Cualquier persona atenta a la realidad política de América Latina sabe que 2018 es uno de esos años en los que de manera azarosa se dan cita procesos electorales en número proporcionado, pero afectando a los tres países más poblados de la región. Costa Rica, Venezuela, Paraguay, Colombia, México y Brasil serán escenario de comicios presidenciales. Además de expresar las preferencias de los ciudadanos, las elecciones suponen de forma abrumadora la certeza de cambios de diferente calado al frente de sus poderes ejecutivos. La imposibilidad de la reelección, salvo en Venezuela, está en el origen de esa situación. No obstante, el sentido del cambio de ciclo registrado en 2015 en Argentina, cuando Mauricio Macri fue elegido presidente, parece seguir su senda. No me refiero a un ciclo impulsado hacia una única dirección para el conjunto de los países, pues la evidencia indica que nunca América Latina como un todo se comporta de forma homogénea y que siempre ha habido casos nacionales sueltos en cantidad nada desdeñable.
De entre los cambios más drásticos que se pueden dar en la lógica de la alternancia me atrevo a señalar el de México. Por la importancia del país y por su dinámica histórica sería el más sobresaliente acaecido en la región en los últimos 40 años. Hay cuatro razones que, en la tradición de vaticinios electorales espurios de principios de año, podrían considerarse: el sistema electoral presidencial es de mayoría a una vuelta, lo que significa, segundo argumento, que en un escenario de elevada fragmentación alguien puede ser elegido presidente con menos de un tercio de apoyo electoral, algo que no es difícil de alcanzar (un escenario que ya se dio en Venezuela en 1993 cuando Rafael Caldera alcanzó la presidencia con el 30,5% de los sufragios). El tercer argumento se sostiene en el hecho de que, en el escenario presente, sin todavía haberse cerrado el listado de candidaturas, ni la del actual partido en el gobierno, José Antonio Meade, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), ni la de la incomprensible, para muchos, alianza electoral entre el partido tradicional de la derecha, Partido Acción Nacional (PAN), y el de la izquierda, Partido de la Revolución Democrática (PRD), Ricardo Anaya, parecen despegar. Su pertenencia a una clase política tradicional, afectada por el desprestigio generalizado, pesa como una losa difícil de levantar. Finalmente, el candidato perdedor en los comicios de 2006 y 2012, Andrés Manuel López Obrador, parece haber encontrado el tono de su discurso ayudándole una hoja de servicios no contaminada. Para hacer más difícil el diagnóstico cabe, sin embargo, no dejar de lado ni los efectos de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá (Nafta, en inglés), ni de las posibles declaraciones atrabiliarias del incontinente presidente estadounidense.
Ahora bien, lo que puede definir la política latinoamericana en 2018, y en este caso sí con un alcance de cierta generalización, es el protagonismo de la justicia penal. Acogotada por una corrupción rampante, la vida pública de la región es testigo de un número muy importante de políticos –desde la primera fila a otros en rangos secundarios– involucrados en procesos que con mucha frecuencia terminan con ellos en la cárcel. Este escenario tiene un doble cariz: por una parte, constituye una suerte de causa general contra los políticos que incrementa su desprestigio, algo con indudable impacto en la (des)legitimidad del sistema; por otra se ceba el círculo de la judicialización de la política que ve su continuación en la politización de la justicia. No se trata solamente del impacto del caso Odebrecht, la época de bonanza económica que apenas culminó hace cinco años alimentó sobrecostes en la necesaria obra pública puesta en marcha, pagó lealtades en proyectos políticos personalistas con nula transparencia y lubricó la propia maquinaria de la política que demandaba de gestos de apoyo a través de la movilización social programada y de personal al servicio de la causa.
Cuando la justicia penal se convierte a fin de cuentas en el actor que tiene en sus manos decidir sobre el futuro de Luiz Inácio Lula da Silva o el presente de Pedro Pablo Kuczinsky, en cuanto a si obró correctamente o no en el indulto a Alberto Fujimori, la política en Brasil y en Perú entra en un vericueto de consecuencias imprevisibles. Como también acontece en Ecuador con el vicepresidente del anterior y del actual gobierno, Jorge Glass, en prisión, con la amenaza de extenderse a otras figuras de la política ecuatoriana una vez realizada la consulta popular del 4 de febrero. Un camino ya transitado en Guatemala, Panamá y en el propio Perú con expresidentes recientes en la cárcel. Donde este escenario de políticos privados de libertad solo se va a dar en dirección a las filas de la oposición es, en su caso, en Venezuela y en Nicaragua, que siguen la tradición cubana.
Sin embargo, 2018 supone también un año de conmemoración de un hecho que no debe pasar desapercibido por su profundo impacto en la sociedad latinoamericana de la época y por su capacidad de introducir notables cambios que transformaron el panorama educativo de América Latina. Se trata de la Reforma Universitaria de Córdoba (Argentina), un proceso de movilización estudiantil que tuvo su momento cenital el 15 de junio de 1918 y que sentó las bases para la expansión de las universidades nacionales, justo 100 años después de las independencias, quebrando el casi monopolio de la Iglesia católica en la enseñanza universitaria, apostando por el cogobierno, permitiendo la participación de los estudiantes, asentando la autonomía universitaria, los concursos de oposición para la selección de los profesores y la extensión universitaria. Sobre esto volveremos en los próximos meses.