No es fácil atacar una refinería sin provocar un incendio. Más aún con la precisión requerida para interrumpir el proceso de refino. Y no es fácil conseguir que una operación de este tipo afecte al precio del crudo, en un mercado estabilizado por la desbordante producción de petróleo de esquisto norteamericano. Pero el ataque a una refinería saudí de la compañía Aramco el 15 de septiembre cumplió ambas premisas improbables: detuvo la actividad de la planta sin apenas una llamarada, e hizo subir el precio del petróleo en un 10%. Quizá por eso, desde el principio, la reivindicación hecha por los huzíes pareció poco creíble. Fue un ataque casi quirúrgico, de una precisión espectacular y con un coste mínimo para el resultado obtenido. En otras palabras, un perfecto ejemplo de ataque asimétrico.
Esta acción es hasta ahora el suceso más llamativo, aunque no el más letal, de la particular guerra que libran Estados Unidos e Irán. El combate se ha vuelto asimétrico porque no puede ser convencional. El momento crítico para esta caracterización fue cuando la Guardia Revolucionaria iraní derribó un dron estadounidense el 20 de junio. El Pentágono preparó una respuesta cifrada en bombardeos limitados de objetivos iraníes. Una respuesta de manual: no se puede ser una potencia global, desplegada militarmente en multitud de países, sin dejar patente que cualquier agresión a las tropas será respondida de forma inmediata, solvente y cuidadosamente desproporcionada. Cuando la operación estaba ya a punto de iniciarse, los aviones calentando motores, Donald Trump la abortó.
Como señalé anteriormente, se pueden reprochar muchas cosas al presidente de EEUU, pero no desde luego que incumpla su palabra. Y su promesa fue no declarar nuevas guerras y acabar con las viejas. Abortar un ataque, que hubiera conducido de manera inexorable a una escalada militar, es coherente con este principio. Pero dio a los iraníes una señal clara de que, contrariamente a sus predecesores, incluido Barack Obama, la opción militar no está sobre la mesa, ni siquiera como último recurso. El conflicto cambió así su dinámica y la lógica de los actores más implicados en él.
El error es pensar que un conflicto asimétrico no puede transformarse en uno militar. Lo hará si es dejado a su propia lógica. Ante un ataque como el de la refinería se pueden tomar dos decisiones conducentes a una escalada: contestar con un ataque militar o no hacer nada. Pero se pueden tomar otras que traigan la distensión necesaria para abordar el problema de fondo. Como dejar claro al régimen iraní que estas acciones tienen un coste, aumentar la vigilancia en el estrecho de Ormuz para tener mejor información de posibles incidentes, y plantear una nueva negociación sobre las diversas cuestiones que nos han llevado hasta aquí. Si la etapa de inestabilidad que ahora vivimos comienza con la retirada estadounidense del acuerdo nuclear, solo una negociación entre EEUU e Irán permitirá reconducir el problema. Pero la desconfianza es enorme y el régimen iraní parece haber hecho el cálculo de que puede aguantar la “presión máxima” –la política aplicada por la EEUU–, descontando que en poco más de un año Trump no estará en la Casa Blanca. Es un cálculo arriesgado. Pero eso es quizá lo de menos. El problema es que se inscribe en una estrategia profundamente equivocada.
Irán sabe que, tarde o temprano, tendrá que renegociar el acuerdo nuclear, y hacerlo en un marco más amplio que incluya su programa balístico de largo alcance y su política regional. Como es lógico, quiere hacerlo desde la mejor situación posible. De ahí su calculada vulneración de algunos límites establecidos en el acuerdo nuclear. Se trata de enviar una señal de que pueden retomar el programa y tener la bomba en menos tiempo del que muchos parecen pensar. Este es el primer error. El acuerdo nuclear es un Humpty Dumpty de libro, un sistema complejo que una vez roto no se puede recomponer a su forma original. Se puede volver a enriquecer uranio a menor gradación, pero el conocimiento adquirido en el proceso es irreversible. Hace tiempo que el programa nuclear iraní depende mucho más del conocimiento que de las máquinas. La desconfianza que suscita esta actuación es profunda y ahí radica la equivocación iraní.
El segundo error es pensar, y actuar, sobre la base de que la opción militar está en cualquier caso y situación, descartada. Puede volver a ponerse sobre la mesa por un cálculo electoral en Washington o de desconfianza en Jerusalén, factores fuera del alcance de la República Islámica. La escalada asimétrica tiene un límite, y el límite lo pone EEUU.
