El precio del imperio
“Poblamos esta sagrada Madre Tierra con rostros diferentes y jamás comprendimos el racismo hasta que lo sufrimos desde los funestos tiempos de la colonia”.
Preámbulo de la Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia (2009)
La decisión de la ciudad de Los Ángeles de retirar de uno de sus parques una estatua de Cristóbal Colón por iniciativa de dos concejales demócratas –Hilda Solís, exsecretaria de Trabajo de Barack Obama y de ascendencia nicaragüense y mexicana, y Mitch O’Farrell, miembro de la tribu Wyandotte de Oklahoma–, ha sido el último episodio de un revisionismo histórico generalizado hoy en EEUU. En reconocimiento de los native americans, más de 50 ciudades, entre ellas Austin, San Francisco, Denver y Cincinnati han dejado de celebrar el Columbus Day el 12 de octubre y lo han rebautizado Native American Day. Columbus (Ohio) dejó de considerarlo festivo este año.
La comunidad ítalo-americana de Nueva York, que incluye al propio alcalde, Bill de Blassio, y a Martin Scorcese y Robert de Niro, ha logrado salvar, por ahora, la estatua del Columbus Circle. Pero la de Baltimore, que tenía más de 200 años, fue destrozada hace poco por unos vándalos. No es casual. Según un reciente artículo de Nature, las 1.500 guerras o ataques contra los indios autorizadas por el gobierno federal hizo que a finales del siglo XIX solo quedaran 238.000 nativos en su territorio, frente a los entre cinco y 15 millones que se estima poblaban América del Norte en 1492.
Un informe de 1868 de la Indian Peace Commission recogido por Peter Cozzens en The earth is weeping (2016), señalaba que “si se invaden las tierras del hombre blanco, la civilización justifica la resistencia ante el invasor. Pero si los salvajes se resisten, la civilización demanda su exterminio”.
El cuerpo colectivo
Romper efigies y contar la historia desde la perspectiva de los vencidos se ha convertido, desde Canadá a Chile, en una forma de apropiarse de símbolos icónicos de la nación para cambiarles de sentido, es decir, una forma de concebir –y esculpir– de otro modo el “cuerpo del nosotros”.
Según Solís, la retirada de la estatua de Colón, un regalo de 1973 de una asociación ítalo-americana, “reescribe un capítulo manchado de la historia que daba una visión romántica de la expansión de los imperios europeos”. O’Farrell, por su parte, ha dicho que el proceso seguirá hasta “disociar” a California de su pasado colonial, que tiene entre sus figuras emblemáticas a Junípero Serra, el fraile mallorquín fundador en el siglo XVIII de las misiones franciscanas, hasta ahora uno de los símbolos del Golden State.
El treno es propicio para ese tipo de exorcismos. En los años previos a la guerra hispano-americana de 1898, uno de los más famosos oradores del país, Robert Green Ingersoll, esgrimió contra España la espada flamígera de la “leyenda negra”. A través de la Inquisición, escribió, España había destruido toda libertad de pensamiento: “Durante siglos el cielo estuvo lívido con las llamas de los autos de fe (…). España estaba ocupada llevando leña a los pies de la filosofía, quemando gente por pensar, por investigar, por expresar opiniones honestas”.
Al sur del río Grande
Al Sur del río Grande, esa visión no es muy distinta. El presidente boliviano, Evo Morales, saludó “al hermano Mitch O’Farrell, de la tribu Wyandotte” por retirar la efigie de un “genocida”. Unos días después, la estatua de Colón en el Paseo del Prado de La Paz apareció con manchas de pintura roja y negra.
En Nicaragua, Bolivia y Venezuela el antiguo Día de la Hispanidad es hoy el Día de la Resistencia Indígena. En Argentina es el Día de la Diversidad Cultural, en Chile el Día del Encuentro de los Dos Mundos y en Ecuador el Día de la Interculturalidad y la Plurinacionalidad.
En el Perú, la estatua de Francisco Pizarro, una réplica de la que se encuentra en Trujillo de Extremadura, fue retirada hace años de Plaza de Armas de Lima. Desde 1968 el antiguo salón Pizarro, el mayor del Palacio de Gobierno, se llama salón Túpac Amaru, en honor del cacique cusqueño que lideró a finales del siglo XVIII la mayor revuelta de la historia colonial andina, que causó unas 100.000 muertes, el 10% de la población del virreinato.
En México, Hernán Cortés no tiene plazas, avenidas ni estatuas ecuestres. La representación más conocida suya en la ciudad que fundó sobre la antigua Tenochtitlán es la del muralista Diego Rivera en uno de los frescos históricos del Palacio Nacional, donde aparece como un enano jorobado y deforme. En 1867, Benito Juárez, zapoteca de Oaxaca e ídolo político de Andrés Manuel López Obrador, escenificó la ejecución del emperador Maximiliano, que veneraba la memoria de su ancestro Carlos V, casi como si se hubiese tratado de la venganza de Cuauhtémoc, el último emperador azteca.
