Los cafés de Damasco han vuelto a llenarse. La conquista, por el régimen, del enclave opositor de Guta Oriental, deteniendo con ello el lanzamiento de proyectiles de mortero sobre la capital, fue para los habitantes de esta vieja y hermosa ciudad el punto de partida de algo que quieren llamar “vuelta a la normalidad”. Bachar el Asad lleva también unos meses proclamando victoria. Pero si hay un lugar donde la ausencia de guerra no significa paz, es Siria. La diferencia es tan profunda como el abismo en el que se ha precipitado el país. Como el gélido invierno en el que ha terminado su primavera árabe.
Hace tiempo que la guerra en Siria dejó de ser una insurrección contra un régimen corrupto. El conflicto se convirtió en regional pocos meses después de que unos sicarios del mukhabarat (servicio de inteligencia) ametrallaran, a sangre fría, a un grupo de manifestantes en la ciudad de Homs el 17 de abril de 2011. Se internacionalizó con la intervención rusa en septiembre de 2015. Y estuvo a punto de globalizarse en 2016, cuando los avatares del conflicto pusieron en peligrosa cercanía a aviones de combate estadounidenses y rusos. Este tipo de conflictos tiene una lógica diferente. No basta el agotamiento de la población, límite al que los sirios llegaron hace ya tiempo. Hace falta que todos los intereses en juego encuentren un acomodo relativo. Y todavía no estamos ahí.
En primer lugar, el régimen todavía no controla lo que llama la “Siria útil”, esencialmente el oeste del país, la parte más poblada. Para ello necesita conquistar la última de las irónicamente llamadas “zonas de desescalada”, Idlib, en el noroeste del país: 10.000 combatientes, la mayor parte adscritos a organizaciones consideradas terroristas por Naciones Unidas, entre tres millones de civiles. El asalto final parecía inminente hace apenas unas semanas. Pero los intereses turcos, y el justificado temor de Ankara a una nueva oleada de refugiados, han determinado un acuerdo entre Rusia y Turquía que ha evitado, al menos por ahora, la masacre.
Este acuerdo es ilustrativo de la naturaleza del conflicto y de las capacidades de los actores en juego. Se ha hecho al margen del gobierno de Damasco. Es un reconocimiento de la necesidad que tiene Moscú de preservar la participación turca en el grupo de Astaná. Integrado por Irán, Rusia y Turquía, este grupo encarna un modelo de solución regional al conflicto, completamente al margen de Occidente, el sueño del presidente Vladímir Putin y de su recuperado protagonismo en Oriente Próximo. Y es, finalmente, una nueva prueba del enorme rédito que ha obtenido Moscú de una relativamente limitada inversión militar. La presencia turca, sin embargo, es sustancial. Directa, a través de sus tropas, e indirecta, a través de grupos entrenados y financiados por Ankara que ahora se refugian en este enclave. Rusia, con muchas más capacidades diplomáticas que militares, no puede arriesgarse a un conflicto directo con el ejército turco. El gobierno sirio maniobrará todo lo posible para socavar este acuerdo que mina su autoridad. Si lo consigue, habrá un nuevo baño de sangre.
En segundo lugar, partes importantes del norte y el este de Siria siguen bajo control kurdo, alrededor del 30% del territorio. Y en el este están también las tropas de Estados Unidos, junto con los kurdos, combatiendo los últimos vestigios de Dáesh en Siria. Pero la presencia estadounidense tiene un significado más profundo y estratégico. Mientras permanezcan en el país, no habrá una solución únicamente “a la rusa” o “a la iraní”. Esta es una de esas raras cuestiones en las que el presidente Donald Trump se ha dejado contradecir y no ha insistido en su idea original de retirar las tropas.
