La construcción europea tiene un punto de partida: la reconciliación franco-alemana, después de tres guerras en 70 años. Una reconciliación posible por la “humildad” desplegada por Konrad Adenauer y el deseo de Francia de ganar “autonomía estratégica” europea frente a Estados Unidos.
El primer hito fue el Tratado CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) en el Tratado de París de 1951. Luego vino la integración de Alemania Occidental en la OTAN en 1955 y el Tratado de Roma que crea la Comunidad Económica Europea, en 1957. La culminación es el Tratado del Elíseo, en 1963, firmado entre Charles De Gaulle y Adenauer. Sin olvidar esa impactante foto de François Mitterrand y Helmut Kohl, cogidos de la mano, rindiendo homenaje conjunto en 1984 a las víctimas francesas de la batalla de Verdún, durante la Primera Guerra Mundial.
La integración en la construcción europea desde el principio implicaba la plena incorporación de Alemania al ideal de una Europa unida, desde la paz y la solidaridad entre los Estados miembros, en condiciones de igualdad. La entrada en la OTAN significó su pleno compromiso con Occidente y la reincorporación de la Alemania derrotada como país soberano e independiente frente a la amenaza soviética.
Puede resultar ilustrativo recordar que el primer secretario general de la Alianza Atlántica, el general británico Hastings Ismay, la definiera como una organización para tener a los norteamericanos “in”, a los soviéticos “out” y a los alemanes “down”. La integración de Alemania, pues, pretende tenerla también “in”, desde el punto de vista de la defensa y la seguridad colectiva de Occidente, olvidando así los fantasmas del pasado reciente.
«El compromiso de Alemania con la OTAN y con la construcción europea ha sido nítido e innegable, antes y después de la caída del muro de Berlín»
El compromiso de Alemania con la OTAN y con la construcción europea ha sido, pues, nítido e innegable, antes y después de la caída del muro de Berlín, en 1989. Tras el final de la guerra fría, los alemanes plantearon la reunificación, integrando la antigua República Democrática, tanto a las comunidades europeas (en una ampliación de facto, al considerar a la fundadora –la República Federal– como matriz de la nueva Alemania) como a la OTAN.
Tal objetivo, planteado abiertamente por el canciller Kohl, generó recelos evidentes en países como Francia, con Mitterrand, o Reino Unido, con Margaret Thatcher, que temían el renacimiento de una Alemania “demasiado” fuerte. Kohl les tranquilizó asegurando que jamás iban a plantear una “Europa alemana”, sino garantizar para siempre una “Alemania europea”. Pero la reunificación alteró inevitablemente el equilibrio establecido hasta entonces, por el que la iniciativa política correspondía a Francia (con el “permiso” de Reino Unido) mientras que se asumía la hegemonía económica de Alemania (en frase de Willy Brandt, Alemania había sido un gigante económico, pero un enano político).
Con la reunificación, la situación se desequilibra al aumentar Alemania aún más su peso económico, alentando así sus deseos de un mayor protagonismo político, una vez recuperada plenamente su soberanía. La puesta en marcha, en plena guerra fría, de la Ostpolitik para tener una política exterior propia es el mayor ejemplo. Su concreción más práctica fue la dependencia energética cada vez mayor de la Unión Soviética y, luego, de Rusia.
La culminación de esta dependencia llega con la controvertida decisión de poner en marcha el nuevo gaseoducto NordStream 2, cuestionada por EEUU y vista con recelo por otros países europeos. Tal dependencia era vista por Alemania como “interdependencia” con intereses compartidos por ambas partes, disminuyendo así la posibilidad de conflicto. Algo similar a lo que Occidente pensaba con una mayor interdependencia con China y que se demuestra con el apoyo occidental a su integración en la Organización Mundial del Comercio en 2001 y la creencia de que ello iba a propiciar la democratización del emergente gigante asiático.
En ambos casos, ahora sabemos que no ha sido así y se ha constatado que tanto Rusia como China anteponen sus intereses geopolíticos a los estrictamente comerciales y económicos y ambos tienen un modelo político que no coincide con nuestra manera occidental de ver el mundo. Su propia historia les lleva a caminos distintos.
«La interdependencia, en realidad, es vulnerabilidad cuando las partes no siguen las mismas reglas del juego»
La invasión rusa de Ucrania y la utilización de la energía como arma estratégica lo han puesto dramáticamente de relieve. La interdependencia, en realidad, es vulnerabilidad cuando las partes no siguen las mismas reglas del juego. Esa constatación ha provocado un cambio histórico en Alemania: el llamado Zeitenwende (cambio de época), por el que se están reformulando completamente las políticas de seguridad y defensa y, no menos importante, la política energética y la política exterior.
La mayor asunción de responsabilidad colectiva por parte de Alemania requerirá superar las vulnerabilidades de un modelo económico basado en la barata energía rusa, la entrada masiva en el mercado chino y un modelo de seguridad en manos de EEUU, a través de la OTAN. Y, desde luego, una mayor proactividad en la construcción europea, más allá del tradicional eje franco-alemán. Y ahí empiezan a surgir los problemas.
Ahora, por ejemplo, Alemania está irritando a sus socios europeos al aprovechar su mayor margen fiscal para adoptar medidas, como el plan de ayuda de 200.000 millones de euros, que pueden alterar el mercado interior europeo y romper su unidad y la solidaridad. Algo parecido, por cierto, critica Europa con razón a EEUU, al considerar que sus políticas de protección de la producción interna alteran los principios del libre comercio.
En cualquier caso, los crecientes desencuentros de Berlín con París han puesto en crisis su relación tradicional, llegando incluso a la suspensión de las reuniones conjuntas de ambos gobiernos y al debilitamiento de un eje que, hasta ahora, ha sido el claro motor del proyecto político europeo. Alemania juega su propia liga.
«Alemania no puede cometer de nuevo el ‘error ruso’ con China, con una política propia al margen de los intereses del resto de socios europeos o de EEUU»
Su ambigüedad en la relación con China ha sido el último ejemplo, actuando al margen de las instituciones europeas, con la visita de Olaf Scholz a Pekín la semana pasada, acompañado de las grandes empresas alemanas presentes en la República Popular, en paralelo a la venta del 24,9% del puerto de Hamburgo a la compañía china Cosco, que contrasta, sin embargo, con el veto esta semana a la compra por parte de China de una empresa alemana de semiconductores.
Las críticas han sido prácticamente unánimes: no se puede cometer de nuevo el “error ruso”, con una política propia al margen de los intereses del resto de socios europeos o de EEUU. Con estos movimientos, Alemania despliega su autonomía estratégica –a la que tiene derecho–, pero debilita las posiciones occidentales en la política a seguir frente a una China cada vez más asertiva y explícita en sus objetivos. Han vuelto a sonar las alarmas y el espectro de una Alemania demasiado fuerte y autónoma ha reaparecido.
La alternativa entre una Alemania europea y una Europa alemana ha vuelto al escenario. Los demonios de la historia siguen ahí y Berlín debe decidir si los realimenta o no.
Solía decirse que Francia quiere liderar Europa, pero no puede, y que Alemania puede, pero no quiere. Bienvenido sea un mayor compromiso alemán y una mayor corresponsabilidad. Pero sin olvidar que la construcción europea es un proyecto político basado en la solidaridad y la igualdad soberana de sus Estados miembros.
Alemania debe medir bien sus pasos.