¿Hay una corriente de fondo en los focos de inestabilidad de América Latina?
Protestas masivas en Ecuador. Brasil, bajo Jair Bolsonaro. El plan de paz colombiano se agrieta. Elecciones en Bolivia, Argentina y Uruguay. Venezuela en su laberinto. ¿Está viviendo un cambio de ciclo en América Latina? ¿Sigue teniendo sentido este concepto en una zona en la que cada país parece responder a dinámicas propias? Preguntamos a diferentes expertos sobre el malestar que se extiende por la región.
Manuel Alcántara | Catedrático de Ciencia Política y de la Administración e investigador en el Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca. profesor visitante en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín.
Si bien los medios de comunicación han expresado cierta inquietud por los recientes sucesos de diferente naturaleza registrados en Perú y Ecuador, que podrían permitir referirse a la gestación de un escenario de inestabilidad política en la región, esta no parece ser la nota dominante en la mayoría de los países. Dejando de lado Nicaragua y, sobre todo, Venezuela, que podrían colapsar en cualquier momento, el pulso político para el resto, una vez concluido en los próximos días el último ciclo electoral, muestra cierta quietud que, no obstante, permite vislumbrar tres cuestiones con potenciales efectos negativos.
En primer lugar, hay que considerar el paulatino descenso de la confianza de la gente en las instituciones políticas y, en mayor medida, en aquellas vinculadas con la representación. Igualmente, se registra un aumento en los valores de desafección democrática.
En segundo término, se ha ampliado el margen de actuación individual de los políticos frente a las maquinarias partiditas. La personalización de la política prosigue su escalada, con el consiguiente riesgo de incrementar la histórica tendencia hacia la desinstitucionalización. Ello se ve potenciado por el presidencialismo como forma de gobierno y por la tradicional confrontación entre el poder ejecutivo y el legislativo.
Finalmente, el ciclo económico internacional trae consigo la bajada del crecimiento de la economía china y las guerras comerciales. Lo que supondrá recursos fiscales magros, con lo que la financiación de políticas sociales se hace peliaguda, con el consiguiente impacto en la (in)satisfacción con la política de sectores relevantes de la población.
Jorge Galindo | Sociólogo. Columnista en El País y miembro de Politikon. @JorgeGalindo
Un 57,7% de los latinoamericanos confía en la democracia. En 2010, la cifra superaba el 68%. Sólo un 39,6% se muestra satisfecho con ella. Un porcentaje similar (una minoría, en realidad) considera que sus derechos básicos están protegidos, y que las cortes le pueden garantizar un juicio justo.
Los datos, desvelados este martes 15 por el Barómetro de las Américas, ayudan a entender de dónde emana la inestabilidad en la región. La degradación de la confianza en el sistema democrático es un denominador común a todo Occidente en esta década, pero adquiere una forma particularmente consecuente en Latinoamérica por la polarización estructural característica de sociedades profundamente desiguales con acceso asimétrico al poder, y élites capaces de capturar los resortes del mismo con distintos vehículos ideológicos (Brasil, Colombia ayer y hoy). De hecho, incluso la mayoría de los proyectos que llegaron con agendas de cambio o ampliación de la base del sistema han terminado por caer en la lógica de la captura elitista (Venezuela).
En este contexto, la prioridad política de que ganen “los propios” contra “los enemigos” es superior a cualquier otra, incluida la preservación de las instituciones que garantizan el pluralismo (Bolivia). Las sociedades tienden a partirse en dos mitades con sus respectivos reflejos en las élites (Argentina), y la pelea se convierte en una que aspira a la derrota de la oposición sin paliativos. La inestabilidad resultante se vuelve todavía más acusada cuando el ciclo económico va en caída (Ecuador): el tamaño del pastel se reduce, y la lucha por lo que queda del mismo se recrudece. Solo los países con “pasteles” grandes, élites multipolares y desigualdad relativamente menor se salvan: Chile, Costa Rica, Uruguay son los oasis de una región que todavía puede ver más terremotos en los meses que seguirán.
Luis Esteban González Manrique | Redactor jefe de Informe Semanal de Política Exterior.
Es difícil hablar en estos momentos de una inestabilidad generalizada en la región, hoy más fragmentada que nunca, tanto en términos políticos como económicos. Hablar, por ejemplo, de la tasa media de inflación en América Latina incluyendo a Venezuela ya no tiene sentido porque hacerlo arroja un resultado absurdo: una media de más del 50.000% dado que el año pasado la hiperinflación venezolana superó el 1.000.000%, según el Fondo Monetario Internacional (FMI).
