“Desgraciadamente, habrá otras Lampedusas”. Así se pronunció hace dos meses la Defensora del Pueblo, Soledad Becerril, en referencia a la isla frente a la que se ahogaron 368 inmigrantes que intentaban llegar a Italia. La semana pasada ha dado razón a sus palabras. El 6 de febrero, la marina italiana intervino para prevenir un desenlace similar al que tuvo lugar en octubre, y rescató a más de 1.100 inmigrantes que se encontraban a la deriva 200 kilómetros al sureste de Lampedusa.
La operación de la marina viene marcada por la vergüenza que supuso el naufragio anterior –más aún tras conocerse la existencia de la ley Alfano-Bossi, que penaliza la asistencia a inmigrantes ilegales y motivó que pesqueros italianos en la zona ignorasen las llamadas de socorro de las pateras. Se trata de una ley represiva y poco cristiana, pero ineficaz. En 2013 entraron en el país 43.000 inmigrantes clandestinos, el triple que el año anterior. 2014 se anuncia más intenso si cabe: en enero arribaron en las costas italianas 2.000 inmigrantes, diez veces más que el año anterior.
El rescate no constituye una redención de la política migratoria italiana, sino un ejemplo de normalidad. Es inaceptable que un país desarrollado contemple una catástrofe semejante desde la indolencia. Pero España, lamentablemente, ni siquiera aspira a esa normalidad. Y es que el nuevo “Lampedusa” no se produjo en Italia sino en Ceuta, el mismo 6 de febrero, cuando 400 inmigrantes subsaharianos trataron de atravesar la frontera en la playa del Tarajal. Fueron repelidos y lanzados hacia la orilla del mar, donde catorce de ellos murieron ahogados.
En un primer momento, la Delegación del Gobierno anunció que “las autoridades marroquíes han frenado su entrada y estaban en su territorio”. El testimonio de los inmigrantes era diametralmente opuesto al de las autoridades españolas: fue la Guardia Civil la que los recibió con balas de fogueo, pelotazos de goma, y gas lacrimógeno, empujándolos hacia el mar. Fuentes del cuerpo de seguridad terminaron por confirmar la falsedad de las declaraciones oficiales: la Guardia Civil empleó material antidisturbios porque los inmigrantes mostraron una “actitud violenta”.
Algunos inmigrantes lograron cruzar la frontera a nado, pero fueron expulsados a Marruecos en el acto. Esta medida constituye una violación de la Ley de Extranjería. De nuevo, el Instituto Armado negó el testimonio de los inmigrantes, hasta que un vídeo de la Sexta demostró que estaban en lo cierto. No sorprende, en vista de la gestión del altercado, que Izquierda Unida haya pedido la dimisión de Jorge Fernández Díaz, ministro del Interior. Ante la creciente presión política, Díaz ha pedido comparecer esta semana ante el Congreso.
Este episodio pone dos cuestiones fundamentales sobre la mesa. La primera es la hipocresía con que la Unión Europea hace frente a la inmigración. Durante los últimos 25 años, casi 20.000 personas han muerto intentando entrar en una Europa que debiera haberlos acogido, al menos atendiendo tanto a su supuesta moral cristiana como a sus proyecciones demográficas. El caso de nuestro país es aún más bochornoso. Las muertes en Ceuta han tenido lugar tres meses después de que el Ministerio del Interior decidiese reinstalar concertinas en la valla de Melilla como “elemento de disuasión”. Pero las fronteras blindadas de España no hacen justicia ni a nuestra historia ni a nuestra condición actual: la de un país que se ha convertido en receptor neto de remesas del extranjero.
En segundo lugar, el episodio supone el enésimo aldabonazo a la credibilidad de las instituciones españolas. En el mejor de los casos, la Delegación del Gobierno ocultó la verdad. Igual de injustificable es el papel de los cuerpos de seguridad. ¿Acaso, como señala Ignacio Escolar, los inmigrantes mostraron una “actitud violenta” al nadar? Y si fuera cierto que la mostraron al asaltar la valla, también lo es que la responsabilidad en estos casos recae antes sobre el fuerte que sobre el débil. Es decir, sobre el que emplea gas y pelotas de goma en vez de piedras.