Cuando Napoleón III retiró sus tropas del país, Juárez, lentamente, como una serpiente que se enrosca en torno a su presa, rodeó a las tropas de Maximiliano en Querétaro. Implacable como un dios pagano, Juárez no escuchó las peticiones de clemencia que llegaron de Europa para que perdonara la vida al archiduque austriaco, incluidas las de Garibaldi y Víctor Hugo.
Juárez creía que México no podría existir reverenciando lo de fuera.
La ‘desespañolización’
Francisco Bilbao (1823-65), un influyente escritor chileno, escribió: “España trajo el catolicismo, la monarquía, la feudalidad, la Inquisición, el aislamiento, la intolerancia exterminadora, la obediencia ciega (…). Los ingleses la corriente liberal de la Reforma; la ley del individualismo soberano. ¿Cuál ha sido el resultado? Al Norte, EEUU, la primera de las naciones modernas; al Sur, los Estados desunidos, cuyo progreso consiste en desespañolizarse”.
Argentina y Chile prohibieron las corridas de toros y en Colombia se dejó de escribir con caligrafía castellana. Se hicieron populares el sombrero de copa y la levita ingleses, la arquitectura francesa y el positivismo. Pero la imitación acrítica tampoco sirvió de mucho. Según Guy Sorman, ensayista y latinoamericanista francés, la región lo ha ensayado todo, con resultados fallidos: el liberalismo de Alberdi y Sarmiento en Argentina, el despotismo ilustrado en el México de Porfirio Díaz, las dictaduras militares de Pinochet, Videla y Stroessner, y las civiles de Somoza y Fujimori; el comunismo de los hermanos Castro y el “socialismo del siglo XXI” de Chávez.
Mientras EEUU, Canadá, Australia y Nueva Zelanda figuran entre los países más ricos del mundo, por progreso material y político las ex colonias españolas, con la excepción de Chile, Uruguay y Costa Rica, están entre las naciones más retrasadas del mundo occidental.
Imperios tardíos y prematuros
Josep M. Colomer, economista, politólogo y profesor de la Universidad de Georgetown, en su último libro, España: la historia de una frustración, sostiene que las razones de esas diferencias son fáciles de explicar: Reino Unido tuvo un Estado temprano que fundamentó un imperio colonial tardío mientras que España tuvo un imperio prematuro que aplazó y frustró un Estado moderno.
Con una alta renta per cápita y con una democracia respetada y una envidiable calidad de vida, España es hoy un país exitoso. Pero con una larga serie de datos abrumadores y contundentes, el autor muestra cómo ese progreso ocurrió como consecuencia de la pérdida de un imperio que partió de una sociedad con débiles estructuras financieras, organizativas y militares y que terminó por convertir a la metrópoli en su rehén.
Para Fernand Braudel, el imperio español fue “una suma de debilidades”. Paul Kennedy, por su parte, lo calificó de ejemplo de “sobrecarga (overstretch) estratégica”. Colomer sostiene por ello que las fuentes de la “frustración” española se derivan de haber pretendido un imperio universal, que de hecho alcanzó a tener 14 millones de kilómetros cuadrados, 30 veces el tamaño de la península.
El legado del imperialismo, sostiene, fue el militarismo y el clericalismo. La prueba de ello, alega, es que tanto la dictadura del general Miguel primo de Rivera, que luchó en las guerras coloniales de Cuba, Filipinas y Marruecos, como la de Francisco Franco tuvieron profundas raíces en las tardías guerras imperialistas en África y Marruecos.
El nacionalismo basado en las nostalgias imperiales relegó a un segundo plano ideas modernas de nación cívica y ciudadanía. David Marcilhacy, profesor de Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Sorbona, cree que las referencias a la “hispanidad” en el nacionalismo español sirven para “sublimar” esa frustración imperial.
En total, apunta Colomer, entre 1800 y 2018 España ha sido gobernada por monarcas absolutistas o dictaduras militares durante el 38% del tiempo, frente al 16% de Francia, el 12% de Italia y el 0% de Reino Unido, lo que explica que el apego a los símbolos nacionales sea uno de los más bajos de Europa.
Pero es poco probable que el libro a contracorriente de Colomer vaya a tener tanto éxito como Imperiofobia, de María Elvira Roca Barea, un intento de reformular la antigua “leyenda rosa” del imperio. A fin de cuentas, las personas –y las naciones– creen muchas veces lo que les conviene –o interesa– creer.