Por Jaime Ojeda. Ha muerto Robert McNamara, el secretario de Defensa de los presidentes Kennedy y Johnson, el “arquitecto” de la guerra de Vietnam, el más “halcón” de toda esa constelación de insobornables soldados de la guerra fría. Pero ¿hemos enterrado con él a esa terrible guerra? Espero que no: el genio maléfico que la engendró sigue vivo y las lecciones que debían haberse aprendido en ese conflicto siguen sin aprenderse.
Todos han admirado la inteligencia de McNamara, la energía y la extrema racionalidad con la que cortaba cuantos nudos gordianos le ponían por delante. Su presidencia de la Ford, sin embargo, terminó en un relativo fracaso, igual que, más tarde, su dirección del Pentágono durante siete largos años. El fallo radical de su personalidad fue precisamente esa racionalidad en la que había depositado su fe más inquebrantable.
Si al principio su transformación del Pentágono fue admirable, tanto por su alcance como por su enérgica implementación, en el campo de su estrategia la extrema racionalidad condujo a la nación al desastre. No puede decirse que la culpa fuera solamente suya: fue la culpa de toda una generación de belicosos militantes de la guerra fría. La tremenda contienda global con la Unión Soviética generó en Estados Unidos, y también en otros países occidentales, una ideología nacional cuya intensidad oscureció su verdadero carácter, profundamente conservadora e invenciblemente ciega respecto a la realidad política del mundo. En sus mecanismos racionales, tan brillantes, todos los fenómenos políticos del mundo, cada vez más complicados, fueron reducidos a una sola forma: la contención y final derrota de la URSS.
La idea del equilibrio de fuerzas y los tratados de control de armamentos y desarme que McNamara y eminentes colaboradores como Paul Nitze concluyeron con la URSS siguen siendo la base de la estrategia de EE UU, pese a haber sido minados durante la presidencia de George W. Bush.
Esa misma racionalidad, alimentada por la ideología absoluta que generó la guerra fría, hizo que una generación de hombres, “los mejores y más brillantes”, como la tildó David Halberstan, no pudieran encajar lo que estaba pasando realmente en el mundo. En Vietnam creyeron ver la continuación de la “pérdida de China”, como si este país les hubiera pertenecido. Se negaron a entender que en Vietnam del sur se estaba reproduciendo el mismo fenómeno político y social que condujo a la derrota de los “nacionalistas” en China. Apostar por el gobierno de Saigón, apuntalar a su ejército, sin querer ver su irreversible corrupción y la degeneración social de la que provenía, fue el mismo error que llevó a EE UU a apoyar por todos los medios a Chiang Kai-Shek. La guerra contra Japón, primero, y la contención de la URSS en Asia cegó a esas inteligencias tan racionales ante fenómenos nacionales y políticos que con tanta profundidad se estaban produciendo en toda China.
El parecido entre la “pérdida” de la China y la “pérdida” de Vietnam es tan grande que parece difícil de comprender que no lo vieran. Más incomprensible es que hoy los “neoconservadores” sigan pensando en los mismos términos. Porque, en efecto, este grupo ideológico, producto también de la guerra fría, mantiene los mismos principios y la misma ciega racionalidad de McNamara y sus predecesores. Tanto en su caso como en el de los actuales neocon la euforia, el hubris, que les produce la supremacía militar de EE UU los induce a ver un mundo plano.
No todos los americanos cayeron en el mismo error. En su día el senador Fulbright en el Congreso, el ilustre George Kennan en el mundo intelectual, y George Ball en la secretaría de Estado, hicieron lo que pudieron por iluminar la realidad. No lo lograron: EE UU continuó en Vietnam el desastroso curso de su política de contención hasta sus últimas y dramáticas consecuencias. Por eso es importante que el fantasma de McNamara y de Vietnam sigan siendo recordados ahora en Irak, en Afganistán, en las relaciones con China e India, en Iberoamérica… en fin, en todo un mundo cuyo irreversible desarrollo económico y político presenta una realidad heterogénea, extremadamente complicada y profundamente real.