Los príncipes Mohamed bin Salman (Arabia Saudí) y Mohamed bin Zayed (EUA), en un encuentro celebrado en abril. GETTY

El nuevo Golfo: ¿preludio de un (des)orden regional?

Itxaso Domínguez de Olazábal
 |  13 de septiembre de 2018

El Golfo se perfila progresivamente como nuevo centro de gravedad de Oriente Próximo, consecuencia de una tormenta perfecta que tiene como detonantes interrelacionados las primaveras árabes, la creciente influencia del eje Teherán-Bagdad-Damasco-Beirut, vacíos de poder de actores tradicionales y una predominante narrativa –que no realidad– sectaria. Gracias a sus envidiables recursos naturales, los Estados del Golfo han dado forma a una renovada Doctrina Monroe de no intervención en asuntos de la subregión, junto a una mayor responsabilidad y asertividad. Estos Estados ya no se limitan a acompañar ni son “gorrones” (como los tildó Donald Trump en campaña), sino que han tomado las riendas de escenarios clave como la estabilidad en Egipto y Jordania, el desenlace en Siria y Yemen o la reconstrucción de Irak.

A pesar de haberse convertido en «dueño de su propio destino», en el Golfo sigue predominando una suerte de diplomacia transaccional y apresurada –a imagen y semejanza de Trump–, que pide a gritos ser remplazada por un diálogo estratégico y de seguridad más maduro, transparente y sostenible. Se habla incluso de un patrón común de extralimitación (overstretch).

 

El fin del consenso en el Golfo

El Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) nació con el objetivo de defender al conjunto de sus miembros de la Revolución Islámica de 1979 y la subsiguiente guerra Irán-Irak. Hasta ahora mantuvo una cierta unidad frente al resto del mundo, a pesar de conflictos puntuales (algunos, sobre todo territoriales, más duraderos) y desacuerdos sobre el proceso de integración. La organización estaba basada en principios de soberanía y no injerencia y aspiraba a alcanzar la estabilidad de una región inestable ‘por naturaleza’. Dominaba la idea de consenso en torno a una percepción compartida de amenazas externas.

No es el caso hoy en día, en vista de cómo evolucionan la naturaleza e intensidad de las amenazas –tanto exteriores como domésticas– y su percepción. Así, la política exterior de los Estados individuales dentro y fuera de la subregión es menos predecible. Nadie parece tener claro cuál es el objetivo final, o si hay plan B frente al telón de fondo de actitudes maximalistas. Tradicionalmente, la política exterior del Golfo era más reactiva que proactiva, pero también criticada por su insuficiente concreción. Hoy las decisiones se toman más rápido, pero aún sin guía fija ni consenso entre élites (cada vez más centralizadas), más allá de pilares comunes como el rechazo absoluto a Irán y a tanto la secularización como el radicalismo religioso.

En el seno del CCG imperaban el respeto a la diversidad de posturas y soberanas, pilares de la estrategia del Jeque Zayed como padre fundador de los Emiratos Árabes Unidos (EAU). Los procesos de sucesión en diferentes Estados del Golfo se perfilaron como puntos de inflexión clave. Fue el caso de EAU y Catar, aunque fueron los acontecimientos de 2015 en Arabia Saudí, y muy particularmente el estallido de la guerra en Yemen, los que consiguieron que el mundo dirigiera de nuevo su atención al Golfo. Procesos de sucesión similares se avecinan en Kuwait y Omán, que han intentado mantener una posición neutral y además han ejercido importantes labores de mediación a lo largo de estos últimos años. La presión intra-Golfo sobre Catar se intensificó cuando Tamim bin Hamad Al Thani accedió al poder en junio de 2013, y no pocos comentaristas temen la posibilidad de que aumente en un futuro cercano.

El aislamiento de Catar arrojó luz sobre las grietas en la alianza de Estados árabes invocada por Trump en su visita de mayo de 2017. Las fisuras en el CCG se extienden sin embargo más allá de una simple fractura entre el trío saudí-emiratí-bahreiní (denominados GCC-3), por una parte y Catar por otra, con Omán y Kuwait en medio. El bloqueo a Catar fue principalmente consecuencia del miedo al cambio –o, más bien, al cambio no pilotado–. Las relaciones del emirato con Irán reflejaban si objetivo de mantener relaciones de distinta intensidad con los principales actores políticos de la región, cultivando contactos políticos útiles cuando fuera posible. Esto contrasta con la preferencia de Arabia Saudí y EAU de imponer un modelo notoriamente paternalista, anclado en la ausencia de disenso.

