El «cero nuclear» será una ilusión mientras EE UU, Rusia y China no tengan relaciones de seguridad cooperativas. Las potencias nucleares se aferran a su estatus ante la imposibilidad de resolver los conflictos.
El 5 de abril de 2009, en Praga, el presidente Barack Obama anunció su objetivo de liberar al mundo de los peligros que representan las armas nucleares. La multitud checa aplaudió, como también hicieron muchas personas en todo el mundo. Seis meses después, el comité noruego otorgaba a Obama el premio Nobel de la Paz.
Hoy, seis años después de Praga, la idea de intentar eliminar todas las armas nucleares prácticamente ha desaparecido de la política internacional. La intervención de Vladimir Putin en Ucrania alimenta el recuerdo de la invasión soviética de Praga en 1968. Los líderes rusos se aferran a las armas nucleares como emblema de su poderío y baluarte ante la intimidación de Occidente. En Asia, China y Japón movilizan sus fuerzas por mar y aire para disputarse unas islas situadas en el mar de China Oriental, provocando que Estados Unidos refuerce su posición y decida defender a Japón, a la vez que insta a ambos países a no alimentar una crisis. También se producen tensiones similares entre China, la Asociación de Países del Sureste Asiático (Asean) y EE UU por la “construcción de islas” en el mar de China Meridional.
Mucho antes de que se produjesen estos desagradables acontecimientos en Europa y el este de Asia, los republicanos del Senado estadounidense dejaron claro que no ratificarían nuevos tratados, y se niegan incluso a debatir sobre las limitaciones en los escudos contra misiles balísticos y otras formas de control de armamento que podrían llevar a Rusia y China a limitar, y tal vez revertir, la modernización de sus arsenales nucleares.
Mientras tanto, Francia se indigna ante cualquier indicio que pudiera hacer peligrar su posesión de armas nucleares; Pakistán e India amplían sus arsenales; y Corea del Norte blande su sable nuclear. Otros países sin armas nucleares como Suráfrica y Brasil, de los que cabría esperar apoyo a la agenda para el desarme, reforzando las reglas de no proliferación y su cumplimiento, permanecen al margen, refunfuñando.
Estas tendencias negativas quedaron reflejadas en mayo, cuando los 188 países firmantes del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) se reunieron en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York para revisar su cumplimiento: los miembros ni siquiera pudieron ponerse de acuerdo, sobre un documento final que recogiese una banal agenda común de pasos futuros para reforzar la no proliferación y promover el desarme nuclear.
¿Un sueño efímero?
Dadas las circunstancias, resulta tentador tildar el objetivo de la abolición nuclear como el sueño efímero de un presidente ingenuo y de los fariseos de la comunidad internacional. Sin embargo, dar la espalda a unos interrogantes esenciales sobre el papel de las armas nucleares en el futuro equivale a otorgar demasiado poder a unas tendencias políticas transitorias. La preocupación por la proliferación nuclear y las posibles guerras es demasiado importante para dejar las decisiones en manos de las instituciones nucleares de los nueve países con este tipo de armas –los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, China, Estados Unidos, Francia, Reino Unido y Rusia, además de Pakistán, India, Corea del Norte e Israel–. No debería permitirse que los acontecimientos de los últimos cinco años acaben con un análisis y un debate serio con la vista puesta en el futuro.
Los defensores de las armas nucleares (y adversarios de Obama) insisten en que son un elemento disuasorio para los conflictos armados. El presidente es consciente de eso y en Praga dijo: “Mientras existan armas nucleares, EE UU conservará un arsenal seguro y eficaz para disuadir a cualquier enemigo y garantizar esa defensa a nuestros aliados, incluido República Checa”. Pero a diferencia de lo que piensan muchos detractores, los partidarios del desarme nuclear cuidadoso y recíproco recuerdan que la disuasión no es infalible; de lo contrario no funcionaría. Las armas disuaden porque podrían usarse, y cualquier uso podría provocar una escalada que derivase en la destrucción masiva. Aun cuando el elemento disuasorio sea estable entre EE UU y Rusia, podría fracasar entre otros países o, en el peor de los casos, en grupos de Estados menos experimentados y en posesión de armas nucleares. Como afirmaba el eminente estratega nuclear sir Lawrence Freedman hace años: “El argumento para la abolición (…) es que cuesta creer que estos 60 años de contención puedan continuar durante los próximos 60”.
