Tras el fin del régimen de los jemeres rojos en Camboya, Hun Sen, desertor de sus filas, se alzó con el poder bajo el auspicio vietnamita. Desde 1985 ejerce de primer ministro –lo que hace de él uno de los líderes más longevos del mundo–, puesto que ha logrado mantener y reforzar a través de la manipulación y la fuerza.
A sus 65 años, y tras casi cuatro décadas al mando, Hun Sen quiere mantenerse en su puesto otra década más. Y de cara a las elecciones de julio de 2018 se ha embarcado en una campaña contra la oposición política, los grupos de la sociedad civil, activistas de derechos humanos y la prensa independiente. Su estrategia tiene como objetivo reforzar al Partido Popular de Camboya, que se enfrenta a una oposición cada vez más poderosa.
Para ello, Hun Sen ha clausurado estaciones de radio y emisiones subvencionadas por Estados Unidos, así como periódicos hostiles al régimen; acabando así una prensa relativamente libre, una anomalía en la región. En Vietnam, Laos o Tailandia casi todos los medios de comunicación nacionales están bajo control gubernamental.
Los disidentes están siendo perseguidos y acusados de diversos delitos. Kem Sokha, líder del principal partido de la oposición, Rescate Nacional de Camboya, fue arrestado acusado de traición, espionaje y de planear la toma del poder con la ayuda de EEUU. Muchos parlamentarios del partido han huido del país. En paralelo, el gobierno desarrolla procedimientos legales que permitan disolver el partido, y así arrebatarle sus escaños en el Parlamento. El gobierno camboyano también ha clausurado una organización estadounidense que fomentaba las instituciones democráticas.
Usando la carta de la seguridad nacional para enmascarar su voluntad de aferrarse al poder, Hun Sen no ha dudado en emplear la violencia y la intimidación con el objetivo de acabar con el incipiente multipartidismo y pluralidad camboyanos. Tanto el primer ministro como su partido temen que unas elecciones libres puedan apartarlos del poder.
En las generales de 2013, Rescate Nacional de Camboya tuvo mejores resultados de los esperados, duplicando sus escaños en el Parlamento. El escaso margen de victoria del oficialismo, sumado a las acusaciones de fraude electoral, provocó protestas después de los comicios. En las elecciones locales de junio de este año, el Partido de Rescate Nacional de Camboya volvió a cosechar buenos resultados. Ahora su participación en las generales de 2018 está, obviamente, en el aire.
El mutismo de los países occidentales y el apoyo chino han permitido a Hun Sen ejercer la mano dura. Durante décadas, las tendencias autocráticas del antiguo jemer rojo se habían visto limitadas por su necesidad de ayuda occidental, condicionada a la promoción de valores democráticos como el buen gobierno, los derechos humanos y las libertades políticas. Hun Sen y su partido desempeñaron bien su papel de gobernantes demócratas, y durante un tiempo supieron maquillar sus abusos de los derechos humanos y tolerar la suficiente libertad de expresión para generar la imagen de una democracia legitima.
Pero con las inversiones chinas, Hun Sen ya no necesita el apoyo de EEUU y otros países occidentales. En los últimos años, Pekín no solo ha aportado ayuda y préstamos a Camboya, sino que lo apoya oficialmente en sus esfuerzos por emantener la seguridad nacional y la estabilidad. A cambio, claro, de que Camboya se alinee con China en las cuestiones regionales.
Ante tal situación, grupos de derechos humanos como Human Rights Watch llaman la atención sobre la deplorable situación y apelan a la comunidad internacional para que se tomen medidas que garanticen los derechos civiles y políticos de los ciudadanos camboyanos. Por el momento, a Hun Sen no le tiembla la mano en su búsqueda de “estabilidad”.