De aquí a un tiempo, Julian Assange acapara titulares en España. Duelos virtuales con Arturo Pérez Reverte, la tendencia a tragarse y promover bulos sobre la situación política del país y una supuesta contribución a los esfuerzos de Rusia por promover la independencia de Cataluña se cuentan entre las proezas más recientes del hacker australiano, que desde 2012 permanece recluido en la embajada británica de Ecuador.
No deja de sorprender, ante este aumento exponencial de notoriedad, que la prensa española haya pasado por alto una de las pocas noticias trascendentes publicadas sobre Assange. El 13 de noviembre, la revista estadounidense The Atlantic revelaba la correspondencia por email que el hacktivista, a través de la cuenta de Wikileaks, mantuvo con Donald Trump junior. El intercambio de emails, que comienza en septiembre de 2016 y termina en julio de este año, confirma lo que muchos observadores ya imaginaban: en el intento de congraciarse con un candidato presidencial que no parecía hostil a su persona, Assange terminó poniendo la organización entera a disposición del actual presidente de Estados Unidos.
Las revelaciones han generado estupor entre antiguos colaboradores de Wikileaks. Como señala el periodista Barrett Brown, que fue encarcelado por filtrar información a Assange y su equipo, existe una diferencia importante entre filtrar documentos internos de la campaña de Hillary Clinton, como en su día hizo la organización, y apoyar explícitamente a uno de los dos contendientes en las elecciones. En concreto, al que cuenta con el respaldo de la extrema derecha estadounidense.
https://twitter.com/BarrettBrown_/status/930194751890092032
Los flirteos de Assange con la alt-right no son novedad. Tampoco lo son su megalomanía o sus escándalos por acoso sexual. Lo que está en peligro no es la simpatía personal que pueda generar, de por sí bastante escasa, sino la neutralidad de la que siempre han hecho gala él y su organización. Como señala The Intercept, Assange decidió comportarse como un operador político, abandonando su papel de periodista o activista por la transparencia.
No sorprende que el escándalo haya pasado desapercibido. El vínculo de Assange con los Trump –cuya administración se ha opuesto a una Cataluña independiente– no casa con la narrativa que lo encuadra como un agente del Kremlin, volcado perversamente en la desestabilización de España. Y este último es el relato que está en boga.
Ocurre que Assange podría no ser una marioneta de potencias e intereses siniestros, sino, más sencillamente, de su ego. Una vanidad desmedida, unida al deseo de poner fin a un cautiverio de cinco años (en la correspondencia con Don junior sugiere que EEUU presione a Australia para que le nombre embajador en Washington), explicarían en parte su irresponsabilidad. Porque el intento de congraciarse con Trump es perjudicial no ya para Assange, sino para su propia organización y un sinfín de activistas por la transparencia, dentro y fuera de EEUU.
Este es el meollo de la cuestión. Las acciones de Assange amenazan con ensombrecer la labor de Wikileaks –una organización premiada por Amnistía Internacional, cuyas filtraciones han supuesto una contribución impagable al debate sobre la política exterior de EEUU–, pintando al conjunto con la misma brocha que a su dirigente. También complica la posición de Edward Snowden (un filtrador más sensato y coherente que Assange), de por sí precaria. El indulto que Barack Obama otorgó a Chelsea Manning sería difícil de imaginar bajo un presidente tránsfobo como Trump, pero también con un demócrata que llegase al Despacho Oval en el actual clima de paranoia.
De ahora en adelante, cada causa a la que Assange preste su apoyo podría verse dañada por la toxicidad del personaje. Una de ellas es la labor valiente e imprescindible que realizan muchos filtradores en el ámbito de la política exterior estadounidense. Se trata de una situación lamentable, de la que el australiano es en gran medida responsable.