«Mi presidencia será sobre el futuro: daré prioridad a la salud, la educación, la formación y el empleo, pilares de un crecimiento económico sostenible, seguro y estable»
Después de cinco aplazamientos, el ocho de febrero los somalíes pudieron celebrar la elección de Mohamed Abdullahi Farmaajo Mohamed como nuevo presidente del país. Los comicios se desarrollaron en un hangar de aeronaves a las afueras de la capital, dentro de un operativo de máxima seguridad, y dejando la elección presidencial en manos de la Asamblea Nacional. Un ejercicio electoral ad hoc para una Somalia que necesita mirar hacia delante.
Mohamed, de 54 años, nacido en Mogadiscio y con doble nacionalidad somalí-estadounidense, representa un cambio fundamental en el avance del país hacia la democracia. Su prolífica carrera en el servicio público, tanto en su Somalia natal como en Estados Unidos, le convierten en una apuesta de futuro para la defensa de los intereses de Somalia en una arena global cada vez más compleja. Los últimos movimientos de la política exterior estadounidense han perjudicado especialmente al país, uno de los siete Estados incluidos en el veto migratorio establecido por la administración que preside Donald Trump.
Mohamed, que había cursado sus estudios en un internado somalí, comenzó su andadura política dentro del ministerio de Asuntos Exteriores de administrativo, entre 1982 y 1985. Ese año se muda a EEUU para ejercer de primer secretario en la Embajada de Somalia ante Washington, hasta 1988. Cuando se inicia la guerra civil tres años después, decide quedarse en EEUU y comienza su carrera universitaria en Ciencias Políticas por la Universidad de Nueva York, en Buffalo, localidad por la que se sentía atraído debido a la extensa comunidad somalí residente. Durante los 18 años siguientes, Farmaajo (apodado así por su pasión por el queso, dada su pronunciación en italiano, lengua de la antigua metrópolis somalí) trabajó en distintos cargos dentro del funcionariado neoyorquino de Buffalo, llegando a ocupar un puesto como secretario de Finanzas en la Administración Municipal de Vivienda y, desde 2002 hasta su retorno a Somalia en 2010, como comisario de Empleo Equitativo en el departamento de Transporte.
Fue en ese año cuando, tras haberse reunido en septiembre con el entonces presidente de Somalia, Sheik Sharif Sheik Ahmed, durante una reunión de Asamblea General de la ONU, decide servir a su país como primer ministro, acompañando su mandato con un importante programa de ajuste burocrático y de medidas anticorrupción, criticadas como ineficaces por algunas voces en el mundo académico. Su ejecutivo atacó algunos de los problemas que asolaban la nación somalí, al tiempo que Mohamed ganaba en prestigio: afianzó la estabilidad –sobre todo salarial– del sector militar y civil; redujo el aparato ministerial de 39 a 18 carteras, manteniendo solo dos ministros del anterior ejecutivo, y dedicó grandes esfuerzos a combatir las redes de corrupción del país. Una lucha de poder interna del gobierno, y el posicionamiento personal de Mohamed junto al presidente, condujeron a su expulsión del cargo en junio de 2011, reemplazado por su predecesor. Su popularidad quedó manifiesta cuando dentro y fuera de la administración pública hubo revueltas y críticas por la medida.
Al frente del partido político Tayo (“calidad”), fundado por él mismo en 2012 junto con miembros de su gabinete, Mohamed se enfrenta a una Somalia marcada por las consecuencias del largo conflicto armado que sufre desde el colapso del gobierno de Siad Barre en 1991, como los altos niveles de violencia interna y de pobreza, la debilidad institucional o el número de personas desplazadas. A este panorama estructural se suma la pervivencia de la amenaza terrorista de manos del grupo Al Shabab; la independencia de facto de Somalilandia; la inminente amenaza de una hambruna debida en parte a una mala gestión de la sequía que padece el país; y el poco honroso título de continuar siendo el país más corrupto del mundo y con mayor pervivencia de la práctica de la mutilación genital femenina (98% según datos del informe de Unicef de 2016).
