Si echamos la vista atrás y consideramos cómo estaba Europa al finalizar la Segunda Guerra Mundial, concluiremos enseguida que la Unión Europea ha sido la obra política más importante del último siglo. Nunca antes se había intentado un proyecto compartido de tales dimensiones en el continente. Nunca antes se habían sumado tantos esfuerzos en favor de un objetivo común.
El ideal de la Europa unida comenzó como el sueño de unos pocos y hoy podemos decir que es una realidad para 500 millones de personas. Este dato es, sin duda, abrumador. Pero lejos de limitarnos a una cifra, debemos valorar el éxito del proceso atendiendo a lo que ha significado para el desarrollo del individuo y para el progreso de las naciones.
En primer lugar, la Unión es una comunidad de paz. Como es bien sabido, la historia del continente está plagada de guerras, tanto las de vecindad como conflictos más amplios provocados por potencias que trataban de imponer su hegemonía sobre las demás. Los padres fundadores supieron ver perfectamente que el reto inicial de la construcción europea consistía en transformar el conflicto en cooperación. Sabían que el nacionalismo excluyente había sido la semilla de la destrucción. Quisieron superar eso, cimentando la unidad en la convivencia. Ahí está un logro fundamental: la Unión Europea es sinónimo de paz en un espacio que, en buena medida, había sido escenario permanente de enfrentamientos.
En segundo lugar, la unidad europea se afirma sobre unos valores determinados: la libertad individual, los derechos humanos, el Estado de Derecho, la democracia pluralista. Son los valores de la civilización occidental, el legado de Grecia y de Roma, de la religión judeocristiana y de la Ilustración. Sin estos valores serían inconcebibles la dignidad del hombre y el progreso social, tal como los entendemos. La construcción europea constituye un…