Sin embargo, en Colombia, Perú y Chile ese índice fue inferior al 2,5%. Este año el crecimiento regional será del 0,6% según el FMI, pero esa cifra también está muy distorsionada por la inclusión de Venezuela, cuya economía se ha contraído un 60% desde 2014. Argentina es un caso parecido: la inflación ronda el 60% y la pobreza ha llegado al 36%, pero esa tendencia de deterioro económico sostenido se ha mantenido con todo tipo de gobiernos, desde el del ‘socialismo del siglo XXI’ de Néstor y Cristina Kirchner al neoliberalismo ‘gradualista’ de Mauricio Macri.
En Perú, en cambio, desde 1990 gobiernos de todo signo político han mantenido una línea económica constante cuyos resultados están a la vista de todos: la renta per cápita en 1980 era de 890 dólares. En 1995 subió a 5.000. En 2009, era de 4.200 y en 2017 de 6.541. Entre 1990 y 2018 la pobreza se ha reducido del 61% al 18% debido a que el PIB se ha triplicado desde 1990.
Algo similar ha sucedido en Bolivia y Uruguay con gobiernos de izquierda que han mantenido políticas comerciales abiertas y de fomento al sector privado. Las pymes en Bolivia, por ejemplo, han pasado de unas 60.000 a más de 350.000 desde 2006, cuando Evo Morales llegó al poder. Desde 2000 el mayor crecimiento en la región se ha registrado en Panamá, Perú y Bolivia, en ese orden. La diferencia no parece radicar entre gobiernos de izquierda o de derecha sino entre unos que hacen cosas sensatas y en beneficio del interés general y otros que, como el régimen chavista, asaltan las arcas públicas como si fuera un botín.
Adoración Guamán | Jurista y politóloga. Profesora en la Universitat de València y FLACSO-Ecuador. @AdoracionGuaman
América Latina vive un periodo de agitación profundo, agravado a lo largo del ciclo electoral que comenzó en 2015 y se extenderá, al menos según el calendario previsto, hasta el final del 2019. A las puertas de las elecciones en Bolivia, Argentina y Uruguay, el debate acerca de la compatibilidad entre la aplicación de las políticas del FMI y tanto el bienestar de las mayorías sociales como la propia democracia se ha extendido por la región. Desde Haití a Perú, las protestas y movimientos políticos bruscos han marcado el panorama político. Las primarias argentinas y el extendido “Macri ya fue” han dado aliento a la izquierda político-electoral, mientras que las movilizaciones en Ecuador han recordado la fuerza de los levantamientos populares y les han otorgado un rostro indígena.
Los gobiernos del nuevo-neoliberalismo protagonizaron un cambio acelerado de algunos de los vectores clave de sus predecesores izquierdistas. El aumento de la pobreza y la desigualdad en la región, con un claro combate de la propia idea de Estado interventor orientado (al menos sobre el papel) al cumplimiento de los principios de redistribución y bienestar; la ruptura de los procesos de integración latinoamericana en clave soberanista (Celac o Unasur); el refortalecimiento de estructuras como la OEA, ahora sometida a los intereses de Estados Unidos; el impulso del regionalismo en clave comercial y el regreso de la política del patio trasero, con una clara pérdida de identidad política latinoamericana diferenciada del norte, enmarcan la realidad de la región.
Sin embargo los sucesos recientes, tanto en el ámbito electoral como en el social, evidencian una reconfiguración del frente popular, con una acumulación que desborda o recompone los modelos de la década pasada y tiene un claro discurso de combate a las medidas neoliberales, identificando (al menos como símbolo) al FMI como enemigo regional. A las puertas de tres procesos electorales de suma importancia, más las elecciones regionales en Colombia, la profunda crisis de Ecuador (que ha superado en víctimas mortales y heridos al conjunto de los levantamientos de los años noventa) tendrá como mínimo un impacto de cortísimo plazo, al evidenciar el poder de las protestas populares en contra de las medidas antisociales. A medio plazo, el tablero sigue siendo incierto.
Erika María Rodríguez Pinzón | Profesora en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid y coordinadora de América Latina en el Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas. @emaropi
Tras una década de crecimiento económico y de la emergencia de modelos políticos que fortalecieron la política social en América Latina la región pareciera de repente entrar en una espiral de caos e inestabilidad generalizada. Este remesón en la política tiene un trasfondo estructural y algunas causas comunes a los diferentes países de la región.
El ciclo expansivo de la economía terminó para la mayoría de los países y, aunque algunos mantienen expectativas positivas de crecimiento, es notable la desaceleración. Esto supone una importante dificultad para países que no acometieron reformas económicas y fiscales de orden contracíclico cuando contaban con un “colchón” económico para incentivar la trasformación económica y paliar los impactos sociales de las reformas. Además de ello, en algunos casos puntuales, hay que sumar altas tasas de endeudamiento y déficit por cuenta corriente. La inestabilidad genera políticas de austeridad impuestas a marchas forzadas con alto coste político y social.
