Mientras Estados Unidos y la Corea del Norte hablan de una cumbre sin precedentes, el resto del mundo espera los resultados de la misma con una mezcla de ilusión y ansiedad. Pese a las intermitencias de las últimas semanas relacionadas con la cumbre que reúne a Donald Trump y Kim Jong-un en Singapur, Washington, Pyongyang y toda la región se encuentran en una mejor posición que hace seis meses. No hay que olvidar que en noviembre de 2017, cuando Corea del Norte estaba terminando su impresionante carrera de doce meses probando misiles y armas atómicas, voces prominentes en EEUU abrazaron la posibilidad de la llamada guerra preventiva, con independencia de los inimaginables costes humanos y económicos que esta conllevaría. Aunque ahora algunos se quejen de que el cambio de la política de provocación a la diplomacia los ha dejado aturdidos, el aturdimiento es preferible a la guerra. La pregunta clave ahora es si esta ventana de oportunidad puede convertirse en un progreso duradero hacia la desnuclearización, la paz y la estabilidad en la península de Corea.
Existen dudas razonables. Tanto Pyongyang como Washington tuvieron razones para dar un paso atrás y alejarse del borde del abismo alcanzado en 2017, pero existe un peligroso desequilibrio en sus expectativas sobre cómo se desarrollarán las negociaciones. Hasta hace poco, la administración Trump argumentó enérgicamente a favor de un acuerdo big bang, por el que Corea del Norte llevaría a cabo un rápido desmantelamiento, verificable e irreversible de su capacidad nuclear, tras lo cual Washington otorgaría recompensas económicas y de seguridad a Pyongyang. Con este ánimo, EEUU no pretende aliviar la presión y las sanciones, que cree que han ayudado a traer a Corea del Norte a la mesa de negociaciones, aunque hay señales de que China ya ha comenzado a relajar su aplicación de las sanciones, añadiendo más fricción a su relación con EEUU.
Sin embargo, está claro que Corea del Norte no está dispuesta a deshacerse tan rápidamente de su último garante de seguridad y prefiere un enfoque de «acción por acción» en el que ambas partes den pasos concretos en un proceso gradual, en la línea del marco acordado en las conversaciones de las seis partes de 2005. Otros también tendrán voz. A Pekín, por ejemplo, le preocupa que Pyongyang se acerque demasiado a EEUU. Al reafirmar su influencia, respalda el enfoque de Pyongyang como el que menos perturba el equilibrio estratégico imperante. Buscando disminuir de manera urgente el riesgo de guerra y explorar un acercamiento, Seúl ha asumido un papel cada vez más enérgico al unir a Pyongyang y Washington. Tokio se preocupa por la posibilidad de un acuerdo que no aborde sus intereses estratégicos, incluida su vulnerabilidad ante los misiles balísticos de Corea del Norte –con distancias más cortas que los ICBM que preocupan a EEUU–, así como ante las armas químicas y biológicas.
La forma de abordar este desequilibrio y maximizar las posibilidades de que la región acepte un hipotético acuerdo sería que EEUU asuma la necesidad de un enfoque de «acción por acción» y centre su atención en negociar con Pyongyang el perfil del mismo. Los escépticos de la cumbre, como el consejero de Seguridad Nacional de EEUU, John Bolton, han sugerido que si Corea del Norte fuera realmente seria sobre su desnuclearización, estaría de acuerdo con el «modelo de Libia». Sin embargo, en la situación actual, las implicaciones estratégicas negativas para Pyongyang son demasiado grandes, el déficit de confianza bilateral es demasiado profundo y el programa nuclear de Corea del Norte demasiado grande y avanzado como para imitar la transferencia de equipos y otros materiales de corto alcance que caracterizó la desnuclearización de Libia en 2003 y 2004. Incluso si tal cosa fuera físicamente posible, el proceso de verificación y la confirmación de que todo lo relacionado con el valor estratégico ha sido abordado llevaría años. Por supuesto, la esencia de la «acción por acción» es que debe haber concesiones por ambas partes, por lo que EEUU y terceros interesados tendrían que estar preparados para cumplir con las medidas de seguridad, políticas y económicas que en su caso imponga Corea del Norte.
En su reunión del 1 de junio con el representante de Kim Jong-un, Kim Yong-chol, Trump parecía estar dando un giro hacia la aceptación de dicha desnuclearización gradual. Es un avance bienvenido, aunque el historial de la administración hace dudar sobre la firmeza de esta nueva posición.
Gestionar las expectativas sobre la cumbre en sí también es fundamental. Sería fantasioso esperar que una cumbre anunciada de manera improvisada en marzo, con solo tres meses de preparación, pueda producir un acuerdo de control de armas viable y consistente. Sería mucho más realista aspirar a una declaración de principios que, en términos generales, aborde los principales requisitos estratégicos de cada parte, los comprometa a reunirse de nuevo y establezca formalmente la moratoria actual sobre las pruebas nucleares y de misiles. Hay muchos precedentes de los que se puede partir para elaborar dicho documento. Una vez más, las recientes declaraciones de Trump –que sugieren que se necesitarían varias reuniones–, reflejan un saludable, aunque posiblemente fugaz, realismo.
Finalmente, las partes deben fijar su mirada en el destino que buscan alcanzar después de la cumbre. Si bien ese destino final debería seguir siendo la desnuclearización total y supervisada de la península de Corea, los impedimentos políticos y prácticos para negociar una hoja de ruta que alcance dicho objetivo podrían ser prohibitivos. Una alternativa sería replantear un ambicioso punto intermedio sobre el que trabajar, basándose en precedentes que hayan tenido éxito. En 2009, los inspectores internacionales tuvieron acceso a las instalaciones nucleares de Corea del Norte. Una posibilidad sería traerlos de regreso, expandir su mandato y, en etapas, aspirar a una congelación profunda que limite de manera verificable la producción por parte de Pyongyang de armas nucleares, misiles de largo alcance y materiales relacionados.
Hay muchas formas de enmarcar esta congelación profunda; muchas otras posiciones plausibles y constructivas de ambición comparable, y muchas razones para creer que un proyecto de este alcance –que conlleva riesgos y concesiones incómodas de ambas partes– no tendrá éxito. Pero no debemos descartar las oportunidades del presente impulso diplomático. A pesar de que este ha estado caracterizado por la desconfianza, la intimidación y egos desmesurados, su elemento principal podría ser que los líderes en Washington, Pyongyang o Seúl, por una combinación de razones personales, políticas o diplomáticas, se muestran inclinados a liduar con una crisis que amenaza la paz y la seguridad internacionales como pocas. La preocupación sobre la actitud de los líderes de EEUU y Corea del Norte es alta. Pero al menos en este asunto, uno puede mantener la esperanza de que sus rasgos tan inusuales y problemáticos sean los adecuados para el desafío al que nos enfrentamos.
Este artículo es el resumen ejecutivo de un informe publicado originalmente, en inglés, en la web de Crisis Group.