A ello se une la necesidad de alimentar la dicotomía amigos-enemigos en un mundo polarizado. Los países del Golfo (y otros en la región) se ven con cada vez menor margen de maniobra, obligados a dejar clara su postura en un amplio abanico de materias. Nunca antes la región había atraído tanta atención. Esto ha derivado en una utilización cada vez más sofisticada de la propaganda y el impulso de nuevos ámbitos de acción exterior, como la diplomacia financiera o pública.

 

Nuevos ejes de poder y bilateralismo

Los príncipes herederos Mohamed bin Zayed (MbZ) y Mohamed bin Salman (MbS) parecen detentar hoy las riendas de la península arábiga. El ejemplo paradigmático de la influencia de este dúo lo representa Yemen: todos los miembros del CCG (salvo Omán, y ahora Catar) participan en la coalición, pero se está dividiendo el país en dos esferas de influencia: la emiratí y la saudí. Esta alianza está también marcada por desacuerdos y prioridades no perfectamente alineadas, disimuladas gracias al esfuerzo de presentarse como un frente unido. Uno de los desarrollos más notables en el Golfo es la cooperación bilateral institucionalizada en el Consejo de Coordinación Saudí-Emiratí. No por casualidad, la visión de los dos príncipes fue bautizada ‘Estrategia de Determinación’.

Antes de alzarse en el trono, ambos príncipes necesitan reforzar y centralizar su poder. Se ven acuciados por problemas domésticos no desdeñables, que exigen una política exterior e interior aún más vigorosa, como ha demostrado la confrontación entre Arabia Saudí y Canadá. Este y otros acontecimientos han logrado impulsar un sentimiento patriótico sin precedentes en países de origen tribal, a pesar de problemas crecientes en torno a sus respectivos pactos sociales. MbS y MbZ van a necesitar unas poblaciones completamente comprometidas con sus reformas, imbuidos de un nuevo tipo de nacionalismo, con un importante componente de militarización, que también es alimentado en Catar. Es éste un ámbito en el que la crisis del Golfo tampoco encuentra precedentes: ha trazado fronteras entre Estado-nación y tribus en un contexto en el que ambas dimensiones se han entremezclado continuamente durante décadas, así como a los vínculos sociales, comerciales y económicos. La limitación de la libertad de movimiento representa el desgaste de uno de los principales éxitos del CCG.

El CCG se erigía hasta hace poco en bastión de estabilidad y símbolo de unidad frente al resto de la comunidad internacional, que prefería tratar con un único interlocutor. Jugaba un rol fundamental, hoy superado: el de evitar diferencias entre sus miembros. Nunca pretendió ser una unión política, siguiendo un modelo de integración funcional. Ni siquiera consiguió definirse realmente como organización de seguridad colectiva. En diciembre de 2017, la Cumbre del CCG acabó antes de lo previsto y pasó sin pena ni gloria, sobre todo como consecuencia del anuncio de la nueva alianza institucional entre Arabia Saudí y EAU.

La organización sigue, sin embargo, funcionando a baja intensidad para mantener vivos algunos de sus logros: una unión aduanera, un principio de red eléctrica común, o las bases de un sistema impositivo regional. Sus lideres no darán por muerta por muerta o irrelevante la organización, ya que significaría reconocer su fracaso, lo que todavía no ha ocurrido con otros «organismos fantasma» como la Liga Árabe, la Organización para la Cooperación Islámica, o incluso la Alianza Islámica para luchar contra Daesh, que arrojó luz sobre la incapacidad de Arabia Saudí para profundizar en la integración regional.

La reconciliación del Golfo se ha visto retrasada una y otra vez. Los interesados han alcanzado un status quo relativamente equilibrado que les permite salvar los muebles sin reconocerse vencedores o vencidos. Riad y Abu Dhabi han hecho énfasis en que debe tratarse como una cuestión interna. La retórica displicente de Washington, empeñado en organizar una cumbre regional en Camp David, e incluso una nueva estructura de seguridad, la Alianza Estratégica de Oriente Medio (una «OTAN Árabe»), resulta en ocasiones contraproducente, ya que no asegura a las partes que Estados Unidos comprende sus preocupaciones.