En lugar de armarse de prejuicios y rechazar o abrazar el objetivo de la abolición nuclear, los gobiernos y las sociedades civiles deberían analizar constantemente a qué amenazas plausibles se enfrentan ellos y sus aliados, y si las armas nucleares son necesarias para disuadir o eliminar dichas amenazas. En otras palabras, si nadie tuviese armas nucleares, ¿seguirían necesitándolas mi país o mis aliados? Y, si para algunos países la respuesta es “sí”, entonces, ¿qué tendría que cambiar para que mi país o mis aliados se sintieran seguros sin armas nucleares?
Rusia y China
La intervención de Rusia en Ucrania plantea –para algunos– la posibilidad de una futura jugada similar en Estonia o Letonia, que también tienen grandes minorías rusas. Pero, a diferencia de Ucrania, ahora los pequeños países bálticos son miembros de la OTAN, y EE UU y otros aliados están obligados a salir en su defensa si son objeto de ataque. Si Rusia invadiese otros Estados, ¿existiría la posibilidad de que la OTAN emplease armas nucleares para detenerla?
Si, efectivamente, Rusia atacara un país de la OTAN, ambas partes tendrían una fuerte presión para intensificar la situación, hasta que los costes fuesen tan altos que una de ellas se viese obligada a retirarse. En tal caso, la tentación de utilizar armas nucleares o amenazar con hacerlo aumentaría. Pero si la OTAN fuera la primera en emplear armas nucleares, invitaría a una represalia rusa que sería más perjudicial para estonios o letones y los otros miembros de la Alianza de lo que habría sido la intervención inicial. Este es uno de los motivos por los que cuesta imaginar a las 28 democracias de la OTAN poniéndose de acuerdo para utilizar armas nucleares si Rusia no usa las suyas antes. (Un presidente estadounidense también podría usar las armas nucleares a pesar de las objeciones de muchos aliados, pero eso tendría consecuencias abrumadoras.)
En un mundo sin armas nucleares, la OTAN tendría una mayor certeza de que, con el tiempo, aglutinaría la suficiente presión económica y fuerzas convencionales para obligar a Rusia a retirarse o, de lo contrario, enfrentarse a la derrota. Esta es una de las razones por las que Putin rechazó la Agenda de Praga de Obama, tildándola de taimada conspiración estadounidense. La oposición rusa pone en tela de juicio la viabilidad de lograr el desarme nuclear. Sin embargo, dicha oposición también debería dejar claro a los Estados de la Alianza qué deberían hacer para reforzar sus defensas sin dar a Moscú una excusa para utilizar armas nucleares.
Antes de la crisis en Ucrania, EE UU y los países de Asia oriental se mostraban cada vez más preocupados por la intensificación de la disputa entre China y Japón por las islas minúsculas y deshabitadas de Senkaku/Diaoyu, y por la “construcción de islas” por parte de China en el mar de China Meridional. EE UU está comprometido, por tratado, a defender a un aliado –Japón– que se enfrenta a un adversario potente –China–, y también tiene compromisos políticos con los Estados más pequeños de la Asean. En esa región del mundo, al igual que en Europa, las políticas nacionales y las resacas históricas atizan la belicosidad.
Si Pekín desembarcase tropas en las islas o las rodeara con sus fuerzas navales, Washington podría sentirse obligado a responder militarmente. En el conflicto subsiguiente, los riesgos de una escalada serían enormes. Todas las partes reconocerían que el interés inicial –las islas– no justifica las consecuencias de una guerra nuclear, pero ¿estarían dispuestos los antagonistas a dar un paso atrás para llegar a posiciones aceptables para ambos? Contemplar esa hipótesis plantea importantes interrogantes sobre el equilibrio entre los riesgos y beneficios inherentes a los arsenales nucleares.
