La ceremonia de inauguración de su embajada en Jerusalén –que no deja de ser un acto simbólico, pues el traslado efectivo tardará entre cinco y diez años en materializarse– ha permitido escenificar a Estados Unidos cómo mantiene una relación única y, aparentemente, inquebrantable con Israel. Aunque los ocho miembros de la Casa de Representantes y los cuatro del Senado que acudieron al evento eran todos del Partido Republicano, seguramente muchos homólogos suyos del Partido Demócrata hubieran querido estar igualmente presentes. No en vano, EEUU fue el primer país en reconocer de facto al recién auto-declarado Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948, apenas once minutos después de que el padre de la patria, David Ben Gurion, proclamara la independencia ante el Minhelet HaAm (consejo popular, predecesor del primer consejo de ministros), en el marco de una ceremonia solemne celebrada en el Museo Tel Aviv. Paradójicamente, el segundo país en hacerlo fue Irán, entonces gobernado por el Shah de Persia, país que con el paso los años se ha convertido en su principal, si no único, enemigo digno de llamarse como tal.
Poco después lo haría también Guatemala, que el 16 de mayo se convertía en el segundo país en trasladar su embajada. Y a esta seguirían Nicaragua y Uruguay en el ámbito geográfico latinoamericano, e Islandia y Rumania en el europeo. Sin embargo, el primer país en reconocer de iure al emergente Estado de Israel fue la extinta Unión Soviética. El reconocimiento legal de la URSS fue seguido por el de algunos de sus satélites como Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia. A estas se unirían Irlanda y Sudáfrica, lo que da una idea de la enorme transversalidad política que presentaba Israel en aquel contexto de guerra fría, pues el sionismo original tenía un importante componente de apoyo al socialismo y de lucha contra el colonialismo (británico, en este caso).
Evolución de la relación bilateral
El presidente Harry Truman tardó hasta principios de 1949 en reconocer de iure a Israel, una vez celebró sus primeras elecciones democráticas. A partir de ahí, las diferentes administraciones –independientemente de que fueran republicanas o demócratas, dado que Israel se convirtió desde el primer momento en una cuestión suprapartidista o, como se dice en EEUU, bipartisan, pues en realidad sólo hay dos partidos con aspiraciones a gobernar– reportaron una relación privilegiada al Estado hebreo, que se convirtió en el mayor receptor neto de ayuda exterior estadounidense, tanto en términos absolutos como, sobre todo, per cápita.
Hubo presidentes que tuvieron algún disgusto con Israel, y así se lo manifestaron al primer ministro hebreo de turno. Por ejemplo, Dwight Eisenhower, que de repente se vio sorprendido por la ofensiva coordinada con Reino Unido y Francia en 1956 para tomar el control del Canal de Suez, pues le colocó indirectamente en una posición de confrontación y riesgo de intervención por parte de la URSS. O John F. Kennedy, que tuvo que pedir explicaciones a Ben Gurion por el programa nuclear clandestino que Israel estaba llevando a cabo en la central de Dimona (de una forma muy similar a cómo ha hecho ahora Irán, es decir, utilizando la parte civil para encubrir otra de doble uso para fines militares).
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La guerra de los Seis Días en 1967 fue quizá el primer momento en que se escenificó esa relación especial con la Casa Blanca. A pesar de que el entonces secretario de Estado, Dean Rusk, entró en cólera después de enterarse del ataque preventivo israelí, el presidente, Lyndon B. Johnson, hizo callar a su canciller. Incluso cuando tuvo lugar el incidente del hundimiento del buque de inteligencia naval USS Liberty por parte de aviones de combate y lanchas torpederas israelíes –causando la muerte a 34 marinos estadounidenses e hiriendo a otros 171–, la Casa Blanca decidió aceptar las disculpas del primer ministro israelí, Levi Eshkol. Este aseguró que lo confundieron con un buque egipcio, pero la desclasificación de archivos de la Armada de EEUU demostró, posteriormente, que el ataque fue consciente y premeditado. Además de dar cobertura a su aliado, al año siguiente Johnson autorizó la venta de los cazabombarderos F-4 Phantom, momento en el que Israel se hizo con una supremacía aérea en la región que conserva hasta hoy, como ha quedado demostrado en Siria durante los últimos tres meses.
En 1973, la guerra del Yom Kippur fue otra prueba de fuego. En ese caso, a pesar de que la inteligencia militar israelí era consciente de que Egipto y Siria iban a atacar de forma conjunta y sorpresiva, la primera ministra, Golda Meir, decidió esperar y aguantar el primer golpe (justo lo contrario que en 1967) para así complacer al presidente de EEUU, Richard Nixon, y a su asesor de seguridad nacional, Henry Kissinger. De esta forma, aunque durante los primeros días de contienda los ejércitos egipcio y sirio realizaron importantes avances terrestres, el puente aéreo de armas y munición ordenado por Nixon –en un nuevo ejercicio de apoyo incondicional– permitió a Israel contraatacar y volver a las posiciones anteriores.
