Perú atraviesa desde hace semanas por una crítica situación política. Que puede mirarse atendiendo a las revelaciones escandalosas que han colocado al presidente, Pedro Pablo Kuczynski, al borde de dejar el cargo, enfrentado a un Parlamento en el que la mayoría ha buscado desgastarlo desde su juramentación en julio de 2016. En esa situación, en diciembre echó mano al recurso de indultar al expresidente Alberto Fujimori para tratar de mantenerse a flote, medida que ha enconado aún más el debate. Pero si se busca explicar el punto al que ha llegado el régimen democrático en 2018 es forzoso ampliar la perspectiva y mirar los sucesivos fracasos de los gobiernos elegidos a partir de 1980, cuando el gobierno militar dejó el poder.
Desde la primera mirada, Kuczynski se ha visto arrollado en ese mar revuelto que han ocasionado las revelaciones del pago de sobornos por la empresa brasileña Odebrecht a diversos dirigentes políticos latinoamericanos. Aunque el oleaje ha batido a varios países, probablemente Perú es, después de Brasil, el más afectado. Tres expresidentes peruanos y el actual están en cuestión, además de otras figuras tanto políticas como empresariales.
En este trance, Kuczynski ha pasado de una demostrada impericia política –que fue evidente desde que permaneció impasible cuando el Congreso censuró sin motivo serio a su mejor ministro a los cuatro meses de haberse hecho cargo de la presidencia– al cinismo de mentir públicamente para ocultar sus operaciones empresariales paralelas a su desempeño como ministro y su más que sospechosa renuencia a comparecer pronto ante una comisión investigadora del Congreso que le reclama explicaciones. Pero, según los sondeos de opinión, el recurso más impugnado es haber indultado al expresidente Fujimori, condenado en abril de 2009 por asesinato, lesiones y secuestro a 25 años de prisión. El 24 de diciembre, cual regalo navideño, se firmó el “indulto y derecho de gracia por razones humanitarias”, cuando el reo había cumplido menos de la mitad de la condena, eximiéndolo de ser procesado por cualquier otro delito. Los jueces ya han declarado “inaplicable” este último extremo.
Los comentaristas han coincidido en interpretar que el indulto se explica no por las razones humanitarias invocadas, sino por un pacto entre el presidente y un sector de la representación parlamentaria fujimorista. Según el aparente acuerdo, a cambio del indulto diez congresistas disidentes de la mayoría de su partido aceptaron no votar a favor de que el Congreso declarara la vacancia presidencial, planteada en diciembre precisamente en razón de las denuncias de corrupción hechas desde Brasil.
En febrero, la encuestadora más fiable del país constató que el 54% de los entrevistados rechazaban el indulto, siete de cada diez encuestados pensaban que los encuentros entre funcionarios de Odebrecht y Kuczynski cuando era ministro de Estado se explican porque este “buscaba un beneficio personal”, y solo dos de cada cinco (41%) creían que el presidente debía mantenerse en el cargo.
En ese convulso marco político, en los dos últimos días de febrero Jorge Barata, el exrepresentante de Odebrecht en Perú, declaraba en Brasil a los fiscales peruanos haber financiado a todo el espectro político peruano. A la campaña electoral de Alan García en 2006 dijo haber entregado 200.000 dólares estadounidenses y, en 2011, 300.000 a la de Kuczynski, 700.000 a la de Alejandro Toledo, 1,2 millones a la de Keiko Fujimori y tres millones a la de Ollanta Humala, cuya esposa insistió –según el declarante– en recibir personalmente dos tercios de esa suma. Por cierto, todos los jinetes a los cuales la firma brasileña apostó han negado haber recibido suma alguna.
Historia peruana de la infamia
La segunda mirada de la crisis peruana sitúa en perspectiva el actual remolino como el desmoronamiento de uno más de los gobiernos elegidos en la etapa más reciente de la democracia en el país. El gobierno de Fernando Belaunde Terry, escogido nuevamente para el cargo en 1980, hizo un esfuerzo sostenido por dar marcha atrás en todas las reformas introducidas por el gobierno militar precedente (1968-1980) y que, precisamente, Belaunde no fue capaz de llevar a cabo en su primer gobierno (1963-1968). Lo sucedió García, en medio de la expectativa generada por el surgimiento de un carismático líder postulado por el APRA, el partido de Haya de la Torre que nunca antes gobernó. En 1989, último año completo de su gobierno, la inflación llegó a 3.398%, según fuentes oficiales. En medio de los efectos del descalabro y la impotencia gubernamental para sofocar la subversión de Sendero Luminoso, Fujimori fue elegido en 1990.