En tercer lugar, y de mucho mayor alcance para el futuro de la región, el enfrentamiento entre Israel e Irán. Hasta hace unas semanas, la diplomacia rusa había gestionado con enorme éxito una rivalidad por definición imposible de gestionar. Había sido capaz de conjugar la estrecha alianza iraní en Siria con unas buenas relaciones con Israel, incluso cuando este último atacaba Irán en suelo sirio. Pero ese malabarismo equilibrista empieza a hacer aguas, como no podía ser de otra forma. Los ataques israelíes se han multiplicado. El riesgo de escalada es evidente. El derribo de un avión ruso por una batería antiaérea siria, fruto de una maniobra de aviones de combate israelíes, ha llevado a Moscú a situar baterías del sistema de misiles S300, capaces, en principio, de derribar aviones israelíes. Acostumbrado a su inapelable superioridad militar, Israel enfrenta así una situación inesperada en su intención declarada de acabar con la presencia iraní en Siria. Un objetivo política y militarmente complejo.
Para Irán, mantenerse en Siria es el núcleo de toda una doctrina militar, la llamada “defensa avanzada”, que la República Islámica entiende la ha mantenido a flote cuando el resto de la región colapsaba y poderosos adversarios intentaban acabar con ella. Y esa presencia proporciona profundidad estratégica a Hezbolá. Mucho que perder si se van.
Más allá de estos tres obstáculos a la paz, Siria es un país destrozado, en su tejido humano y en sus infraestructuras. Según el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (Acnur), de una población de poco más de 20 millones al comienzo de la guerra, más de 5,6 millones han huido de Siria buscando seguridad en Líbano, Turquía, Jordania o la Unión Europea. A los que se añaden 6,6 millones de desplazados dentro del país. El 80% de los que quedan en Siria viven por debajo del umbral de la pobreza. Según el Banco Mundial, las necesidades para la reconstrucción del país se cifran en 250.000 millones de dólares. El PIB sirio al comienzo de la guerra era la quinta parte de esa cifra. En otras palabras, ni el régimen ni sus aliados tienen capacidad financiera para reconstruir el país.
Tanto la UE como EEUU han hecho depender una hipotética ayuda de la puesta en marcha de un proceso político y de crear las condiciones para que regresen los refugiados. Ambas condiciones son de imposible cumplimiento para un El Asad que inició la guerra para que nada cambiara y se encuentra, después de ella, con una composición de población más beneficiosa para los intereses de su régimen. El Asad está abocado así a gobernar con una profunda inestabilidad social fruto de una economía que no puede remontar. Su victoria será gobernar la miseria y el cementerio. A él, probablemente le vale.
La UE trata de jugar la carta de la reconstrucción para hacerse un hueco tras su absoluta irrelevancia en el conflicto. Esta irrelevancia tiene dos orígenes: la falta de acuerdo dentro de la Unión sobre la política a seguir; y la incapacidad de actuar militarmente en un conflicto de cierta complejidad. Reflexionar sobre ello es un buen punto de partida para encarar, con un mínimo de solvencia, la reforma de la Política Exterior y de Seguridad Común y de la defensa europea. Se llama método de las lecciones aprendidas. El problema es que no estoy seguro de que Siria se tome como lección, ni mucho menos que se considere aprendida. Y, sin embargo, imposible encontrar una lección más severa. La irrelevancia en el conflicto sirio ha costado a la UE la segunda crisis existencial tras la del euro: la de los refugiados.
En el más corto plazo debemos identificar los criterios por los que daríamos el paso de ayudar en la reconstrucción. Sin ella, Siria está abocado a ser un Estado fallido, pobre y aislado. Sus amigos, Irán y Rusia, no se distinguen precisamente por su músculo financiero. Y sin reconstrucción, no habrá vuelta de refugiados. Quizá una parte de los que se encuentran en Líbano, pero desde luego no la inmensa mayoría de los que están en Turquía y en Europa. Sin ayuda, en Siria habrá un régimen completamente aislado, con soberanía limitada sobre un tercio de su territorio y ciudadanos sin perspectiva alguna. Algo así gobernaba un tal Sadam Husein. ¿Recuerdan cómo acabó?