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Hubo también presidentes ambivalentes, como Jimmy Carter, quien fue capaz de mediar frente a Egipto para que cambiara su orientación estratégica, otorgándole también una cuantiosa ayuda bilateral, la segunda en términos absolutos aunque muy inferior a nivel per cápita, pues Egipto supera los 92 millones de habitantes, mientras Israel no llega a los nueve. Carter logró juntar a Anwar Sadat y a Menahem Begin para firmar los históricos Acuerdos de Camp David, por los que los tres obtuvieron el premio Nobel de la Paz. Estos se convertirían en la piedra angular del sistema de seguridad regional en Oriente Próximo, que es algo que Israel debe agradecer a Carter. Sin embargo, con el paso del tiempo el dirigente demócrata se convirtió en un defensor de los derechos civiles y nacionales de los palestinos, llegando a acusar a Israel de promover un régimen de apartheid, lo cual no sentó nada bien en Jerusalén.
Castigos e incentivos
Quizá el único que fue capaz de imponer alguna condicionalidad al gobierno hebreo fue George H. Bush, quien, terminada la guerra fría y tras recibir el apoyo de varios países árabes a la coalición internacional liderada por EEUU para liberar Kuwait en 1991, obligó a Isaac Shamir a comparecer en una Conferencia de Paz convocada en Madrid a la que este no quería asistir. El entonces secretario de Estado, James Baker, le hizo saber que su ausencia en Madrid tendría como castigo la congelación de las cuantiosas ayudas y créditos que Israel utilizaba para la construcción de sus colonias en el territorios ocupados, por lo que Shamir acudió finalmente a regañadientes, imponiendo a su vez dos precondiciones: que no hubiera una delegación palestina (este debía quedar subsumida en la jordana) y que nunca se cruzara con otras delegaciones árabes dentro del Palacio de Oriente (para encontrarse con ellas solo en la sala de columnas, donde tuvieron lugar las negociaciones).
La de Bill Clinton fue una historia de amor, aunque no tuviera un final feliz. Después de heredar el legado de la Conferencia de Madrid –cuyos grupos de trabajo multilaterales comenzaron a reunirse en Washington– y encontrarse con la grata sorpresa de las negociaciones bilaterales de Oslo, Clinton se convirtió en anfitrión de la firma de la Declaración de Principios, el 13 de septiembre de 1993, sin duda uno de esos episodios que el escritor austríaco Stefan Zweig definió como “momentos estelares de la humanidad”. Todo un ciclo de ilusión en el que –a pesar del enorme mazazo sufrido tras el magnicidio de Isaac Rabin– Clinton hizo todo lo que estuvo en su mano para rubricar con éxito el proceso de paz con los palestinos. La subsiguiente colusión entre las estratagemas de Ehud Barak –que gustaba de jugar con las cartas boca abajo y de guardarse siempre algún as en la manga– y la testarudez de Yasir Arafat llevaron al fracaso de las conversaciones de Camp David en julio de 2000. Muy a su pesar, Clinton dejó la Casa Blanca sin ver cumplido su sueño. Acababa de comenzar la segunda intifada y sus esfuerzos por frenarla in extremis en el encuentro de Taba resultaron infructuosos.
George W. Bush se encontró con la revuelta ya en marcha, por lo que lo único que pudo hacer fue gestión de crisis. A través del director de la CIA, George Tenet, Bush propuso un plan de pacificación que luego nunca se llevó a la práctica. Luego, tras los atentados del 11 de septiembre en 2001 experimentó un acercamiento muy estrecho con Ariel Sharon, que pasó a ser uno de sus principales aliados en la “guerra global contra el terrorismo”. Al igual que su padre tras la guerra del Golfo, quiso compensar a aquellos que le habían ayudado –o mirado para otro lado– durante su invasión de Irak en 2003, por lo que impulsó la llamada “hoja de ruta” que proponía la creación de un Estado palestino como fórmula de salida a la crisis y sugería un marco temporal, algo que luego Sharon se dedicó activamente a erosionar imponiendo reservas y condiciones. Su relación con Ehud Olmert no fue quizás tan buena como con Sharon, pero ambos pusieron en marcha la Conferencia de Annapolis en 2007 con la intención de poner fin al conflicto.