Denunciada en 2001 la podredumbre que corroía a la fujimorista dictadura civil-militar y habiendo huido del país el presidente y su oscuro asesor Vladimiro Montesinos, un gobierno de transición convocó a elecciones que ganó Toledo, en mérito de haber encabezado movilizaciones populares contra Fujimori. Gobernó, como se decía en los medios, “en piloto automático”, incumpliendo mucho de lo prometido y con un índice de satisfacción bajísimo desde los primeros seis meses de su periodo. Desde hace un año tiene la condición de prófugo, reclamada a Estados Unidos su extradición bajo cargos de corrupción.
En 2006, García volvió a la presidencia como la opción que se prefirió frente a la presunta filiación “chavista” del desconocido exmilitar que había ganado la primera vuelta, Humala. Discursivamente alineado con la social-democracia, las políticas de García lo desmintieron: en un giro completo respecto de su primer gobierno, desarrolló una política económica ortodoxa. En tanto, se incrementaron las denuncias y sospechas de corrupción que ya habían surgido entre 1985 y 1990. Humala ganó los comicios en 2011 gracias al anti-fujimorismo que rechazó a su oponente, Keiko Fujimori. También él echó mano al “piloto automático” en el manejo económico mientras incrementaba moderadamente el gasto social, merced a cierta bonanza económica que aumentó los ingresos fiscales. Terminó su periodo en medio de denuncias de corrupción recaídas sobre él y su esposa, Nadine Heredia, e incluso bajo sospecha de crímenes de derechos humanos cometidos durante la “guerra sucia” contra la subversión. Ambos están hoy en prisión preventiva.
Al llegar el país a 2016, gracias al aumento de los precios de los minerales en el mercado mundial y a un incremento notable de exportaciones agroindustriales, se habían rebajado considerablemente los niveles de pobreza: en los diez años transcurridos entre 2007 y 2016, la población en condición de pobreza pasó de 42,4% a 20,7%. El incremento de los ingresos –y el del empleo en el sector informal– destacó entre los países de América Latina. En segunda vuelta se enfrentaron entonces Keiko Fujimori –por segunda vez candidata como heredera de su padre– y Kuczynski, quien en 2011 había apoyado públicamente la candidatura de Keiko. Frente a programas de gobierno similares, el electorado se decidió por razones estrictamente políticas: Fujimori reavivó los temores que su apellido enciende y Kuczynski fue elegido por una diferencia de 41.057 votos entre más de dieciocho millones de votantes.
El resto es de actualidad conocida. El año y medio de gobierno de Kuczynski ha conocido un decrecimiento económico, una catástrofe natural –el fenómeno del Niño– que el gobierno ha encarado con gran insatisfacción de los afectados y, en los últimos meses, esa ola de denuncias sobre una conducta inapropiada del presidente en relación con los escándalos de Odebrecht.
Al comenzar marzo el gobierno, sin rumbo, trataba de sobrevivir al temporal, cuya última embestida es un nuevo pedido de vacancia presentado en el Congreso, esta vez por la izquierda con el vacilante apoyo del fujimorismo leal a la hija del expresidente. Mientras tanto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos consideraba un recurso planteado por los familiares de las víctimas de una masacre perpetrada en 1991 por un comando militar durante el gobierno de Fujimori, que fue materia del juicio en el que resultó condenado por los tribunales peruanos. El recurso pidió que la Corte, en ejecución de la sentencia que en 2001 declaró la responsabilidad del Estado peruano en la matanza, disponga que el gobierno invalide el indulto y el reo vuelva a prisión. Esta historia continuará.
Los politólogos tendrán que servirse del caso peruano para discutir los efectos del mecanismo de segunda vuelta para elegir presidente, que conduce a optar por un “mal menor” que en definitiva no demuestra serlo tanto. Pero, después de estos 28 años de experiencia electoral, la pregunta de fondo que los peruanos decepcionados y escépticos nos hacemos tiene que ver, más bien, con los frutos reales y los límites efectivos de la democracia.