El 9 de abril en Bessemer, Alabama, Goliat tumbó a David. Tras una dura campaña, Amazon detuvo el intento de sus empleados por afiliarse al Sindicato de Comercio Minorista y Mayorista (RWSDU por sus siglas en inglés). Con una abstención elevada –participaron 3.215 de los 5.805 trabajadores de BHM1, como se denomina al almacén de cuatro plantas y la superficie de 11 campos de fútbol–, el “no” a la afiliación ganó por goleada: 1.798 votos frente a 738. El primer intento de sindicalizar al segundo mayor empleador de Estados Unidos termina con una derrota contundente. Lo que no está tan claro es de quién. Se da la paradoja de que Amazon parece inexpugnable precisamente cuando su modelo empresarial y laboral se enfrenta a una presión política sin precedentes cercanos.
Hay anécdotas que encierran una categoría. La de Bessemer es una de ellas. En esta ciudad satélite de Birmingham –escena de puntos álgidos en la lucha por los derechos civiles, como el encarcelamiento de Martin Luther King–, venida a menos por el declive de su industria metalúrgica, el 71% de la población es negra y el 25% vive bajo el umbral de la pobreza. En 2018, Amazon desembarcaba atraída por la legislación antisindical (right to work) de Alabama, característica de los estados sureños que gobierna el Partido Republicano.
La noticia de que el gigante tecnológico invertiría 325 millones de dólares para construir una planta gigantesca –fulfillment center, en el léxico orwelliano de Silicon Valley– fue acogida con júbilo. Entre los atractivos de la empresa está su decisión reciente de pagar salarios mínimos de 15 dólares por hora, en línea con las reivindicaciones del ala izquierda del Partido Demócrata. Pero los desencuentros no tardaron en surgir. Para empezar, Amazon se nutre de un sinfín de “contratistas” a los que no mantiene como empleados en nómina. De modo que gran parte de sus trabajadores no cobran los famosos 15 dólares (salario que, además, se encuentran por debajo del que pagan otras plantas de montaje en la zona).
El principal problema, sin embargo, es la falta de dignidad que acarrean las condiciones que la compañía impone a sus empleados, a los que monitoriza de modo salvaje. Solo 15 minutos para ir al baño durante un turno de 10 horas, en un almacén donde los aseos se encuentran a varios minutos andando. Una serie de emails de trabajadores y directivos filtrados al periodista Ken Klipperstein revelan cómo Amazon es consciente de que sus empleados se ven obligados recurrentemente a orinar en botellas de plástico. No pueden abandonar su puesto porque deben mantener unas cuotas de productividad draconianas, so pena de terminar despedidos.
Con todo, lo que más titulares ha acaparado ha sido sobrerreacción de Amazon ante esta crisis reputacional y laboral. Como también reveló Klipperstein, la compañía reclutó a un gigantesco ejército online que se dedican a comentar lo fabulosa que es su experiencia trabajando para Amazon. El proyecto, denominado “Veritas” también hostigaba a políticos críticos con Amazon, como el senador socialista Bernie Sanders. La empresa comenzó a enviar tuits tan agresivos que varios de sus analistas de ciberseguridad pensaron que las cuentas de Twitter de Amazon habían sido hackeadas.
Todo lo anterior genera resquemor añadido viniendo de una multinacional que representa como ninguna otra la deriva oligárquica de las economías occidentales. Aunque el corazón de su modelo de negocio está en los servicios de computación en la nube, Amazon duplicó beneficios en 2020 –21.300 millones de dólares, superando por primera vez los 100.000 en facturación– gracias a la economía del confinamiento, que lleva a más y más gente a realizar sus compras online. A nadie se le escapa la cara oscura de este modelo: lo que empezó siendo un problema para librerías de barrio ha terminado por convertirse en una amenaza para el conjunto del comercio minorista y local, dentro y fuera de EEUU. El fundador y hasta hace poco presidente de Amazon, Jeff Bezos, es el hombre más rico del planeta, con una fortuna de 188.000 millones de dólares (solo el año pasado aumentó en 75.000 millones). Un patrimonio que supera el PIB de un país como Hungría. Bezos también es dueño, entre otras compañías, de The Washington Post, la empresa aeroespacial Blue Origin, la cadena de supermercados Whole Foods, Kiva Systems (ahora Amazon Robotics) y Twitch, la popular plataforma de streaming.