Amistad crítica vs incondicional
Barack Obama fue el paradigma de lo que podemos calificar de amistad crítica con Israel. Así, desde el primer momento de su presidencia en junio de 2009 pronunció un discurso totalmente impregnado de idealismo ante una entregada audiencia universitaria en El Cairo. Un discurso que llamaba a la libertad y a la democracia en Egipto y en el conjunto del mundo árabe, que hizo reaccionar a Benjamin Netanyahu. Obligado por las circunstancias, Netanyahu respondió con la declaración de Bar Ilán, en la que se mostró favorable a la creación de un Estado palestino como factor de estabilidad y prosperidad regionales. A partir de ahí, Obama activó a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, y al enviado especial, George Mitchell, durante su primer mandato, así como a John Kerry y al embajador Martin Indik durante su segundo.
Bien es cierto que la administración Obama nunca llegó a invertir el suficiente capital político y diplomático. En parte porque temía se tornara contraproducente si presionaba demasiado a Netanyahu frente a sus socios de gobierno –cada vez más escorados hacia la extrema derecha– y por otro porque su prioridad fue sacar adelante el pacto nuclear con Irán. Este acuerdo nunca fue del gusto de Netanyahu, que se dedicó a sabotearlo siempre que pudo, y sus diferencias de opinión al respecto generaron una profunda antipatía –si no animadversión– entre ambos dirigentes. Sin embargo, al final de su presidencia, Obama dejó aprobado un nuevo plan de asistencia militar que elevaba su cuantía de 3.000 a 3.800 millones de dólares anuales para la próxima década, además de autorizar la transferencia de sistemas de armamento de última generación (cazabombarderos F-35, misiles anti-bunker, aviones cisterna de repostaje en vuelo) que podrían permitir a las fuerzas armadas israelíes atacar con éxito el programa nuclear iraní.
En contraposición a Obama y su apoyo crítico a Israel, Donald Trump ha optado por hacerlo de forma abierta e incondicional. Si todos los presidentes anteriores habían propuesto trasladar la embajada a Jerusalén durante la campaña electoral, luego experimentaban la correspondiente amnesia selectiva en cuanto llegaban a la Casa Blanca para no tener que enfrentarse al mundo árabe. En el caso de Trump, dicho y hecho. Además, Trump ha sido aparentemente capaz de minimizar daños a partir de sus relaciones con los líderes de países claves como Egipto, Arabia Saudí y Marruecos, que han ayudado a acallar las protestas, y a convertir definitivamente la Liga Árabe y la Organización de la Conferencia Islámica en instituciones inoperantes e inútiles.
Asimismo, Trump ha cumplido la otra promesa electoral que hacía las delicias de Netanyahu: abandonar el acuerdo nuclear con Irán de forma unilateral, con la intención bien de abolirlo completamente y dejar las manos libres a Israel para un potencia ataque preventivo; o bien de renegociarlo e imponer unas condiciones tan draconianas que Irán nunca pueda aspirar a dotarse del arma nuclear, ni a contar con la capacidad de emplearla a miles de kilómetros de distancia. Tanto Trump como su vicepresidente, Mike Pence, practican esa amistad incondicional hacia Israel que les está convirtiendo en los dirigentes estadounidenses más populares entre la opinión pública israelí (a la vez que los más odiados en el lado palestino). Está por ver ahora si son capaces de utilizar su influencia sobre Netanyahu para promover su todavía difuso “ultimate deal”, que supuestamente ha de traer la paz a Oriente Próximo.
Jornada sangrienta en Gaza
Los durísimos enfrentamientos acaecidos a lo largo de la valla fronteriza que rodea la franja de Gaza el 14 de mayo, coincidiendo en el tiempo con la ceremonia de traslado de la embajada de EEUU, causaron 60 muertos y más de 2.500 heridos. La cifra de víctimas más alta en una misma jornada desde que tuviera lugar la operación Margen protector durante el verano de 2014. A pesar de la condena generalizada por parte de la comunidad internacional, el gobierno hebreo se reafirmó en un más que discutible cumplimiento de la legalidad a la hora de reprimir implacablemente las movilizaciones de la Gran marcha del retorno, que tras seis semanas consecutivas finalizaron con la conmemoración del Día de la Nakba o catástrofe nacional palestina.
En señal de duelo por los más de un centenar de muertos y de solidaridad con los más de 10.000 heridos a lo largo de este ciclo de protestas en Gaza, el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abbas, ordenó tres días de luto durante los que las banderas ondearon a media asta, así como una jornada de huelga general en señal de protesta. El portavoz presidencial, Nabil Abu Rudeina, señaló el traslado de la embajada como la causa de este nuevo repunte de la violencia, criticando a la administración Trump por “cancelar su participación en el proceso de paz e insultar al resto del mundo”. Según Abu Rudeina, bajo el mandato de Trump EEUU han dejado de jugar su tradicional papel de mediador honesto (honest broker) en el conflicto, para pasar a defender las posturas de Israel de forma incondicional.