En su monumental Posguerra, Tony Judt escribió que “el siglo XXI aún puede ser el siglo de Europa”. Setenta años después del final de la Segunda Guerra mundial, la esperanza de Judt está lejos de cumplirse. Si el “continente oscuro” de Mark Mazower –aquella Europa sumida en la intolerancia y la violencia, y después reprimida por la paz armada de la guerra fría– ha muerto, la Europa de la posguerra, esa utopía posnacional de los años noventa, agoniza. Las fronteras externas e internas del continente se endurecen.
Al sur y al este, el avance del extremismo islámico ha sembrado el caos y la violencia. Libia es un Estado fallido. Siria sangra refugiados, pero la Unión Europea los rechaza. El Mediterráneo ya no es el Mare Nostrum, sino el foso de la fortaleza Europa. Las murallas son trampas mortales y sus guardianes aguardan en tensión la siguiente oleada de invasores. Urge detenerlos, aunque solo sean culpables de buscar una vida digna.
A caballo entre Europa y Asia, pero crecientemente replegadas sobre sí mismas, Turquía y Rusia están dando la espalda a Occidente. Recep Tayyip Erdogan ha sepultado el laicismo de Atatürk y se ha atrincherado en un islamismo cada vez más autoritario. Pero la política neo-otomana de Ahmet Davutoglu, antiguo ministro de Exteriores y nuevo primer ministro, no ha convertido a Turquía en un actor indispensable –o responsable– en Oriente Próximo.
Vladimir Putin también atraviesa una fase de confrontación con Occidente como resultado de la crisis de Ucrania. Este año, el punto álgido de la marcha de la victoria –el desfile militar con que Rusia celebra el fin de la Segunda Guerra mundial– fue la inauguración del Armata T-14, un tanque de última generación. Pero es Ucrania quien se ha convertido en el máximo exponente de la crisis que asola Europa. El país permanece partido entre sus identidades occidental y eslava, presentadas como polos opuestos, incompatibles. A estas alturas, probablemente lo son.
Dentro de la propia UE, las fronteras también se resienten con intensidad. Setenta años después de su derrota y 25 después de su reunificación, Alemania vuelve a ser la potencia dominante de Europa. Pero su liderazgo viene marcado por una austeridad que genera resistencia en vez de adhesión. La petición de reparaciones de guerra por parte de Grecia muestra hasta qué punto el Reich financiero de Berlín despierta los demonios del pasado.
Reino Unido ha emprendido un viaje a ninguna parte. La política exterior británica –incluso la referente a la UE– ha brillado por su ausencia en la reciente campaña electoral. El auge de UKIP y el nacionalismo escocés, unidos a la pérdida de peso a nivel internacional han dejado a la isla desnortada y posiblemente desfigurada: como señala Owen Jones, el cóctel de austeridad, eurofobia y nacionalismo inglés por el que está apostando David Cameron es una receta para la crispación social.
Incluso Francia, que con Charles de Gaulle apostó por el europeísmo como trampolín para aumentar su influencia en el mundo, amenaza con caer víctima del chovinismo. El país ya no quiere ser la segunda patria de nadie; si Marine le Pen continúa avanzando en las encuestas, no lo será siquiera de aquellos franceses que no comulguen con su ideario ultraderechista del Frente Nacional. Con un presidente hundido por su incompetencia, la gran esperanza del país es Nicolas Sarkozy.
Los problemas de Europa son en gran parte heridas autoinflingidas. El Mediterráneo es un cementerio y Libia un Estado fallido porque las políticas europeas de seguridad e inmigración han fracasado. El portazo de Turquía a Europa se explica tras años de ninguneo. La crisis en Ucrania tiene como telón de fondo avance oriental de la OTAN, que ha arrinconado a los dirigentes rusos en un nacionalismo reaccionario. Y el auge de la xenofobia en la UE tiene mucho que ver con el daño económico y social que han causado las políticas de austeridad aplicadas desde 2010.
El impasse de Europa es demasiado profundo como para que lo solucionen un puñado de líderes brillantes. Pero se echan en falta líderes brillantes: François Hollande y Angela Merkel son pigmeos al lado de de Gaulle y Helmut Kohl. También se echa en falta a Judt y su europeísmo: tan comprometido, tan apasionado y tan poco complaciente.