Este, por su parte, empiezan a comprender que la política de “máxima presión” está agotando su recorrido. Irán ha pasado de exportar casi tres millones de barriles diarios a una cantidad indeterminada, que la mayoría cifran en alrededor de medio millón, pero con descuentos sustanciales, sobre todo a clientes chinos. Su moneda se ha devaluado como solo las sometidas a hiperinflación lo hacen: el 31 de julio le quitaron cuatro ceros al rial y le cambiaron de nombre. Estos episodios empobrecen a los ciudadanos hasta límites difícilmente soportables. La administración Trump ha impuesto sanciones a virtualmente cada persona física o jurídica iraní de cierta relevancia. Queda ya poco margen para aumentar la presión por esta vía. Pero todo parece indicar que el régimen islámico no se va a desmoronar en un plazo razonable. Por otra parte, el objetivo de Trump con esta política de máxima presión era sentar a Irán a la mesa de negociaciones, aunque otros miembros destacados de la administración y aliados regionales relevantes buscasen el cambio de régimen.
La vía europea
Todo ello convergió, primero en la cumbre del G7 en Biarritz en agosto y después en la semana ministerial de Naciones Unidas en septiembre, en un intento de mediación del presidente francés, Emmanuel Macron, que a punto estuvo de tener un primer éxito de reunir a los presidentes iraní y estadounidense. Los términos de la mediación eran los correctos. Una línea de crédito hacia Irán para aliviar la angustiosa situación financiera, instrumentada por la Unión Europea, a cambio de un compromiso iraní de sentarse a la mesa de negociaciones para un acuerdo más amplio, y un compromiso estadounidense de empezar a levantar de forma inmediata algunas sanciones. El presidente iraní, Hasan Rohaní, impuso la condición de que EEUU levantara las sanciones antes de reunirse con Trump. Esta exigencia dio al traste con la mediación.
Pero la oportunidad permanece y prueba de ello son las declaraciones del ministro de Asuntos Exteriores, Mohammad Javad Zarif, en las que se muestra dispuesto a aceptar el principio de una renegociación del acuerdo nuclear que ponga sobre la mesa otras cuestiones y reconsidere algunos términos del acuerdo. Las señales de ambas partes son, en efecto, que están preparadas para entrar en una negociación. Esta será larga, tortuosa y sin ninguna garantía de éxito. Pero hay que intentarlo. Como se ha dicho al principio, es la única alternativa a una inevitable escalada si el conflicto sigue su propia lógica.
Es ahora el momento de la Unión Europea, de la Unión como tal, de sus instituciones. El acuerdo nuclear con Irán ha sido uno de los expedientes más importantes que han tenido sobre la mesa tres altos representantes: Javier Solana, Catherine Ashton y Federica Mogherini. Y ha sido también uno de los mayores éxitos diplomáticos de la UE. Dos razones avalaban la implicación de las sucesivas altas representantes en este asunto: su capacidad de aportar el peso conjunto de todos los Estados miembros y dar legitimidad a cualquier sacrificio que se pidiera a estos, en particular en forma de sanciones. Estas razones de legitimidad y de peso conjunto de la UE siguen vigentes. Y son ahora probablemente más importantes porque las apuestas son más altas.
Josep Borrell tiene así un cuádruple desafío:
Uno, retomar para la UE una cuestión que desde hace ya un tiempo está en manos de algunos Estados miembros, en particular de Francia. No es fácil, requiere voluntad política por parte de esos países y un acto de confianza en un alto representante que apenas inicia su andadura.
Dos, generar, dentro de la Unión, consenso en una nueva plataforma negociadora que, inevitablemente, va a suponer una modificación del acuerdo nuclear firmado. Mientras tanto, la vigencia de este acuerdo no puede ponerse en duda ya que es el único seguro frente a un programa nuclear iraní que en su momento generó fundadas suspicacias, y no tiene por qué no seguir haciéndolo.
En tercer lugar, trabajar con China y Rusia en el diseño de esa plataforma en su calidad de miembros del EU3 + 3, y como actores clave para cualquier validación futura de un acuerdo.
Finalmente, aunque no en sentido cronológico, trabajar con EEUU e Irán para la definición de los términos preliminares de la negociación.
Es un reto formidable. Implica obstáculos tanto dentro como fuera de la UE. Los primeros son más una prueba para los Estados miembros que para un alto representante que, ya en su audición en el Parlamento Europeo, ha suscitado el consenso y apoyo que le permite reclamar esa confianza. No dársela será otro paso atrás en una tarea que acumula ya serios reveses: hacer de la Unión un verdadero actor geopolítico global.