Poco antes de la Segunda Guerra Mundial se abrió un debate en Londres sobre la incorporación de mujeres a la carrera diplomática. La Unión Soviética y Estados Unidos ya habían dado el paso; las feministas británicas querían imitarles. El subsecretario de turno –inevitable pensar en Sir Humphrey Appleby, de Yes Minister– no era feminista. Decidió, por lo pronto, crear una comisión para estudiar el asunto. A continuación, optó por pedirle opinión a unos cuarenta embajadores, repartidos por todo el mundo.
Los informes correspondientes se conservan en los archivos del Foreign Office. El representante en Praga prefería “la muerte, antes de ver a Inglaterra gobernada por la intuición femenina”. La mayoría de los jefes de misión fueron menos dramáticos, pero igual de contundentes. Afirmaron que una mujer no conseguiría hacerse respetar. Su grado de interlocución nunca sería equiparable al de un hombre. El embajador en Berna resumió su planteamiento en una frase: “Las mujeres inteligentes no van a caer bien y a las atractivas no se les tomará en serio”. Enviar a una diplomática sería ofensivo para el régimen nazi, advertía el embajador en Berlín. Hubo consenso en que las mujeres no sabrían desenvolverse en zonas de conflicto o en situaciones de crisis. Varios embajadores apuntaron que sus esposas ya desempeñaban las funciones de diplomáticas. Solo tres jefes de misión –destinados en Washington, Moscú y Bruselas– se pronunciaron a favor, posiblemente influidos por las posiciones de sus países de residencia.
Se debatía entonces la hipotética incorporación de mujeres solteras; contar con las casadas, futuras madres de familia, era implanteable. En palabras de un miembro de la comisión: “Es impensable que un diplomático pueda producir bebés y al mismo tiempo desempeñar su trabajo de manera adecuada”. Al final, Sir Humphrey triunfó, como no podría ser de otra forma, y las mujeres se quedaron donde estaban en el Foreign Office, es decir, en la escala administrativa.
Hoy en día ese debate queda muy lejos. Es más, la diplomacia europea apuesta sin complejos por promover la igualdad de género, como se puede constatar en los foros globales (con penosas excepciones). La discusión ahora versa sobre el papel que deben tener los derechos de las mujeres en la acción exterior: ¿un enfoque transversal?, ¿una prioridad central?, ¿un punto intermedio? Cada vez son más los gobiernos que apuestan por una política exterior feminista.
Con todo, falta mucho camino por recorrer. Hay asignaturas pendientes en casi todos los rincones del mundo; sin duda en España, donde no se alcanza la paridad ni en las promociones más recientes de diplomáticos. Según datos de 2019 del Carnegie Endowment, dos tercios de los expertos en relaciones internacionales son hombres.
Conciliar la vida profesional con la personal no suele ser fácil. Menos aún cuando tienes que cambiar de residencia cada tres o cuatro años y volver a empezar en otra parte del mundo. Es un problema de todos, pero no nos afecta por igual a todos. Las estadísticas de Eurostat son tozudas: las cargas familiares siguen recayendo en mayor medida sobre las mujeres. Por otra parte, no todo es conciliación. Las tradiciones y las inercias heredadas de épocas anteriores tienen su peso.
Diversidad, apoyo y eficacia
¿Qué se puede hacer? Avanzar hacia un servicio exterior donde quepamos todos, en condiciones de igualdad. Eso implica, de entrada, atraer perfiles diversos a la carrera diplomática. La Asociación de Mujeres Diplomáticas Españolas está organizando eventos y conferencias en universidades de toda España. Es clave, por otra parte, el apoyo –económico– a las familias, tan común en otros países de nuestro entorno.
Y sobre todo, es necesario un servicio exterior más eficiente; mejor dotado en medios humanos y materiales; guiado por unas prioridades ajustadas a los recursos disponibles, con todo lo que eso implica; un sistema más descentralizado, donde sea posible delegar la toma de decisiones; una carrera profesional estructurada en torno a procesos de selección objetivos y transparentes (también en puestos directivos). De lo contrario, seguiremos trabajando en un sistema relativamente anticuado, donde los departamentos son más o menos flexibles y eficientes en función de la personalidad de cada jefe. Todavía se tiende a medir el desempeño por las horas de trabajo invertidas y no tanto por los resultados. A la postre, el sistema acaba pasando factura a quienes tienen mayores obligaciones familiares. La dinámica de trabajo en los servicios centrales apenas deja tiempo para una reflexión de fondo sobre estos asuntos.
Una acción exterior dedicada a promover la igualdad de género necesita contar con las mujeres, a todos los niveles. No por casualidad, los países posicionados en pro de la una política exterior feminista –Suecia, Canadá o Francia– han empezado por sentar las bases para equilibrar sus filas (en el caso de Francia, como parte de una política de equiparación entre hombres y mujeres en el conjunto de la administración pública). Es un ejercicio de coherencia y de legitimidad.
En el siglo pasado, mientras el Foreign Office se enredaba en el debate sobre la incorporación de mujeres, en el Palacio de Santa Cruz, sin tantos aspavientos, se abría la puerta a la primera diplomática española. No siempre hace falta esperar décadas para adaptarse a los tiempos en que vivimos. Otro servicio exterior es posible.