Las situaciones en el este de Asia y Europa subrayan el riesgo moral de las armas nucleares. Puede que los Estados confíen en estas armas “definitivas” para librarse o evitar cualquier tipo de desastre, pero luego descubran que las amenazas reales a las que se enfrentan están por debajo del umbral que hace racional el uso de armas nucleares. Estos países, erróneamente envalentonados por su arsenal disuasorio nuclear, podrían actuar de manera provocativa y rehuir la resolución diplomática de los conflictos subyacentes. Incluso podrían estar invirtiendo pocos recursos en una capacidad militar más simétrica, que impidiese las incursiones o la toma de islas desde el principio. La mejor manera de evitar estos riesgos morales y de seguridad consiste en diseñar políticas diplomáticas y recursos militares como si las armas nucleares no existiesen.
¿Un objetivo a largo plazo?
En la conferencia para la revisión del TNP concluida en Nueva York el 22 de mayo, algunos Estados expresaron su interés por encontrar una vía más sencilla para abordar la cuestión de las armas nucleares. Inspirándose en los activistas no gubernamentales, afirmaban que cualquier uso de las armas nucleares provocaría inevitablemente un desastre humanitario y que, por ende, el mejor recurso sería firmar un tratado que las prohibiese.
Sin embargo, esa perspectiva no aborda las amenazas de agresión masiva y de genocidio que las armas nucleares pretenden disuadir. Tratar de prohibir las armas nucleares sin corregir otras amenazas existenciales para los Estados no serviría de nada. Algo particularmente evidente cuando los acontecimientos en Ucrania, Siria y Asia oriental hacen que los países vecinos sientan que la capacidad disuasoria nuclear podría contribuir a contener los riesgos de una escalada del conflicto. Para eliminar las armas nucleares sería necesario acabar con las fuentes de los grandes conflictos que estas pretenden evitar.
La abolición de las armas nucleares es más deseable de lo que reconocen quienes temen esa posibilidad; también es más difícil de lograr de lo que admiten muchos de quienes lo anhelan. La posibilidad de reducir y, en última instancia, eliminar los arsenales nucleares a escala mundial está en manos de EE UU, Rusia y China. Si estos tres países no desarrollan unas relaciones de seguridad política mucho más cooperativas, EE UU y Rusia no reducirán sus respectivos arsenales nucleares por debajo, digamos, de 1.000 armas desplegadas. China, por su parte, no accederá a restringir la expansión gradual de su arsenal nuclear (impidiendo así que India y Pakistán den marcha atrás en los suyos).
Esta realidad se suma a la presión, ya elevada de por sí, de los acontecimientos en Ucrania y en los mares de Asia Oriental y Meridional. Si la incursión de Rusia en Ucrania acaba saldándose con una victoria significativa para el agresor, y si la fuerza y la intimidación cambian el statu quo en el este de Asia, los Estados más débiles valorarán más las armas nucleares, y las verán más necesarias para su defensa. Por el contrario, si Moscú pierde más de lo que gana con su maniobra en Ucrania, y si se encuentran medios pacíficos para amoldar los intereses de China y los de sus vecinos costeros, podrían crearse las condiciones para una mayor reducción de los arsenales.
Que la relación actual entre las grandes potencias esté lejos de esos niveles de cooperación supone que el objetivo de la abolición nuclear no se logrará a corto plazo. Esto podría consolar a quienes temen el desarme nuclear, pero es un triste consuelo. El mundo estaría más seguro si las tres potencias nucleares más influyentes tratasen activamente de crear las condiciones que les permitieran –a ellas y a otros– vivir sin la amenaza concreta de la guerra nuclear. Ese era el objetivo al que Obama aspiraba en Praga hace seis años. Que la historia lo recuerde como trágico, absurdo o profético dependerá directamente de las acciones de EE UU, Rusia, Ucrania, la OTAN, China y Japón en los años venideros.