“Alá me eligió, solo Alá puede echarme”
La principal exportación de Gambia son sus ciudadanos. Su población es de apenas dos millones, pero este año los gambianos se han convertido en el cuarto grupo más numeroso de migrantes y refugiados en llegar a tierras italianas. Tras veintidós años en el poder, el gran responsable de este éxodo es el presidente del país, Yahya Jammeh, uno de los dictadores más aterradores en un mundo donde no escasean los monstruos políticos.
Si como decía Moravia una dictadura es un Estado en el que todos temen a uno y uno a todos, Gambia es un ejemplo excelente. Las elecciones presidenciales del 1 de diciembre sirven como botón de muestra. Por primera vez desde su acceso al poder tras un golpe de Estado incruento en 1994, Jammeh podría perderlo de manera democrática (sufrió un golpe de Estado en 2014). Sin embargo, la oposición, unida tras la candidatura de Adama Barrow, necesitará un golpe de fortuna para derrocar a Jammeh. A las dictaduras es difícil derrotarlas en las urnas. Así, todo puede cambiar en Gambia, pero lo más probable es que todo siga igual: el desequilibrio del terror.
Nacido en mayo de 1965, tres meses después de que su país lograse la independencia de Reino Unido, Jammeh, hijo de emigrantes senegaleses, interrumpió sus estudios en la Escuela Superior de Gambia para alistarse en las Fuerzas Armadas. En 1989 ingresó en el cuerpo de escoltas del presidente de la República, Dawda Jawara, en el poder desde la independencia. Y el 22 de julio 1994, con 29 años, Jammeh derrocó a su césar, que hasta entonces había comandado con mano firme y serena uno de los “regímenes más benignos y estables de África”. Jawara, a pesar de sus reelecciones rutinarias en el cargo, había respetado ciertos aspectos de la democracia parlamentaria.
Jammeh no ha respetado ninguno. Tampoco ha mantenido la eficacia económica de su predecesor. Gambia es hoy el único país de África occidental que con un PIB per cápita menor que en 1994. En cuanto al respeto de derechos y libertades, las dos décadas de Jammah en el poder están plagadas de desapariciones, torturas y asesinatos. Despiadado y procaz, el presidente ha amenazado con “cortar el cuello” a los homosexuales, con “enterrar” a la oposición “nueve metros bajo tierra”, y ha mandado al infierno al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y a Amnistía Internacional cuando protestaron por la muerte de Solo Sandeng, el secretario de organización del Partido Democrático Unido (PDU), mientras estaba detenido. En su día, Gambia era conocida como la “costa sonriente de África”. Hoy es un paria de los derechos humanos.
Todo podría cambiar si la oposición, por primera vez unida, logra la victoria en unas elecciones con una alta participación. En abril, los gambianos tomaron las calles en unas protestas inéditas en un régimen tan represor como el de Jammeh. La dura respuesta de las autoridades no sorprendió: muchas de las manifestaciones fueron dispersadas a tiros; más de 90 activistas fueron arrestados; 30 de ellos, condenados a penas de tres años de cárcel, incluido el presidente del PDU; a lo que hay que sumar dos muertos, entre ellos el ya citado Sandeng. En octubre, Gambia abandonó la Corte Penal Internacional, sumándose a Burundi y a Suráfrica.
Jammeh ha prometido que su mandato durará mil años, no se sabe si en homenaje macabro a las aspiraciones del Tercer Reich. Por el momento lleva veintidós y en estos días se deciden, al menos, los cinco próximos. Alfombra roja para otro sátrapa iluminado.