“Gracias señor presidente, usted ha sido el mejor amigo que Israel haya tenido nunca”. Son palabras típicas de un banquete de Estado en el crepúsculo de una carrera política. No esta vez. El decorado era radicalmente distinto. Las pronunció el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, sentado junto al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en la presentación un plan de paz para el conflicto entre israelíes y palestinos. Si el panegírico resulta extraño en ese formato, no lo es menos la completa ausencia de la otra parte en conflicto. El contraste con las sucesivas fotos en Camp David –Carter, Clinton– no podía ser mayor. Estas aparentes incongruencias dejan de serlo si miramos el evento bajo un prisma distinto: un acto electoral para Netanyahu, el más importante con diferencia en la campaña de las legislativas del 2 de marzo, y una oportunidad para Trump de movilizar a una parte de sus seguidores, a pocos días del final del juicio político que, finalmente, se resolvió en su favor. En otras palabras, no estaban allí para lanzar un proceso diplomático, sino un mensaje político a su parroquia respectiva.
Pero sería un error confundir la puesta en escena con lo que realmente representa, o puede representar, el plan en sí, un plan que, ante todo, levanta acta de dónde estamos, de adónde hemos llegado. El “acuerdo del siglo” es, al mismo tiempo, una fotografía cruda y descarnada de la realidad y un anticipo del futuro. Lo entrevé.
El conflicto israelo-palestino ha producido innumerables planes, soluciones o proyectos de arreglo. Los más relevantes han tenido dos características comunes: todos preveían dos Estados, concebidos en torno a parámetros recogidos en resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU sobre las cuestiones más espinosas: fronteras, Jerusalén, intercambio limitado de territorios; y todos aspiraban a ser la base de una solución negociada. Se excluían así imposiciones, incluidas las posibles de las partes. La denominada “visión del presidente Trump para un acuerdo global de paz entre Israel y los palestinos” –la distinción, ya en el título, en la forma de denominar a las partes anticipa el sesgo– se separa por completo de esos antecedentes.
El plan, en primer lugar, es una imposición a los palestinos. La puesta en escena de su presentación hace visual la imposición. Y el contenido liquida cualquier duda. Unas hipotéticas negociaciones partirían de renuncias expresas como Jerusalén o el retorno de los refugiados y aceptar una pérdida considerable de territorios. Pero las imposiciones van mucho más allá y se materializan en el propio carácter del futuro Estado palestino, de su política exterior, inexistente, o de su seguridad, tutelada. Verificar que los palestinos cumplen estas condiciones, y otras muchas, corresponde a EEUU y a… Israel. Difícilmente puede considerarse esto una oferta negociadora.
El plan es, en segundo lugar, un endoso formal del gobierno estadounidense a lo que han sido posiciones tradicionales de un ala dura del sionismo, ya sea sobre Jerusalén Este o sobre los asentamientos. Esta es quizá la característica del plan que más pesará. Esta era también la parte más existencial del mensaje que Trump y Netanyahu estaban lanzando a sus respectivos electorados. EEUU apuesta, no ya por Israel, sino por una visión muy determinada de lo que Israel debe ser y cómo debe organizarse políticamente la tierra que va desde el sur del valle del río Litani hasta el Sinaí. En esto el plan no hace sino reflejar una tendencia de fondo de las últimas dos décadas, en particular desde el asesinato de Isaac Rabin, en las que esa visión ha ido ganando adeptos, mentes y corazones en la sociedad israelí.
Finalmente, el plan es una fotografía, con el realismo que ello entraña, de la situación sobre el terreno. Es un acta notarial de hasta qué punto los palestinos han perdido esta guerra. Hay que hacer un enorme ejercicio de voluntarismo para pensar que esa imagen se puede revertir a la situación de hace 15 o 20 años.
