El reconocimiento de Kazuo Ishiguro, quien con tanta naturalidad integra lo británico y lo japonés, tanto en su vida como en su obra, mezcla de clasicismo victoriano y minimalismo japonés representa, como tantas veces ocurre en los premios Nobel, un hecho político. Sin duda, supone un homenaje al mestizaje y, tal vez, un impulso a la vocación transnacional de su país de adopción, Reino Unido, tan puesta en duda por el Brexit. Ishiguro –nacido en Nagasaki, Japón, en 1954 y residente en Reino Unido desde los seis años–, defiende incluso un segundo referéndum donde se conceda voz a quienes desean evitar una salida dura de la Unión Europea y la consiguiente llegada de la peor cara del nacionalismo.
La Academia Sueca ha premiado a un maestro de la empatía, a un escritor capaz de universalizar emociones complejas mediante gestos mínimos. Pensemos en su novela más célebre: Lo que queda del día. Apenas hay esfuerzo en la descripción de los sentimientos del mayordomo, sean hacia un patrón filonazi, hacia un padre castrador o, sobre todo, hacia esa ama de llaves que intenta, con tanto fervor como fracaso, abrir sus sentimientos. La influencia japonesa no se traduce solo en la cirugía emocional, también aparece en la resignada templanza con que los protagonistas aceptan su destino. No solo me refiero al devastador final de Nunca me abandones, que tanto debe a las ovejas eléctricas de Philip K. Dick, también a ese ascensorista de un país onírico del este de Europa, que se niega a dejar las maletas en el suelo en Los Inconsolables. Además, Ishiguro no aparta la mirada frente a lo más difícil, aunque tampoco se relame con el dolor. Muestra una compasión discreta, casi silenciosa.
Pero si únicamente fuera por su empatía, Ishiguro solo sería un notable miniaturista y no el escritor de éxito que es. Si ha triunfado es por la combinación de conocimiento del alma humana y fuerza narrativa. Todas sus novelas contienen una historia sólida, bien armada, que acompaña a la evolución de los sentimientos. Además, aunque los temas de fondo sean siempre los mismos (los, por otro lado, inevitables) sabe cambiar de género, consiguiendo así nuevos lectores y estimulando a sus incondicionales.
La Historia con mayúscula está presente en las tramas de Ishiguro desde sus primeras obras, no en vano Un artista del mundo flotante transcurre durante la reconstrucción de una ciudad japonesa, destruida durante la Segunda Guerra Mundial. El caso más concreto aparece en Lo que queda del día. Revela hasta qué punto el nazismo se infiltró en la aristocracia británica (ahí están las hermanas Mitford o el mismísimo Eduardo VII) gracias al darwinismo eugenésico imperante y a la perversa diplomacia nazi. En consecuencia, Churchill y los suyos debieron hacer frente a una notable resistencia en su pelea contra “el mal”. También muestra el declive del Imperio Británico, evidenciado en la compra por un millonario estadounidense de esa mansión que es la verdadera protagonista.
Caso aparte es la pregunta sobre los sentimientos de seres humanos nacidos para ser lenta y literalmente despedazados, dada su condición de banco de órganos, que domina Nunca me abandones. Una cuestión que resulta evidente para el lector, pero no tanto para una sociedad decidida a autojustificarse. El conflicto ético planteado por Nunca me abandones puede extenderse a ámbitos tan como la inteligencia animal o, por supuesto, las incontrolables derivas de la ingeniería genética. El mensaje que lanza en las últimas páginas, pese a su obviedad, no es apto para cualquiera. Solo quienes estén dispuestos a dudar pueden aproximarse.
Tres británicos estarán muriéndose de envidia, aunque su educación evite que la demuestren: Martin Amis, Ian McEwan y Julian Barnes. El reconocimiento a su amigo (e inevitable rival) les aleja quizá para siempre de la gloria sueca.