Desde que Uber revolucionara el sector del transporte automovilístico privado, su cofundador Travis Kalanick se ha ido esculpiendo un trono junto a los grandes hombres de la tecnología. Parece que empezó a tallar demasiado pronto, pues un tsunami de críticas, demandas y escándalos ha culminado en su dimisión el 20 de junio como consejero delegado.
UberCab nació en 2009 pensado como un servicio de lujo. Era la tercera apuesta de Kalanick en el intrincado mundo de las start-up, después de haber vendido por 19 millones de dólares RedSwoosh a la compañía Akamair, un éxito desde el punto de vista económico; no tanto desde la ambición de Kalanick de construir un imperio. A fin de dedicarse a tiempo completo a su nueva creación, un joven Kalanick (Los Ángeles, 1976) abandonaba su carrera de ingeniería en la Universidad de California (UCLA) en 1998. El proyecto iba viento en popa, cuando en 2012 un competidor, Lyft, obligó a la empresa a rediseñarse y cambiar su objetivo: haciendo gala de sus dotes de vendedor, Kalanick empezó a hacerse con una valiosa agenda de inversores, dando inicio al Uber que conocemos ahora. La compañía creció como la espuma hasta estar en más de 500 ciudades de todo el mundo, con una valoración cercana a los 70.000 millones de dólares. Era lo suficientemente ágil para ello. Su concepción como “eterna start-up” y el uso de la técnica de la gig economy (el pago a trabajadores autónomos a través de un medio telemático a cambio de unos servicios, véase conducir un coche por la ciudad) le permitió a Uber crecer a un ritmo vertiginoso.
El cofundador y CEO de la empresa tardó poco en colgarse los honores y asumir el papel de figura inspiradora que puede revelar el secreto del éxito en pequeñas dosis de sabiduría. También presumía de su nuevo estilo de vida y de la asombrosa facilidad con la que “consigue” conquistar a las mujeres debido a su posición (el llamado efecto Boob-er, acuñado por el propio Kalanick). Extraña que nadie hubiera visto venir el desastre, mientras se tejía el “patrón de arrogancia” con el que Uber gestionaba su ascenso astronómico, como lo ha denominado Orson Aguilar, del Instituto Greenlining.
Las crisis tardaron poco en llegar. El pistoletazo de salida lo dio Susan Fowler, exingeniera de Uber, publicando este blog en el que denuncia el trato de indiferencia con el que se encontró en recursos humanos ante sus quejas por acoso sexual en el lugar de trabajo. Le siguieron otras demandas de sexismo y discriminación, tanto de las empleadas de la compañía como de clientes de la misma. Y no solo en Estados Unidos. Uno de los altos ejecutivos despedidos ha sido Eric Alexander, jefe de la sección de Uber en Asia, por conseguir y compartir los registros médicos de una chica india de 27 años que denunció haber sido violada por uno de los conductores de un Uber. Alexander pretendía demostrar que no había sido violación, sino “simplemente” abuso.
Cuestiones paralelas al rampante sexismo en la compañía no ayudaban: como la manifiesta afinidad de Kalanick con el presidente Donald Trump; el aprovechamiento de la huelga de taxistas en protesta por su veto migratorio para hacer negocio (lo que dio comienzo al movimiento #DeleteUber); el reconocimiento por parte de la compañía de una retención –por un mal uso de la aplicación de pago– de millones de dólares que pertenecían a los conductores de Nueva York durante dos años; o el difundido vídeo de Kalanick discutiendo con uno de los conductores de su compañía sobre la bajada de las tarifas. Todo ello ha llevado a una caída en picado de la confianza en la compañía, el valor de sus acciones y la reputación del propio CEO.
La empresa contrató los servicios Covington para estudiar la cultura corporativa de Uber y especificar una serie de recomendaciones que facilitaran su remontada en el mercado. En la investigación se estudiaron hasta 215 reclamaciones. Tras la publicación de su informe final, la empresa despidió a 20 empleados.
La insuficiencia de la respuesta y una sensación de estancamiento en el consejo de administración desencadenaron la desconfianza generalizada en el CEO que supuestamente debía mantener la calma y una apariencia de normalidad. Quiso salir de la primera línea de batalla durante un tiempo, pero ante el deterioro de la situación la mayoría del consejo y los principales inversores en Uber consideraron necesaria la renuncia definitiva de Kalanick. Estaba en juego el futuro de la empresa.
Pese a su raíz tecnológica, Uber es una empresa que gestiona servicios entre humanos, y estos siguen respondiendo a códigos de valores y emociones. Según Daved Lee en BBC, “Kalanick simboliza la peor cara de la ‘cultura de colegas’ del mundo de la tecnología”. Quizá todavía no sea posible desvincular la gestión y dirección de una empresa de la realidad social de empleados y clientes.