Desde su fundación hace 200 años, el Museo del Prado ha tenido una deliberada dimensión internacional, como corresponde a una institución nacida en el siglo XIX, fuertemente marcado por el nacionalismo, cuando los Estados europeos se afirmaban no solo internamente, sino también midiéndose en el exterior. Fundado con la intención de vindicar y difundir los logros de la escuela española de pintura, fue un instrumento privilegiado en el afán de nuestro país por posicionarse entre las grandes naciones europeas en un siglo de menguante protagonismo político. Y un instrumento eficaz, pues apenas unas décadas después de su inauguración, el Museo del Prado se había convertido en uno de los principales reclamos para visitar el país y en una presencia constante en los relatos de los viajeros europeos, muchos de ellos reconocidos escritores (Théophile Gautier o Prosper Mérimée entre otros), unánimes en sus elogios a la pinacoteca.
Dos factores contribuyeron en el extranjero a la temprana asimilación del Museo del Prado con España: su ubicación en Madrid, la capital, y que su principal atractivo fuera la cada vez más valorada pintura española. Esto último no sucedía, por ejemplo, con la National Gallery de Londres o los museos alemanes y austriacos, cuyas escuelas nacionales no suscitaban un entusiasmo similar. La contribución de nuestra pintura a la configuración de la imagen exterior de España fue, de hecho, capital, como atestiguan los espacios singulares que le dedicaron las principales pinacotecas europeas. Alcanzó su ápice en el quicio de los siglos XIX al XX, cuando Velázquez se encaramó a la cima del Parnaso pictórico y el Prado se convirtió en lugar de peregrinaje de artistas de vanguardia como Manet, Degas o Sargent, así como de intelectuales europeos y norteamericanos.
Esta percepción se consolidó y propagó durante el primer tercio del siglo XX, un periodo de…