La XXVI edición de la Cumbre Iberoamericana se cerró el viernes 16 de noviembre en Antigua, Guatemala y congregó a 15 de los 22 jefes de Estado y gobierno que integran este foro consultivo. Estas reuniones se han convertido en un espacio privilegiado para resguardar el acervo histórico y los fuertes vínculos culturales y económicos que unen a 19 países de América Latina y los tres de la península ibérica, que en este encuentro fueron convocados bajo el lema “una Iberoamérica próspera, inclusiva y sostenible”.
Reflexionar sobre lo iberoamericano en la actualidad implica indagar sobre lo que representa esta comunidad en un sistema internacional complejo y pensar los desafíos que debe enfrentar en una época de reconfiguración y difusión del poder mundial. Indudablemente, el mundo de comienzos de los noventa, que vio el surgimiento de la I Cumbre Iberoamericana, poco se parece al actual. Pero estas casi tres décadas han dotado de madurez institucional a este espacio, han reivindicado la necesidad del diálogo como herramienta indispensable de convergencia en la diversidad y propiciado redes de cooperación, trans-regional incrementando las relaciones a ambos lados del atlántico.
La construcción de identidades: ¿Qué representa la comunidad iberoamericana?
Recurrir a las narrativas para interpretar la realidad resulta útil para entender el sinnúmero de significantes que lo “iberoamericano” puede acompasar: lengua, cultura, historia, economía, integración, valores, mestizaje, cooperación, tradición. En sus inicios, el criterio identitario que predominó para definir a los miembros la Cumbre Iberoamericana fue el de compartir una herencia cultural asociada a lazos lingüísticos; es decir, podían participar todos los Estados que reconocían al español o portugués como su lengua oficial. Posteriormente se amplió a países donde estas dos lenguas eran mayoritarias. Actualmente, la comunidad iberoamericana está conformada por “estados con afinidades lingüísticas y culturales con Iberoamérica o que puedan realizar aportaciones significativas a la región”, lo que incluye países donde el español o el portugués ni son lenguas oficiales, ni son mayoritarias, de ahí que Italia, Bélgica (2009), Filipinas, Marruecos, Países Bajos, Francia (2010), Haití (2012), Japón (2013) y Corea (2016) se hayan convertido en observadores asociados.
Estas identidades difusas y cambiantes se han venido formalizando de manera ininterrumpida en cada encuentro bienal (anual hasta 2014). En su forma institucional, la comunidad iberoamericana se dota de contenidos prácticos a través de sus organismos técnicos de apoyo, la Secretaría General Iberoamericana (SEGIB) y la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI). Tras casi treinta años de programas, becas e intercambios multisectoriales y de cooperación sur-sur, este foro lanza permanentes señales de estar muy vivo, como una amplia red transatlántica de vínculos empresariales, sociales y culturales que dan a la institución la legitimidad para ser la voz de unión de los 670 millones de iberoamericanos. Sin embargo, el contexto global actual es más complejo y competitivo e impone la necesidad de repensar su misión y poner en valor su razón de ser.
La Cumbre ante un nuevo orden internacional
El desplazamiento de poder del eje Atlántico, la emergencia de nuevos focos de dinamismo económico con creciente acento sino-céntrico, las migraciones, el declive de organismos regionales o el repunte de tensiones geopolíticas aupadas por el repliegue de proyectos aislacionistas y antipluralistas, marcan el nuevo entorno sobre el que opera la Comunidad Iberoamericana. La profundidad y alcance de las transformaciones apenas insinuadas implican renovados desafíos para dicho mecanismo consultivo, el más inmediato: gestionar el cambio y pensar críticamente su rol en el escenario internacional a riesgo de perder pertinencia, relevancia o credibilidad.
El panorama actual se presenta lleno de obstáculos para el fortalecimiento de las instituciones iberoamericanas. A corto plazo, la continuidad de las Cumbres implica una apuesta por el multilateralismo contra viento. Sin embargo, a largo plazo el sistema de Cumbres languidece. Esto no tiene que ver con la intención o voluntad de sus miembros, sino con fuerzas estructurales de mayor calado. El eje de poder que favorece a Asia y el Pacífico se presenta como una fuerza centrífuga de los vínculos iberoamericanos y sus efectos se plasman en la diversidad de opciones estratégicas disponibles para cada actor en este espacio. La presencia de potencias extra regionales en América Latina ofrece mayores opciones a la región para elegir sus socios estratégicos y disminuye el interés por aliados tradicionales, especialmente si estos siguen golpeados por crisis, como ocurrió con España y Portugal después de 2008. De igual manera, para su interlocución con la Unión Europea o con la zona euro, los países latinoamericanos no consideran indispensable pasar por Lisboa o Madrid.
En este contexto, el gran reto es reimpulsar el proyecto de Comunidad Iberoamericana adaptándose a los nuevos escenarios y repensando el valor de este espacio ante la proliferación de foros y organismos de integración regional. Para ello, resulta plausible plantear objetivos alcanzables en vez de utopías grandilocuentes, ya que es preferible implementar constantes acciones puntuales que mirar un lento desacople o fragmentación de una institución con agendas desmesuradas. El Principado de Andorra, que toma el relevo para organizar la Cumbre en 2020, debe dar pasos pragmáticos en este sentido.