Estado archipelágico
A primera vista, parece difícil casar estas tres características con lo que se presenta como el espaldarazo a la gran esperanza palestina: tener, por fin, un Estado propio. La administración estadounidense, en sus gestiones para vender el proyecto, ha insistido en que es la primera vez que un presidente explicita en un plan de paz, en una oferta firme, que EEUU reconocerá un Estado palestino. Se ha insistido también en que ni siquiera en la negociación de los acuerdos de Oslo llegó Israel a aceptar tan claramente la solución de dos Estados.
¿Cómo compaginar esto con un plan con las tres características antes apuntadas: impuesto, más cerca de la Judea y Samaria bíblicas que de la decisión de Naciones Unidas de 1946, y cuyo punto de partida, legitimándolo, es la derrota palestina? Basta mirar el mapa que se propone para encontrar la respuesta. La impresión de Estado archipelágico, sobre la que ironizaba Le Monde Diplomatique en 2009, se agudiza. El mapa es, probablemente, lo que más rápidamente ha desacreditado la propuesta, en particular entre los árabes. Simplemente, eso no es un Estado.
No lo es desde un punto de vista jurídico, no cumple una de las condiciones de la Convención de Montevideo de 1933, la capacidad de establecer relaciones con los demás Estados. Pero mucho antes de pasar el filtro legal, es probablemente inviable en la práctica y, sobre todo, no cumple las expectativas políticas de aquellos a quienes va dirigida la oferta. Por no hablar de las condiciones para su reconocimiento. Me hubiera gustado ver la cara de alguno, en alguna capital árabe, al leer que el futuro Estado palestino solo será reconocido si es una democracia liberal plena con instituciones financieras transparentes según el estándar occidental.
Baño de realidad
Podemos concluir entonces que se propone una solución de dos Estados a sabiendas de que uno es imposible. ¿De qué va esto entonces? Tratemos de responder a esta pregunta con otra. ¿Cuáles son las alternativas? Parece haber dos: o bien la solución tradicional de dos Estados conviviendo en paz y seguridad, con capital en Jerusalén, en las fronteras de 1967, con intercambios limitados y acordados de territorios; o bien un solo Estado binacional.
La primera alternativa, la que defiende la mayor parte de la comunidad internacional, pasa por una negociación en condiciones de cierta igualdad. ¿Es posible revertir la situación sobre el terreno con una negociación? ¿Qué impulsaría a Israel a concesiones de ese calado? La solución tradicional de dos Estados lleva años en cuidados intensivos y el plan presentado no va a insuflarle nueva vida.
La segunda alternativa es el peor escenario posible para una parte considerable del establishment israelí y probablemente de la propia sociedad civil. Un Estado judío es el anhelo declarado. Es interesante que el plan prevé, en caso de ponerse en práctica, la pérdida de la ciudadanía israelí para unos 350.000 árabes. En otras palabras, el plan puede no ser instrumental para la creación de un Estado palestino, pero sí acentúa el carácter judío del Estado de Israel. Y, sin embargo, la mayor parte de la juventud palestina vive desde hace tiempo en la realidad de un solo Estado. Una vida política al margen del liderazgo amortizado de otra generación a cargo de la Autoridad Nacional Palestina, y ganándose la vida, malviviendo, en los subterráneos de la vibrante economía israelí. La muy escasa reacción social al plan presentado debería hacernos recordar, una vez más, que las cuestiones básicas que plantea toda la región quizá no se van a resolver con grandes diseños geopolíticos, sino dando respuesta a problemas de injusticia social, de desarrollo económico, o de igualdad de género.
De qué va esto, nos preguntábamos antes. Aunque no sea la intención de los promotores del plan, es difícil sustraerse a la sensación de que únicamente servirá para profundizar en el statu quo, legitimar las anexiones pasadas y alguna futura y esperar una improbable emigración masiva –realmente masiva– de palestinos. Patada hacia delante para que nada cambie.
Para los que de una forma u otra nos vemos afectados por este conflicto, es la peor situación y perspectiva posible. Parece necesario empezar a trabajar en una estrategia diferente. Quizá esa reflexión termine siendo la mejor herencia de este proyecto: un baño de realidad que nos haga pensar en otras alternativas.