A la inestabilidad económica y sus impactos en la sostenibilidad del gasto público social, se suma al desgaste del sistema político causado por la corrupción, más concretamente por el caso Odebrecht. En prácticamente toda Suramérica el caso ha tenido un importante peso político, aunque es en Perú donde las consecuencias políticas han sido de mayor calado. La corrupción, tan profunda y presente en Latinoamérica, mina las bases de la legitimidad política.
El desgaste de la política y las malas expectativas económicas impactan con especial fuerza sobre una clase media creciente, pero altamente vulnerable que no solo es consciente de su débil situación, sino que ha visto sus expectativas insatisfechas. La política latinoamericana no ha sabido atender las necesidades y demandas propias de las clases emergentes que se suman a las necesidades de los que permanecen en la pobreza. Esto ha debilitado aún más la cohesión social y se convierte en una oportunidad para nuevos y viejos populistas, así como para prácticas autoritarias que socaban el maltrecho Estado de Derecho en nombre del orden y la estabilidad, agudizando la polarización política regional.
Francisco Sánchez | Director del Instituto de Iberoamérica de la Universidad de Salamanca
Sí. Han aflorado problemas que habían sido mitigados por el ciclo de abundancia económica del boom y por su correlato político: gobiernos estables que implementaron políticas redistributivas e inversiones. Estos focos que en algunos países tienen carácter coyuntural y otros son constantes, se podrían resumir en, al menos, tres, y pueden ocurrir en contextos en los que la desigualad puede ser estructural debido a los rezagos de patriarcalismo y racismo de la región.
Dificultades macroeconómicas. Asistimos nuevamente a episodios de déficit fiscal, inflación o endeudamiento, con demandas de ajuste estructural de los organismos que acuden al rescate de los países quebrados, como ocurre en Argentina, Ecuador o Venezuela.
Debilidad estatal. Las dificultades de los países para controlar su territorio e implantar el monopolio del gobierno y el Estado de Derecho se materializan, entre otras cosas, en corrupción, impunidad, violencia, descontrol en fronteras, inseguridad o delincuencia organizada. En este punto, urge un debate serio sobre la legalización de las drogas por el efecto desestabilizador del narcotráfico en Estados, gobierno y tejido social. Hay que dejar de tratarlo como un problema moral: es un asunto político y/o económico. Como ejemplos tenemos a Colombia, Venezuela, Honduras Perú, El Salvador o México.
Incapacidad de procesar conflictos. Las instituciones en democracia sirven para procesar conflictos de forma inclusiva y pluralista, para lo que se necesita que élites y ciudadanos estén de acuerdo en someterse a las normas. Por el contrario, como se ve en Perú, Venezuela, Nicaragua o, en parte, Brasil, los actores transforman problemas de gobierno en crisis de régimen, a veces con afanes autoritarios.
Esther Solano | Socióloga y Profesora de la Universidad Federal de São Paulo.
Hay múltiples definiciones de democracia, pero todas ellas presuponen unos mínimos sociales para poder existir. El respeto a la vida, condiciones materiales básicas que proporcionen una subsistencia digna, una estructura social equitativa que amplíe el concepto de ciudadanía para todos. Pobreza, violencia, desigualdad y apropiación del Estado por élites son enemigos mortales de la democracia. América Latina convive con ellos. Según los datos del Fórum Brasileño de Seguridad Pública, durante los últimos años los homicidios en Brasil no bajan de los 60.000 anuales. La Comisión Económica para América Latina (Cepal) señala que, en 2017, el 35% de los bolivianos eran pobres y 16,4% se situaban por debajo de la línea de la extrema pobreza. La región latinoamericana continúa batiendo índices de desigualdad: por ejemplo, los datos del Banco Mundial de 2018 muestran un coeficiente Gini en Colombia de 50,8. Estas matemáticas terribles son incompatibles con una democracia de mínimos que trate a todos los latinoamericanos como sujetos de pleno derecho.
A pesar de que haya épocas de relativa o aparente estabilidad, el momento actual de inestabilidad vivido por la región, como tantos otros, es consecuencia directa de los números arriba presentados y sus implicaciones sociopolíticas. Turbulencias sociales como las vividas en Ecuador, procesos electorales tensos, proyectos populistas de extrema derecha como el del Bolsonaro, retrocesos institucionales, son secuelas de dinámicas sociales altamente excluyentes que colocan a millones de ciudadanos en la posición de sub-ciudadanía.
Soy socióloga y trabajo en Brasil. En una entrevista con jóvenes negros en una favela en Río de Janeiro, un chaval me dijo: “profesora, tú estás preocupada por la democracia y yo me preocupo todos los días porque no me mate o el tráfico o la policía, la democracia está muy lejos para mi”. No conseguí responder.
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