Más que un sindicato
Lo llamativo en el pulso entre Amazon y sus trabajadores es que los segundos hayan contado con el respaldo no solo de políticos como Sanders, sino de la propia Casa Blanca. Joe Biden manifestó públicamente su apoyo al esfuerzo de sindicalización, en unas declaraciones que se pueden enmarcar dentro de su reciente giro económico hacia la izquierda. Además de cuatro billones de dólares en programas de estímulo, el presidente estadounidense ha propuesto un plan para aumentar la recaudación fiscal con subidas al impuesto de sociedades y la lucha contra paraísos fiscales, que impediría a compañías como Amazon seguir eludiendo el pago de impuestos. “Vamos a ponernos serios”, zanjó en una rueda de prensa reciente. “Hay 51 o 52 compañías del Fortune 500 –el principal índice empresarial estadounidense– que no han pagado ni un centavo en impuestos durante los últimos tres años”.
En esta nueva estrategia económica, los sindicatos –en un país donde acumulan décadas de debilitamiento, y solo el 11% de los trabajadores asalariados está afiliado a uno de ellos– desempeñan un papel importante. La Casa Blanca ha renovado la dirección de la Junta Nacional de Relaciones de Trabajo, organismo a cargo de velar por la legislación laboral estadounidense, que bajo Donald Trump mantuvo a un presidente empeñado en desmantelarla. También desea que el legislativo apruebe el Protect the Right to Organize Act, una extensa ley que facilitaría los esfuerzos de sindicalización en EEUU y extendería los derechos de negociación colectiva.
Brian Deese, director del Consejo Económico de Biden, señala en una entrevista con el periodista Ezra Klein que la Casa Blanca busca rediseñar los fundamentos del modelo de crecimiento estadounidense. Para ello considera necesario atajar la desigualdad económica, entre otras cosas mediante la sindicalización. Son declaraciones inesperadas, teniendo en cuenta que Deese es un ex ejecutivo de BlackRock, su jefe fue el candidato más moderado de las primarias demócratas y el Partido Demócrata acumula cinco décadas niguneando al movimiento sindical estadounidense, con el que mantuvo una estrecha alianza durante el New Deal y la posguerra.
Para poner en contexto esta reorientación, hay que entender que un sindicato es siempre más que un sindicato. Estas instituciones no sirven solo para exigir mejores condiciones salariales. También contribuyen a que sus afiliados se politicen en tanto que trabajadores, participan en movilizaciones por causas que trascienden sus intereses y contribuyen a vertebrar el conjunto de la sociedad. Valga el caso de Bessemer: contra las narrativas que presentan redistribución económica y progresismo social como cuestiones ajenas, los trabajadores se movilizaron apelando no solo a sus derechos laborales, sino a un cristianismo de base radical y las demandas del movimiento Black Lives Matter.
Como señala la periodista Natalie Shure, una mayor densidad sindical trae consigo mayores índices de participación política y compromiso cívico. Esta tendencia podría redundar en beneficio electoral del Partido Demócrata. Otra razón por la que apostar por este proceso desde el pragmatismo es la necesidad de mantener la pujanza de la economía estadounidense frente a la china. Un proceso que, como Washington por fin ha descubierto, es irresponsable fiar al libre mercado, y para el que serán necesarios mecanismos de coordinación –un Estado más activo, un movimiento sindical menos débil, objetivos de desarrollo nacional– hasta ahora denostados como antiguallas socialistas. Francis Fukuyama, apóstol del “fin de la historia” y el capitalismo liberal en los años 90, acaba de publicar una defensa de la planificación industrial.
De la mano improbable de Biden, EEUU parece ensayar un cambio de paradigma económico. Una reordenación en la que décadas de deriva a favor de los mercados, la desigualdad económica y la pérdida de poder sindical comienzan a rectificarse. Ante este reajuste la victoria de Amazon en Bessemer es impactante, pero tal vez pírrica.