Desde que derrocó al régimen talibán en 2001, Estados Unidos ha invertido 104.000 millones de dólares –más que el Plan Marshall– en la reconstrucción de Afganistán. Entre 2014 y 2024, Washington mantendrá su compromiso con el país centroasiático, invirtiendo entre 5.000 y 8.000 millones de dólares al año. ¿Resultados tangibles? No. Esta inversión, a pesar de ser descomunal, ni siquiera ha logrado garantizar unas simples elecciones.
Cinco años después del pucherazo de Hamid Karzai, la legitimidad de las elecciones afganas vuelve a ser dudosa. El 21 de septiembre, Abdulá Abdulá, candidato a la presidencia afgana, admitió la victoria electoral de su principal rival, Ashraf Ghani. Se cierra así un drama que comenzó con las elecciones de abril. Ghani y Abdulá, ganadores de la primera ronda, se enfrentaron tras la segunda. En esta ocasión, Abdulá denunció irregularidades en el proceso electoral y se negó a aceptar el resultado, sumiendo a un país ya convulso en la incertidumbre. Su cambio de parecer es puramente transaccional: Abdulá será primer ministro del gobierno del presidente Ghani.
Si el resultado hubiese sido esclarecedor, la polémica estaría justificada. Por desgracia no es así. Tras gastar 147 millones de dólares de la comunidad internacional, Ahmed Yusuf Nuristani, encargado de auditar el proceso electoral, ni siquiera ha hecho públicos los resultados. Se ha limitado a observar que el ganador es Ghani, y que cientos de miles de papeletas podrían ser fraudulentas. La campaña de Ghani, por su parte, asegura que el candidato recibió un 55% del voto.
Si el acuerdo entre los candidatos fuese garantía de un gobierno estable, entonces, de nuevo, el enfrentamiento hubiese merecido la pena. Pero tampoco parece que sea así. La impresión general entre muchos afganos es que Abdulá y Ghani difícilmente abandonarán sus diferencias. De llegar a enfrentarse, su enemistad podría fracturar al ejército afgano. El resultado sería devastador, en un país que permanece profundamente dividido por líneas étnicas. Como observa Íñigo Sáenz de Ugarte, “los uzbekos votan a uzbekos, los pastunes a pastunes, los tayikos a tayikos, y los hazaras (chiíes) reparten sus votos entre varios”.
Los candidatos ejemplifican este problema. Abdulá, antiguo ministro de Exteriores, es tayiko. Le apoya Mohamed Nur, el poderoso gobernador de la provincia de Balj, también tayiko y excombatiente de la Alianza del Norte. Ghani, antiguo ministro de Economía, es pastún. Pero para ganar votos entre los uzbekos reclutó como número dos a Ahmed Rashid Dostum, acusado de cometer crímenes de guerra durante la guerra civil afgana.
Ghani y Abdulá deberán hacer frente a problemas descomunales. El primero es financiero. Afganistán no es autosuficiente. De los 7.600 millones de dólares que componen el presupuesto del gobierno, el 65% proviene de la comunidad internacional. La guerra contra la insurgencia y el proceso electoral ha generado un agujero en la hacienda afgana equivalente al 20% de su presupuesto. En palabras de John Sopko, Inspector General Especial para la Reconstrucción de Afganistán (SIGAR), la comunidad internacional “ha creado un gobierno que los afganos no se pueden permitir”. No sorprende que Kabul esté exigiendo a Washington un rescate financiero.
La insurgencia presenta otro problema existencial. Aunque EE UU ha logrado decimar a Al Qaeda, los talibanes mantienen su fuerza en el este y sur del país. Con el mandato de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF) a punto de expirar, la OTAN necesita desarrollar un plan alternativo. Pero el enfrentamiento entre los candidatos electorales impidió que ninguno de los dos participara en la reciente cumbre de la OTAN en Gales. Washington espera que Ghani acepte la permanencia de tropas de la alianza en suelo afgano, constantemente entorpecida por Karzai.
El visto bueno de Ghani es esencial para la alianza. La OTAN ha destinado un total de 12.000 efectivos para la operación Resolute Support (Apoyo Decidido), que sustituirá a la ISAF. Se trata de una cifra mínima, en comparación con los 140.000 que la alianza llegó a desplegar. EE UU retendría 9.800 tropas en Kabul y la base aérea de Bagram, destinadas a proteger la capital y entrenar al ejército afgano. Tanto Alemania como Italia permanecerán a cargo de sus respectivas áreas operacionales en Mazar-e Sharif y Herat. España mantendrá su presencia militar, que actualmente se ha reducido de 800 a 300 efectivos. Pero las tropas españolas permanecerán únicamente hasta finales de 2015, en vez de los dos años que durará la operación.
El coste de la reconstrucción ha sido enorme. En el caso de España las cifras hablan por sí solas: un centenar de soldados muertos y 3.500 millones de euros. El derroche de vidas y dólares estadounidenses ha sido infinitamente superior. Para los afganos, la última década y media ha supuesto otro capítulo en la historia de violencia, anarquía y fragmentación que lacera el país desde hace treinta años. Resulta imposible realizar una lectura optimista de la situación sin recurrir a la fantasía. Trece años después, Afganistán continúa siendo un Estado fallido.
Por Jorge Tamames, internacionalista.