En 2017 Google y Facebook, Twitter y Amazon recibieron el 70% de la inversión en publicidad digital en Estados Unidos, un negocio muy lucrativo porque básicamente parasita la inversión que hacen en periodismo los medios de prensa escrita. Hoy el 40% de los lectores en países desarrollados obtiene online la información que consume.
Uno de los problemas de ese nuevo orden informativo es que las plataformas digitales se están convirtiendo cada vez más en instrumentos de desinformación y de intoxicaciones que siembran en la red trolls y hackers como anzuelos para incautos.
La difusión deliberada de falsedades es tan vieja como la política misma. Winston Churchill decía que en tiempos de guerra la verdad es tan preciosa que debe ser resguardada por una escolta de mentiras.
A pesar de las evidencias científicas, en EEUU un 37% de los encuestados cree que el cambio climático es un engaño. Un 42% cree en fenómenos paranormales. Un estudio de 2014 de la Universidad de Notre Dame sobre la correspondencia recibida por The New York Times y Chicago Tribune entre 1890 y 2010, encontró un hecho revelador: el porcentaje de quienes creen en teorías conspirativas –como la de que el alunizaje del Apolo XI en 1969 fue un montaje de Hollywood– apenas varió en todo ese lapso.
‘Index Prohibitorum’
En el siglo XV la invención de la imprenta de tipos móviles provocó la difusión masiva de todo tipo de teorías conspirativas y cacerías de brujas, lo que movió a la Iglesia romana a publicar su Index Librorum Prohitorum.
Durante el reinado del terror en la Revolución Francesa, los jacobinos ejecutaban sumariamente a quienes acusaban de diseminar libelos contra Robespierre. En 1798 el congreso de EEUU aprobó la Sedition Act para castigar declaraciones antigubernamentales hechas con “intención maliciosa”.
John Adams utilizó esa ley para intimidar a sus críticos, una de las razones por las que la primera enmienda de la Constitución protege todo tipo de opiniones políticas sobre el gobierno, incluidas las basadas en mentiras.
Donald Trump quiere que las leyes antilibelo cubran también las fake news, una idea claramente anticonstitucional. Sin embargo, un 45% de los votantes republicanos cree que los tribunales deben poder cerrar medios que publiquen o emitan informaciones “distorsionadas o imprecisas”.
En Rusia, Turquía, China y Egipto ese tipo de legislación silencia a opositores y autoriza perseguir a minorías étnicas o religiosas. Al final, los regímenes autoritarios terminan creando realidades mediáticas paralelas. Pese a todas las evidencias en YouTube, en Venezuela Nicolás Maduro sigue negando que haya una crisis humanitaria o un éxodo masivo de venezolanos al exterior.
En Myanmar la junta militar y en Siria el régimen de Bachar el Asad niegan también limpiezas étnicas pese a que cientos de miles de refugiados sirios y musulmanes rohingya atestan campos de refugiados en países vecinos.
Huellas digitales
En países democráticos, leyes contra las fake news exigirían que policías y jueces se convirtieran en árbitros de la verdad y que decidieran qué es cierto y qué no lo es. El Tribunal de Justicia Europeo ha dejado claro que los tratados prohíben prohibir información política, por dudosa que sea su veracidad. Lo contrario sería restringir la libertad de expresión, algo en lo que coinciden la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la ONU, la OEA y la Unión Africana.
La lucha contra las fake news tiene que acometerse en otros frentes para no tener que recurrir a la censura. Una serie de innovaciones tecnológicas y métodos y sistemas de verificación van a facilitar discernir entre informaciones fiables y deleznables.
La metadata –datos sobre datos– revela huellas digitales que permiten rastrear informaciones hasta sus fuentes de origen para poder separar el trigo de la paja. La Comisión Europea está presionando a Facebook y otras plataformas para que refuercen sus filtros y desactiven cuentas falsas.
Facebook ha anunciado que para la campaña del Parlamento Europeo creará una base de datos pública para mostrar quién financia contenidos políticos y la difusión que alcanzan en su red social.
Aplicaciones antitoxinas
En París Le Monde ha instalado una herramienta digital –Decodex– para que sus lectores puedan verificar su propia información. En Londres la BBC ha emprendido varios proyectos para ayudar a estudiantes a discriminar informaciones digitales.
La Google Digital Innovation Fund y Delfi, un medio digital báltico, han creado una aplicación que escanea 20.000 artículos diarios de más de un millar de medios para verificar sus fuentes.
The Trust Project, un consorcio de 75 medios de prensa escritos que incluye a The Washington Post y The Economist, acordaron en 2014 una serie de estándares y principios deontológicos –una especie de sello de calidad– que incluye el compromiso de compartir información sobre propietarios y accionistas y especificar el carácter informativo, de opinión o patrocinado de sus textos.
Google, Facebook, Bing y Twitter ya han comenzado a usar esa ‘marcas de confianza’ en sus portales. Un reciente informe de The New York Times sobre la fortuna y prácticas financieras de Trump, por ejemplo, le exigió 18 meses de investigaciones de un equipo de periodistas y abogados que revisaron los datos.
Esos esfuerzos se están viendo recompensados. El año pasado el 65% de los encuestados en EEUU y la UE dijeron confiar en los medios tradicionales, el doble de los que dicen confiar en lo que leen en las redes sociales. En 1976, el año del Watergate, Katherine Graham, Bob Woodward y Carl Bernstein, esa cifra era el 72%.
Hoy un 73% en EEUU dice que las fake news les preocupan, lo que explica que The New York Times, Financial Times, The Washington Post y The Wall Street Journal estén aumentando su circulación y suscriptores online.
El millón de lectores de The New York Times en su versión impresa y los cuatro millones de suscriptores de su versión digital hacen que sus ingresos publicitarios sean aun sustanciales. Su redacción tiene hoy 1.500 periodistas, una cifra récord. Según su director, Dean Baquet, nadie hace buen periodismo sin invertir en periodistas.
The Guardian, que no tiene barreras de entrada en su web, cuenta ya 350.000 lectores que cada mes contribuyen en su mantenimiento, lo que hará que este año, por primera vez en dos décadas, tenga beneficios.
Horizontes abiertos
En 2006 los diarios tradicionales de EEUU ingresaron 49.000 millones de dólares en publicidad. Hoy esa suma es la mitad. Su circulación impresa ha pasado de 60 millones en 1990 a 30 millones. Y sus plantillas han caído de 70.000 periodistas en 2008 a los 40.000 actuales.
Medios digitales como BuzzFeed o Huffington Post, que crecieron en los años del boom digital, hoy están despidiendo periodistas al no haber encontrado un modelo de negocio viable. Pese a que atraen grandes volúmenes de tráfico, no han podido convertirlos en ingresos constantes.
La segunda generación está ensayando nuevos modos de financiación –suscripciones, filantropía, crowdfunding…– que les podrían dar una nueva oportunidad. Propublica, que hace periodismo de investigación, por ejemplo, opera como una fundación (endowment).
La holandesa The Correspondent tiene ya 60.000 miembros que pagan 70 euros al año. Su recién inaugurada filial en Nueva York ha recibido 2,6 millones de dólares en contribuciones de donantes de 130 países. La británica Tortoise ofrece incluso el derecho a asistir a las reuniones editoriales a cambio de una suscripción anual. El futuro sigue abierto.