones climáticas. No existe una posición común latinoamericana. Los diferentes países se integran en diferentes grupos, en función de su desarrollo económico, su vulnerabilidad y su ideología política. Todos los Estados latinoamericanos a excepción de México forman parte del grupo G-77 + China, esto es, el de los países “en desarrollo”. Pero adicionalmente se reparten por otros grupos de interés. Así, a Brasil, su condición de país emergente le hace defender intereses comunes con China, India y Sudáfrica. México sin embargo se asocia con países tan diferentes como Suiza o Corea del Sur en el llamado Grupo de Integridad Ambiental, donde el elemento que les une es su condición de no encajar en ninguno de los grupos de países que emergieron del protocolo de Kioto en 1998. Intereses comunes defiende también el grupo Asociación Independiente de América Latina y el Caribe (AILAC), constituido en 2012 tras la cumbre de Doha, integrado por Costa Rica, Chile, Colombia, Guatemala, Panamá, Perú y Paraguay. Este grupo apuesta por los mecanismos de mercado como los Mecanismos de Desarrollo Limpio (MDL) y los proyectos REDD+: Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de Bosques. En un plano contrario a este enfoque se encuentran los países del ALBA, que ponen el acento en la justicia climática basado en la responsabilidad histórica. Al cóctel de grupos de suma la Alianza de Pequeños Estados Insulares (AOSIS), extremadamente vulnerables a la elevación del nivel del mar, donde se integran 16 países de la región.
A pesar de esta heterogeneidad, hay ciertos asuntos en torno a los cuales los países latinoamericanos han defendido posiciones comunes en las negociaciones previas a la cumbre de París. Uno muy importante es el de fijar como objetivo un aumento máximo de la temperatura media de la superficie de la tierra de 1,5ºC frente a los 2ºC aceptados por la mayoría de los países. Este objetivo más estricto reduciría significativamente el riesgo de alcanzar puntos de no retorno climático (tipping points), reduciría la vulnerabilidad de los Estados insulares y permitiría una mayor efectividad en la adaptación a los efectos del cambio climático. También parece haber cierto consenso en la idea de que junto a los objetivos acordados a largo plazo, existan revisiones a corto plazo, cada cinco años, que permitan fortalecer –nunca debilitar– la ambición de los compromisos adquiridos.
Aparte de los intereses comunes en materia de adaptación, los países latinoamericanos han sido cruciales en las negociaciones previas a París para incluir un capítulo en el texto de la COP21 sobre “Daños y Pérdidas”, es decir, abordar soluciones, incluyendo una vía de financiación, para afrontar aquellos efectos del cambio climático que ya están aquí –huracanes, sequías, inundaciones– y a los que ya no es posible adaptarse. En general, son también demandas comunes la adecuada financiación y transferencia tecnológica para permitir realizar la transición hacia otro modelo energético y de producción.
El gran reto para América Latina es conseguir que el tránsito hacia un mundo sin emisiones de GEI no se haga mediante políticas continuistas que mantengan y profundicen las injusticias ambientales y sociales del actual modelo. Por ejemplo, las propuestas de mitigación del mayor emisor de la región, Brasil, aunque son ambiciosas, se basan sin embargo en abundar en su política de biocombustibles –que acarreará más degradación de suelo, más pérdida de biodiversidad, más violaciones de los derechos humanos…– y por continuar con la construcción de grandes presas hidroeléctricas que impactarán igualmente territorios y poblaciones. La deforestación, por otra parte, seguirá siendo previsiblemente un problema en el país. Por su parte, aquellos países latinoamericanos con importantes reservas de combustibles fósiles, desde Argentina a algunos países del ALBA, incluso habiendo avanzado en la incorporación de marcos de protección y otorgamiento de derechos a la naturaleza, siguen encadenados a un modelo extractivista incompatible con la lucha climática.
Si América Latina quiere hacer frente al problema, debe tomar conciencia de que la crisis climática es solo una de las caras de una crisis mayor: la del modelo socioeconómico. Para avanzar hacia soluciones profundas y transformadoras debe dar la espalda a los procesos de mercantilización y financiarización de los recursos que a menudo le imponen los tratados de libre comercio, y debe plantarse ante la imposición de falsas soluciones como los MDL, los planes de expansión de la llamada “agricultura climáticamente inteligente”, o los proyectos REDD+, mecanismos todos ellos que le restarán soberanía, que mantendrán el statu quo, y que se han demostrado hasta ahora ineficaces en la lucha climática.