Por primera vez en su historia, Afganistán está a punto de presenciar un traspaso de poder pacífico y democrático entre sus gobernantes. El desarrollo de las elecciones presidenciales el 5 de abril ha sido relativamente esperanzador. Siete de los 13 millones de afganos que componen el electorado han acudido a las urnas. El despliegue de las fuerzas de seguridad (350.000 efectivos entre policía y ejército) fue un éxito: la insurgencia talibana sólo logró cerrar 211 de los casi 7.000 colegios electorales en el país, y perdió a 176 de sus miembros en atentados a lo largo de la jornada. La participación femenina es otro factor positivo: las mujeres constituyeron un tercio de los votantes, a pesar de prohibírseles la participación en el sur y este del país, bastiones talibanes.
Aunque el proceso es lento (no se conocerán los resultados hasta finales de abril, y será necesaria por lo menos otra ronda de elecciones), supone una mejoría con respecto al pasado. Hamid Karzai ganó las elecciones de 2009 de forma fraudulenta, en un proceso en el que hasta un millón de votos fueron desestimados. Europa y Estados Unidos hicieron la vista gorda, aunque la frustración de Barack Obama con un Karzai corrupto y vinculado al narcotráfico se ha vuelto más y más evidente con el tiempo. Su relevo tras ocho años en el poder (el límite constitucional) será bien acogido en las capitales occidentales, pero los retos a los que Afganistán se enfrenta continúan siendo apabullantes.
En primer lugar, y a pesar de las sumas derrochadas en proyectos de desarrollo, el país no ha dejado de ser un Estado fallido. El coste de las elecciones, de en torno a 100 millones de dólares, ha sido sufragado por la comunidad internacional. Afganistán, en resumen, no es autosuficiente. La incapacidad de financiar las fuerzas armadas podría otorgar una ventaja considerable a los talibanes tan pronto como el contingente de la OTAN se retire. La insurgencia presenta otro reto existencial a cualquier futuro gobierno. A pesar de que los talibanes no están preparados para hacerse con el país entero, el sur y este de Afganistán permanecen bajo su control. En Wardak, a tan solo 100 kilómetros de Kabul, muchos afganos se negaron a votar por miedo a que la tinta indeleble los marcase como víctimas de represalias.
En la agenda de cualquier nuevo gobierno estará la firma de un acuerdo que permita la presencia de tropas americanas tras su retirada oficial a finales de 2014. Aunque todos los candidatos apoyan el acuerdo, firmarlo supondría poner su vida en peligro. Por eso Karzai se niega a firmarlo. Pero la necesidad de hacerlo tarde o temprano testifica la dependencia del Estado afgano de sus donantes occidentales. Nuri al-Maliki rechazó un acuerdo similar en Irak por considerarlo perjudicial para la soberanía del país.
El Estado tampoco ha sido capaz de poner coto al narcotráfico, que se disparó tras caer el régimen del Mulá Omar. El propio hermano del presidente, Ahmed Wali Karzai, está vinculado al tráfico de heroína. Hamid le persuadió para que retirase su candidatura electoral en marzo. Pero el opio cultivado para fines médicos podría representar una fuente de ingresos considerable para Afganistán, al igual que las inmensas reservas de minerales que ostenta el país.
El telón de fondo es la fragmentación étnica de un país que nunca llegó a consolidarse como un Estado centralizado. En palabras de Íñigo Sáenz de Ugarte, “los uzbekos votan a uzbekos, los pastunes a pastunes, los tayikos a tayikos, y los hazaras (chiíes) reparten sus votos entre varios”. Los principales candidatos electorales ejemplifican este problema. Zalmai Rasul es el hombre de Karzai y representa la elección más continuista. Abdulá Abdulá quedó segundo en 2009, pero su base de apoyo está circunscrita a la etnia tayika a la que pertenece. Incluso Ashraf Ghani, un tecnócrata con experiencia en el Banco Mundial, ha reclutado como número dos a Ahmed Rashid Dostum, un antiguo señor de la guerra uzbeko acusado de cometer crímenes de guerra durante la guerra civil afgana.
En realidad esta guerra civil no comprende el periodo entre la retirada del ejército soviético en 1992 y la intervención americana en 2001, sino que lastra al país desde 1978. Afganistán es víctima de un conflicto en el que se mezclan las lealtades étnicas y religiosas, tensiones entre poblaciones rurales –principalmente los pastunes– y élites urbanas, y la resistencia a potencias extranjeras que se pasan el relevo intervencionista: la URSS de 1978 a 1992; Arabia Saudí y Pakistán hasta 2001; EE UU en la actualidad, y es probable que India y Pakistán se lancen a competir por influencia en el país tan pronto como la OTAN se retire. A pesar del progreso realizado en los últimos cuatro años, la estabilidad de Afganistán aún puede derrumbarse de la noche a la mañana.