Así las cosas, el desarrollo de unas elecciones democráticas no ha resultado una tarea sencilla. Los ataques de Al Shabab han sido un obstáculo constante en el esfuerzo nacional e internacional para la realización de los comicios, en los que la Unión Africana ha invertido desde lo diplomático y lo militar. El día en que el presidente Mohamed juraba el cargo en el palacio presidencial, Villa Somalia, el movimiento de “los jóvenes” causaba la muerte de dos menores en las proximidades del recinto. Este grupo armado percibe como una traición a la patria la educación y doble nacionalidad estadounidense del presidente, y ha prometido combatir su mandato sin descanso.
Unas elecciones sui generis para una Somalia con necesidades genuinas
A pesar de todas las dificultades que han caracterizado este proceso, según el Director de la Organización de Investigación y Desarrollo Sahan, Matthew Bryden, estas podrían ser las últimas elecciones que no respeten el principio de “una persona, un voto”, estimando la viabilidad del sufragio universal para las elecciones presidenciales de 2020. Parece que estos comicios, costeados mayormente por fondos estadounidenses y europeos, marcan el fin del proceso de transición electoral del país. Las diferencias con las elecciones de 2012 son notables, no solo por la responsabilidad bicameral en la elección del presidente, sino por el incremento de participación en la misma. En 2012, 135 líderes tribales decidían dar su apoyo a Hassan Sheikh Mohamud; este año, esos líderes eligieron a 14.025 representantes que a su vez escogieron a los 275 miembros de la Cámara Baja y los 54 de la Alta, encargados en conjunto de designar al presidente del país. Además, por mandato de la Constitución Federal Provisional de Somalia, un 30% de los asientos de ambas cámaras se reservaron para la participación de mujeres, si bien hay críticas sobre la verdadera independencia decisoria de esas delegadas.
El partido de Mohamed se inscribía en un abanico de 18 candidaturas, 16 de las cuales tenían líderes con doble nacionalidad (canadiense, británica o estadounidense en su mayoría) y solo una tenía en cabeza a una mujer, la activista Fadumo Dayib. Se especula que el impulso decisorio para su victoria este año haya podido venir de los rumores que vinculaban al principal opositor, Sheikh Mohamud, con el enemigo regional del país, Etiopía. Su línea política ha estado claramente definida desde las anteriores elecciones, a las que también se presentaron, por una serie de pilares: un marcado nacionalismo que defiende la integridad territorial del país, difícilmente congeniable con las demandas secesionistas de Somalilandia; una activa lucha anticorrupción y contra la ineficiencia del aparato burocrático; una participación activa en las reconstrucciones posconflicto; defensa del libre mercado; y el combate efectivo contra Al Shabab y sus aliados vinculados al grupo Al Qaeda.
No será fácil, pero la opinión pública parece respaldarle: es una figura, proveniente de la diáspora profesional somalí, respetada en la comunidad, inclusive en el sector militar; y una promesa de la ansiada unificación nacional que supere las diferencias étnicas y religiosas. En sus propias palabras, su presidencia constituye un “nuevo comienzo” para Somalia, marcado por la “guerra contra la corrupción y el terrorismo”. Según el enviado especial de Naciones Unidas en Somalia, Michael Keating, entrevistado por The Guardian, “hay muchos problemas [en Somalia] por supuesto, pero no es un lugar en pleno derrumbe, sino en plena unificación”. Mohamed tiene en sus manos la posibilidad de hacer reales muchos de los objetivos que brindarían la estabilidad al Estado somalí; aunque se encuentra inscrito en un entorno hostil que va a dificultar su empresa. El calado de la decepción nacional resultante del posible fracaso de su presidencia podría tener consecuencias devastadoras para el desarrollo de la nación.