En diciembre el Partido Socialdemócrata (PSD) se impuso en las elecciones parlamentarias de Rumania con el 45% de los votos. Desde entonces suma una derrota moral tras otra, lastrado por escándalos de corrupción. Nadie como Sorin Grindeanu, arquetipo de primer ministro por accidente, para encarnar una victoria electoral con aroma a derrota social. Según la Comisión Europea, Rumania es cada día más corrupta, no menos. Un segmento significativo de rumanos –más de medio millón de personas movilizadas en las calles del país– le dan la razón.
La lucha entre Grindeanu y los opositores, por el momento, parecen ganarla los segundos. El escaso capital político del que goza el primer ministro rumano no ayuda en una guerra que se prevé de desgaste. Grindeanu ocupa el puesto destinado al líder del PSD, Liviu Dragnea, investigado por prevaricación y condenado a dos años de cárcel por fraude electoral. Las malas lenguas afirman que es él quien dirige el país en la sombra. El hecho de que Grindeanu ni siquiera fue la primera opción para sustituir a Dragea no ayuda a disipar las sospechas. Sevil Shhaideh había conseguido la mayoría parlamentaria para convertirse en primera ministra, pero el presidente del país, Klaus Iohannis, rechazó la candidatura sin dar ninguna explicación. Se sospecha que fue porque es musulmana y pertenece a la minoría turca de Rumania.
Nacido en 1973 en Caransebes, Grindeanu se graduó en Matemáticas en 1997, un año después de afiliarse al PSD. Su carrera política se ha desarrollado, principalmente, en el ámbito local. Fue concejal del ayuntamiento de Timisoara entre 2004 y 2008 y luego teniente de alcalde. En 2012 dio el salto a la política nacional, obteniendo un escaño en la Cámara de Diputados. En 2014, el primer ministro Victor Ponta lo nombró titular de la cartera de Comunicaciones y Sociedad de la Información. Cuando cayó el tumultuoso gobierno de Ponta y después de unos meses de diputado raso, Grindeanu ganó las elecciones del condado de Timis, bastión liberal, donde ejerció de presidente hasta su nombramiento como primer ministro.
¿Un simple títere?
A finales de enero, el gobierno rumano dictó un decreto de urgencia que despenalizaba casos de soborno, cohecho y tráfico de influencias cuya estimación pecuniaria fuera inferior a unos 44.000 euros. Proponía, además, conceder indultos a unos 2.700 presos condenados por corrupción y la reducción a la mitad de las penas de prisión de más de 60 años para “descongestionar” el masificado sistema carcelario.
Según el PNL, principal partido de la oposición, lo que buscaba Grindeanu es exonerar a decenas de funcionarios públicos y dirigentes políticos, la mayoría vinculados PSD, para recompensarlos por su apoyo en las elecciones de diciembre. Entre los beneficiados directos de la reforma legal estaba, oh sorpresa, Dragnea.
La respuesta de la población no se hizo esperar. Miles de manifestantes ocuparon las calles del país, en unas protestas que han recordado, salvando las distancias, a las de 1989, cuando cayó el régimen comunista de Ceaucescu. Ante la presión de la opinión pública, la oposición y las instituciones rumanas y europeas, Grindeanu ha revocado el decreto, pero asegura que no tiene intención de dimitir.
La Fiscalía General, la Defensoría del Pueblo y la Comisión Nacional Anticorrupción (CNA) han criticado el decreto y la deriva autoritaria del gobierno. La CNA investiga actualmente más de 2.000 casos de abuso de poder y corrupción política. Desde 2010, unos 3.000 antiguos ministros, diputados, senadores, alcaldes y funcionarios han sido condenados por delitos y faltas relacionadas con la corrupción.
El hecho de que Grindeanu esté libre de la mancha de la corrupción le permite, por el momento, mantener un perfil bajo y aferrarse a un cargo que acaba de estrenar. En Bruselas y las calles de Rumania, mientras tanto, políticos y ciudadanos reflexionan sobre la capacidad de aguante –y de enmienda– de este primer ministro accidental.