Mientras que antes la integración se veía frenada por los recelos de otros miembros frente a un excesivo control saudí, hoy es la renuencia de MbZ y MbS a impulsar el multilateralismo regional lo que impide una mayor integración. Se favorece una integración a varías velocidades –o más bien, a diferentes niveles de fidelidad– y geometría variable. Ambos príncipes necesitan controlar el proceso, para lo que el bilateralismo resulta perfecto. Lo demuestra el Consejo saudí-emiratí y un consejo de coordinación entre Arabia Saudí y Kuwait al que todavía no se ha dotado de contenido sustantivo. Al bilateralismo se ha visto también avocado Catar, cimentando alianzas con países hoy clave para el futuro de Oriente Próximo, como Turquía. Destaca aquí el rol de Rusia, que ha conseguido llegar a alianzas con casi todos los actores manteniendo intacta su influencia.

El bilateralismo hoy se ve impulsado por un cierto distanciamiento de Estados Unidos, la inestabilidad regional y las necesidades estratégicas, principalmente en el ámbito económico, pero también en relación con las prioridades ideológicas ­(en particular el frente abierto contra los Hermanos Musulmanes). Las reservas energéticas hacen el resto. Todo ello lleva a la búsqueda de nuevos aliados más allá del Golfo y la región, que sin embargo podrían aumentar la inestabilidad si no se diseña una estrategia equilibrada. Mientras que la crisis del Golfo comenzó como un choque limitado a la península arábiga, ahora se desarrolla en varios países, abarcando conflictos simples y otros de niveles múltiples.

 

Más allá del Golfo

El norte de África ha sido testigo de tensiones consecuencia de las fisuras en el Golfo. En el pasado, a pesar de la identidad árabe común, reinaba la independencia de prioridades entre ambas regiones. Hoy la situación ha cambiado como consecuencia de nuevas oportunidades de diversificación económica y cooperación triangular en África. El punto de partida lo representó Libia, donde Catar apoya al gobierno internacionalmente reconocido en Trípoli mientras que los EAU apoyan al gobierno con sede en Tobruk y al general anti-islamista Jalifa Haftar. Túnez también se ha perfilado como campo de enfrentamiento, al empeñarse en conservar lazos amistosos con Catar. Sus relaciones con EAU –segundo mayor socio comercial, después de Libia– empeoraron por el intento de éstos de interferir en la política interna para frenar la influencia del partido islamista Ennahda. El Sahel representa sin duda el siguiente paso, con Argel y Rabat buscando capitalizar las ambiciones de sus socios del Golfo en el norte de África para promover sus propios intereses.

Otra subregión en la que se han privilegiado las relaciones bilaterales es el este de Asia. A lo largo de los últimos meses, Arabia Saudí y EAU han suscrito en la zona cuantiosos contratos, más allá de la mera compraventa de hidrocarburos. Su socio principal es China, que acumula cada vez mayor peso en la región, y en menor medida Japón. La mayoría consideran que se hace imperativo aprovechar el potencial de iniciativas como la Nueva Ruta de la Seda china, aunque se ha despertado recientemente el temor a una competición interna por inversiones extranjeras.

El terreno de juego de mayor actualidad, como consecuencia principalmente de la guerra en Yemen, es el Mar Rojo y el Cuerno de África. El protagonismo casi absoluto lo tiene EAU, que ha conseguido acercar a Eritrea y Etiopía y controlar varios puertos (gracias al gigante Dubai Ports), en un ejercicio no sólo comercial sino de énfasis cada vez más militar en Eritrea, Somalia y Djibouti. EAU se erige así como potencia marítima y militar, objetivo de otros países del Golfo. Pero tanto Irán como Catar, Turquía y en menor medida Egipto tienen cada vez más ambiciones fuera de Oriente Próximo, sobre todo en relación con Asía. También pueden en un futuro surgir choques con China, cuyos designios hacia el área se desconocen. La consecuencia inmediata sería alimentar diferencias internas o entre países extremadamente débiles, como Somalia. Otra consecuencia de acciones aisladas sin un marco estratégico definido.

Saudíes y emiratíes han logrado evitar los efectos de las primaveras árabes sin tener un plan claro sobre el futuro de la región. Sus proyecciones dependen en gran medida de una visión securitizada de la supervivencia autoritaria desde el punto de vista doméstico. Las revueltas de 2011 dejaron tras de si demandas no satisfechas: la mayoría de los problemas estructurales fermentan en un segundo plano. Las reformas propuestas por los aspirantes a dominar la región, incapaces de responder a estas demandas, podría generar una nueva ola de desequilibrio regional. La capacidad saudí para liderar y apropiarse de la reforma parece dudosa en el mejor de los casos. La represión de cualquier traza de islamismo político cierra las puertas a una «tercera vía» –entre democracia occidental y autoritarismo– futura, necesaria en vista de las demandas articuladas a lo largo de estos últimos años. La historia reciente demuestra que no hay mejor alimento para la inestabilidad en la región a medio y largo plazo.

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