Desde el inicio de este siglo la política latinoamericana ha tenido un alto grado de permanencia presidencial. Es el caso de los Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa, Daniel Ortega y Hugo Chávez, hasta su muerte. Pero también de presidentes que acumularon dos periodos de mandato, como fueron Lula Da Silva, Leonel Fernández, Alan García, Álvaro Uribe y, en la actualidad, Michelle Bachelet, Juan Manuel Santos, Dilma Rousseff y Tabaré Vázquez. Esto se explica por cuatro razones.
En primer lugar, este lapso coincide con la “década ganada” en términos económicos en América Latina, sobre la que la gran crisis financiera mundial apenas si la golpeó en 2009. El incremento en la demanda de materias primas (minerales y agrícolas), la subida de sus precios (sobre todo del petróleo) y haber realizado reformas estructurales antes contando con un sector financiero ya saneado, permitieron superávit fiscales con los que atender políticas de gasto público con especial atención a su contenido social, lo que mantuvo la popularidad presidencial. En segundo término, el presidencialismo reinante ha ampliado su fortaleza a través de cambios constitucionales que han traído consigo la posibilidad de la reelección (de entre los grandes países solamente México persiste en su expresa prohibición permanente).
Una tercera razón tiene que ver con el proceso de desinstitucionalización de los partidos que hace que la política siga un patrón en el que los candidatos se imponen (algo especialmente obvio en el mundo andino, sin dejar de lado a Guatemala, Panamá o Paraguay). En último lugar, no hay que desdeñar que América latina está viviendo una época como nunca antes en su historia, porque desde la década de 1980 de manera continuada y afectando a todos los países, con excepción de Cuba, pasa por un momento en el que la democracia es la única legitimidad plausible. Sus gobernantes son elegidos mediante elecciones periódicas, libres y competitivas, cuyos resultados son aceptados en gran medida por la ciudadanía y por la observación internacional independiente.
Ahora bien, este escenario puede comenzar a cambiar en 2015. Solamente en el tramo final del mismo, Argentina y Guatemala tendrán elecciones presidenciales, y México y Venezuela comicios legislativos. Posiblemente, Argentina suponga el parteaguas más claro en el ciclo que puede estar terminando, toda vez que la familia Kirchner dejará de estar al frente del poder ejecutivo al que llegó en 2003, dando paso a alguien con un perfil diferente al del peronismo de centro-izquierda que ha estado en el poder. Además, la opinión pública señala la necesidad de prestar atención a temas de especial interés a los que la política debe confrontar, y que hasta hoy han sido poco tenidos en cuenta. Su necesaria atención configura una agenda de temas para este nuevo periodo.
El escenario que integra tanto a las principales preocupaciones de la opinión pública como a las conclusiones de los análisis de organizaciones internacionales y de académicos está compuesto por la violencia, la corrupción, la desigualdad y la pobreza. La violencia se enquista de manera sistémica en México, desde hace una década en una espiral siniestra que incorpora al narcotráfico en connivencia con fuerzas diversas de los aparatos de seguridad del Estado, sin dejar de lado grupos políticos locales. Por otro lado, hace que la convivencia sea extremadamente difícil en muchos núcleos urbanos centroamericanos, como sucede en San Pedro Sula (Honduras) o en San Salvador, pero también de las capitales suramericanas como Caracas. Solo el posible éxito de los acuerdos de paz en Colombia atisban un cambio positivo.
Por su parte, la corrupción, que es un mal lacerante para la mayoría de las democracias, se ha ensañado con dos países que eran modelos del pasado inmediato, como son Brasil (centrada en la gigante empresa pública petrolera, Petrobras) y Chile (donde ha aflorado una metástasis que afecta a una clase política que se siente impune). La desigualdad y la pobreza siguen estando presentes, a pesar de los avances en la disminución de sus tasas en los últimos tiempos.
El carácter sistémico de estos problemas requiere abordar su complejidad mediante instrumentos discutidos desde hace años. La propia estabilidad política de la región y su experiencia de las últimas tres décadas en la confrontación entre soluciones neoliberales y otras de carácter populista permite hacerlo ahora. La debilidad fiscal es el asunto prioritario a afrontar, porque muchos países continúan sin poner en marcha reformas que incrementen la recaudación gravando de forma significativa además a las rentas mayores. Si bien se ha avanzado durante la bonanza vivida el progreso ha sido insuficiente. En efecto, en 2013 los ingresos tributarios llegaron al 21,3% del PIB, con un aumento mínimo respecto al año anterior, pero con un considerable incremento durante el periodo 1990-2013 de siete puntos porcentuales. Si bien el crecimiento paulatino de la recaudación tributaria ha dotado a los gobiernos de mayor capacidad para incrementar el gasto en programas sociales e infraestructuras, la cifra se encuentra todavía 13 puntos porcentuales por debajo de la media de los países de la OCDE, del 34,1%. El listado de los ingresos fiscales sobre el PIB en los distintos países muestra notables desigualdades, ya que mientras en Brasil suponen el 35,7% y en Argentina el 31,2%, en República Dominicana son del 14%, y en Guatemala del 13%. Estos dos últimos son los países con menores ingresos fiscales.
Incrementar la presión y la recaudación fiscal traería consigo avanzar en la adopción de políticas redistributivas y apuntalar estructuras mínimas de Estado ausentes. Estas van desde tener una administración pública profesionalizada, reclutada según criterios de independencia, mérito y competencia, hasta lograr el monopolio de la violencia legítima en manos de unos cuerpos de seguridad del Estado profesionales y responsables. Por otra parte, la educación debe ocupar un lugar estelar para potenciar al capital humano.
Por último, se debería abogar por el establecimiento de un estilo de hacer política diferente al del presidencialismo caudillista, con el fin de hacer factible grandes pactos de Estado de carácter claramente incluyente en los que cupieran tanto las fuerzas políticas como sectores sociales y económicos mínimamente representativos.