Ríos de tinta se han escrito ya sobre el presidente electo de Brasil, Jair Bolsonaro, sobre su personalidad autoritaria, nostálgica de la dictadura, machista, homofóbica e intolerante, y sobre los riesgos que esto concita para la democracia global. Los discursos de odio son una constante en su dilatada carrera política, de forma que en su finalmente victoriosa campaña electoral no ha escatimado frases incendiarias en contra de sus rivales políticos y las instituciones. La gran mayoría de la opinión pública mundial ha recibido con gran alarma la ascensión de esta nueva figura política, desde la izquierda hasta posiciones más liberales o conservadoras, como The Economist o Francis Fukuyama, que llegaron a ser acusados de comunistas por los seguidores de Bolsonaro. Una vez consumada su victoria en las urnas el 28 de octubre, todo está preparado para su toma de posesión el 1 de enero, por lo que cabe preguntarse cuál será el tenor de su gobierno, y si la dinámica populista que ha marcado su trayectoria política y su campaña electoral será la tónica de su mandato. Sin embargo, existen una serie de factores que parecen indicar que una vez sea proclamado, Bolsonaro no tendrá más remedio que moderarse y adaptarse a las reglas del juego democrático, como parecen apuntar sus discursos en los últimos días de campaña y después de su victoria.
Bolsonaro puede ser definido como un populista por su discurso exaltado en contra de las élites –a pesar de que él mismo siempre fue un segundón de esa élite política que critica–, que fomenta la división de la sociedad brasileña en dos bandos irreconciliables, que apela a sentimientos primarios como el patriotismo o el anticomunismo, y que promete soluciones simplistas a problemas realmente complejos como la corrupción o la inseguridad ciudadana. Sin embargo, cabe diferenciar las estrategias del populismo, en este caso de extrema derecha, para llegar al poder, con lo que es efectivamente un gobierno de este cariz político. El populismo, más allá de su vertiente discursiva y como forma de gobernar se caracteriza por utilizar la movilización constante de las masas para concentrar poder en manos de un líder carismático, que se vale de ese apoyo popular para pasar por encima de las instituciones que garantizan la separación de poderes y el Estado de Derecho. Para que esto ocurra, por tanto, debe darse la combinación de la variable movilización popular con la variable debilidad institucional, que, aunque se encuentren presentes ambas en el actual escenario político brasileño, probablemente no tengan la suficiente intensidad como para provocar mudanzas significativas, al menos a corto plazo.
Sobre la movilización popular, cabe mencionar que Bolsonaro juega de forma ambigua, a veces alentando con su discurso enardecido a seguidores radicales que coquetean con la violencia velada o explícita. Otras veces, principalmente en el tramo final de su campaña y en los discursos después de ganar la elección, ha moderado su discurso, apelando al respeto de la Constitución y a la pacificación de la sociedad. Si es este último un discurso sincero es algo que solo podrá ser observado con su acción de gobierno, pero en cualquier caso tal vez sea demasiado aventurado afirmar que existe algo así como un bolsonarismo como fenómeno de masas con capacidad de convertirse en actor político. Más bien lo que puede observarse es un conjunto de personas movilizadas para la disputa electoral, en torno de un candidato que ha tocado las más bajas pasiones a través de las redes sociales y las noticias falsas, pero que probablemente no tenga capacidad de continuar en tal grado con su estrategia una vez acabado el pleito. Es importante señalar además que la victoria del candidato de extrema derecha se ha dado por un margen de algo más de diez millones de votos, quedando lejos de la contundencia de las victorias de Lula en 2002 y 2006 o de Cardoso en el primer turno de 1994 y 1998. Muchos de esos votos, además, pertenecen a sectores que han escogido al exmilitar más por un hastío hacia los partidos tradicionales y un rechazo en particular al Partido dos Trabalhadores que por apoyar ideas extremistas. Por si esto fuera poco, si sumamos votos nulos y blancos con los recibidos por el candidato derrotado Fernando Haddad, sumarían más que los recibidos por Bolsonaro, constatando que la ciudadanía brasileña no ha dado un apoyo incondicional al exmilitar.
En cuanto a las instituciones, puede ser observado su lento deterioro, acelerado tras la aventura política del impeachment de 2016 y la judicialización de la política (y politización de la justicia) derivada de la operación Lava Jato. Sin embargo, ese deterioro no significa su colapso. El Parlamento brasileño está cada vez más fragmentado y atomizado, pero el sistema partidario parece gozar más bien de una mala salud de hierro, una vez que los actores tradicionales conservan todavía un apoyo importante tanto en las cámaras como en el gobierno de importantes estados. En cuanto al poder judicial, ciertamente sesgado por las acciones de algunos de sus miembros en su cruzada para dificultar la acción política de la izquierda, no deja de ser una institución altamente corporativa y celosa de sus prerrogativas, que difícilmente aceptaría participar como actor secundario en cualquier aventura política. Las amenazas de acabar con la independencia del Tribunal Supremo o del ministerio Público pueden funcionar para encender los ánimos de sus seguidores más radicalizados, y en última instancia para contar con mecanismos de control débiles y sumisos. Sin embargo, esta estrategia no dejaría de ser una manta corta con la que taparse, pues alejaría de él a la élite económica, cosmopolita y neoliberal, favorable a las reformas en favor del mercado, de quien precisa para llevar adelante un programa económico que viabilice la estabilidad de su gobierno.
No se pueden minimizar los riesgos para la calidad democrática que un personaje como Bolsonaro significa. La libertad de cátedra está amenazada por sus apoyadores más radicales, que han comenzado una campaña para denunciar a todo profesor que, según sus espurios criterios, practique lo que llaman el adoctrinamiento marxista. La prensa nacional está también bajo continuas acusaciones de manipulación y de defender intereses partidarios contrarios al excapitán. Los movimientos sociales se enfrentan al terrible dilema de cómo articular su legítima acción de oposición en las calles en un contexto de violencia política incentivado por el discurso de odio de la extrema derecha. Por último, los grupos tradicionalmente excluidos como pobres, indígenas, negros o población LGTB se han convertido, todavía más, en el blanco de acciones violentas aparentemente descontroladas. Sin embargo, existen suficientes elementos de juicio para pensar que el régimen nacido de la Constitución de 1988 resistirá, y que Bolsonaro no tendrá más remedio que plegarse a las reglas de aquel sistema corrompido del cual se benefició durante treinta años antes de declararle su enemistad. De ser así, antes que convertirse en una democracia iliberal, Brasil continuará disfrutando de una democracia liberal, de pésima calidad, pero democracia al fin y al cabo.