El 10 de mayo unos hombres armados asesinaron a Miriam Rodríguez en su domicilio en la localidad mexicana de San Fernando y la asesinaron. Era el Día de la Madre de acuerdo al calendario mexicano. Fue la crónica de una muerte anunciada.
Pero la vida de Miriam Rodríguez cambió verdaderamente en 2012, cuando su hija Karen Salinas Rodríguez fue secuestrada y asesinada en Tamaulipas, México. Su desaparición era una más en un país donde desde hace años desaparecen decenas de miles de desapariciones de forma sistemática, y en el Estado federado que más aporta a esa cuantía total, según las últimas cifras oficiales.
El clima de violencia impuesto por los cárteles de la droga se hizo prácticamente invivible en este Estado al noreste de México en 2010, cuando una escisión de la rama armada del cártel del Golfo creó Los Zetas, avivando las rivalidades entre los grupos. Los ciudadanos viven desde entonces con la realidad diaria de abusos sexuales, extorsión, secuestros, asesinatos…
Las autoridades encargadas de velar por la seguridad de la ciudadanía, tanto las fuerzas de policía como los militares destinados a cuestiones civiles –que sin embargo no están sometidos a control parlamentario–, no representan un puerto seguro. Además de los altos índices de corrupción y la vinculación de muchos agentes a los propios cárteles, no existe en el país una legislación que respalde y dé forma a su ejercicio. No hay una ley de desaparición de personas que regule la actuación tanto de los familiares como de las autoridades a las que se solicita auxilio.
Por ello, muchas familias de personas desaparecidas se lanzan bajo su propio riesgo y suerte a buscar respuestas, que se materializan muchas veces en el hallazgo de una fosa con el cadáver de sus hijos, padres, hermanos. Este fue el caso de Miriam Rodríguez: dos años después de la desaparición de su hija encontró por sus propios medios el cuerpo de su hija en San Fernando, e identificó a los responsables de su muerte, impulsando sin tregua un proceso judicial que les llevaría a prisión.
Una vez terminada su tarea, Miriam Rodríguez dedicó su tiempo a ayudar a otras familias en su camino hacia la verdad, participando activamente con la Comunidad Ciudadana en Búsqueda de Desaparecidos en Tamaulipas. Como consecuencia, su vida quedó marcada por el peligro. En una ocasión logró evitar el secuestro de su marido. A pesar de todas las dificultades, y como tantas otras personas en México, Miriam Rodríguez siguió adelante con la lucha. Una de sus compañeras, Graciela Pérez, la describe como una persona “con carácter muy fuerte, solidaria y alegre”.
Al chocar de frente con los cárteles del narcotráfico, el activismo ciudadano en México acarrea altísimos riesgos. La situación de Miriam se complicó aún más cuando dos de los captores y asesinos de su hija –Enrique Yoel Rubio Flores y José Antonio Acevedo Reyna– escaparon, junto a otros 27 reos, de la institución penitenciaria Ciudad Victoria el 22 de marzo pasado.
Temerosa por las posibles represalias, Miriam cerró su negocio y avisó a las autoridades pidiendo protección. La respuesta fue lenta e insuficiente. El fiscal general de Tamaulipas, Irving Barrios, asegura que, a petición de la familia, se mandaban patrullas tres veces al día a la casa de Rodríguez, pese a que los prófugos fueron recapturados al poco tiempo de su huida. Sin embargo, en una comparecencia del 18 de abril, la propia Miriam negaba el compromiso del agente encargado de su protección, afirmando que uno de los asesinos de su hija seguía libre. Ironizando con su destino, Miriam Rodríguez decía tener un “número telefónico para avisarles [a las autoridades] cuando ya la hayan asesinado”. Esta resignación e impotencia se repites entre muchos defensores de los derechos humanos y medioambientales en México y en países centroamericanos azotados por la violencia.