En una entrevista reciente sobre el Covid-19, el historiador económico Adam Tooze hace una comparación sugerente entre Washington y Pekín. Contrastando las reticencias norteamericanas a la hora de adoptar un confinamiento estricto, señala que el Partido Comunista de China es más conservador que el Partido Republicano en Estados Unidos. “Reconocen que todo debe cambiar para que todo permanezca igual. [Donald] Trump ni siquiera es capaz de llevar a cabo ese conservadurismo con sentido de Estado”. Catedrático en la Universidad de Columbia, Tooze es el autor del estudio más destacado sobre la crisis financiera de 2008 y sus ramificaciones económicas y políticas. Su observación es un buen punto de partida para entender cómo el coronavirus está afilando los contrastes entre las dos grandes potencias.
¿Cómo de profundo es el descrédito norteamericano? Hace dos meses abundaban los analistas que denostaban la “incompetencia” china y pronosticaban su “momento Chernóbil”. El autoritarismo del régimen entorpeció el abordaje inicial a la pandemia pero la respuesta posterior, de una contundencia excepcional, ha disipado dudas sobre su capacidad. Hoy las tornas han girado: mientras Wuhan vuelve lentamente a la normalidad, EEUU se enfrenta a más de 600.000 casos de coronavirus y en torno a 26.000 muertos (la cifra final, según la Casa Blanca, será de entre 100.000 y 240.000). La democracia no ha resultado ser una panacea para hacer frente al virus de manera abierta y transparente. Trump malgastó semanas denostando la pandemia como un bulo. En un gesto que recuerda a la represión china del oftalmólogo que alertó sobre el Covid-19, el Pentágono despidió a Brett Crozier, capitán del portaaviones USS Theodore Roosevelt, por alertar de los estragos que estaba causando el virus entre su tripulación.
El fracaso de EEUU responde a factores accidentales. Demasiadas decisiones incompetentes en momentos clave. Pero también a cuestiones de fondo: los nudos de un sistema político anquilosado –presidente inepto, oposición desnortada, gobernadores que se encomiendan a dios antes que a medidas concretas– han impedido articular una respuesta eficaz. Mark Blyth, catedrático de economía política en la Universidad de Brown, señala que el modelo de crecimiento estadounidense es especialmente vulnerable frente a esta pandemia. No es capaz de gestionar una emergencia sanitaria ni una hibernación económica, puesto que ni siquiera cuenta con la función estabilizadora que desempañan los Estados del bienestar europeos. Estamos ante lo que en la jerga militar estadounidense se denomina clusterfuck: una “multijodienda” en la que distintos elementos de una misma ecuación descarrilan al mismo tiempo.
Esta incompetencia también se manifiesta a nivel internacional. Mientras China repara su imagen publicitando envíos de material sanitario, EEUU cerró sin aviso previo sus fronteras a la Unión Europea. La Casa Blanca también ha mostrado interés por adquirir una compañía alemana que trabaja para desarrollar una vacuna contra el virus e intentado desviar cargamentos de mascarillas a golpe de talonario. Trump, que dejó sin financiación la oficina de prevención de pandemias en EEUU este septiembre, acaba de congelar los fondos destinados a la Organización Mundial de la Salud, acusándola de “encubrir” la propagación del virus.
“Hoy EEUU está perdiendo su reputación de competencia más elemental, ya bastante dañada por su larga lista de guerras inútiles y la crisis financiera de 2007-2009”, observa Martin Wolf, reconocido columnista económico del Financial Times. El principal analista internacional del periódico, Gideon Rachman, subraya la hegemonía del dólar y la calidad de la educación superior estadounidense como elementos que –de momento– permiten a EEUU mantener su primacía en el escenario internacional. Tooze también destaca la centralidad de la Reserva Federal a la hora de mantener el sistema monetario mundial en pie durante la actual crisis. Pero enfatizan dimensiones algo efímeras del poder global: el imperio británico mantuvo Londres como centro financiero global y su sistema de educación superior como imán para las élites globales mucho después de perder su hegemonía.
¿Servirá la crisis para apuntalar el liderazgo internacional de Pekín? Varias cuestiones de fondo aconsejan matizar la hipótesis. Aunque algunos de los atributos de EEUU como superpotencia –en concreto, su preponderancia militar frente a cualquier competidor cercano– no aportan gran cosa en el contexto actual, otros adquieren nitidez. La crisis no solo ha puesto de relieve la importancia de la Fed, sino la de los gigantes de Silicon Valley, que ya se presentan como ganadores relativos en la economía del confinamiento. Por otra parte, también pueden ser efímeros algunos de los golpes publicitarios chinos recientes. Pasado lo peor de la pandemia, queda por ver hasta qué punto la opinión pública responsabilizará a Pekín por su estallido: tanto por reprimir y ofuscar durante su arranque, como por su tolerancia con los mercados de animales que ya se habían revelado como incubadoras de anteriores coronavirus.
También quedan en suspenso los megaproyectos económicos de la potencia emergente. Tanto en el ámbito tecnológico (Made in China 2025) como en el comercial (Franja y Ruta de la Seda), Pekín aspira a continuar escalando puestos en las cadenas globales de producción. La cuestión es que esas iniciativas dependen de una globalización que ha quedado en entredicho. En la extraña ventana que abre la crisis del coronavirus, la deslocalización y la renacionalización de la producción económica están cobrando un protagonismo que podría dejar fuera de juego las propuestas chinas. El desenlace dependerá de la forma que adquiera la recuperación económica, hoy por hoy elusiva.
El binomio EEUU-China quedará corregido –en beneficio del segundo– tras la pandemia, pero dos consideraciones de fondo permanecen intactas. En primer lugar, la erosión del poder norteamericano ha sido una constante a lo largo del siglo XXI: desde la desafortunada ‘guerra contra el terrorismo’ al momento actual, pasando por la invasión de Irak y la crisis de 2008. También ha sido constante, desde hace más de cuatro décadas, el auge de China. Lejos de transportarnos a un mundo nuevo, esta crisis refuerza tendencias que ya estaban presentes en el de ayer.
En segundo lugar, el daño al prestigio estadounidense es autoinfligido. EEUU sigue contando con una capacidad estructural difícil de replicar por China. Los contrastes más dramáticos se dan en el terreno de la geografía –EEUU se encuentra en su propio hemisferio, separado de sus principales rivales por océanos; China está rodeada de potencias regionales con las que mantiene disputas territoriales– y las condiciones políticas que apuntalaron su poder. La hegemonía estadounidense se cimentó sobre dos guerras mundiales que apenas rozaron su territorio, potenciaron su economía y fuerzas armadas y devastaron a sus competidores europeos; en los noventa, se prolongo artificialmente tras la implosión de la Unión Soviética.
Para China nunca ha existido, ni siquiera ahora, un escenario así de favorable. A falta de esto, su principal baza está en Washington, donde un sistema paralizado es incapaz de impulsar los cambios que EEUU necesita si pretende conservar su poder.