Hacia Oriente Medio, el pontífice despliega una diplomacia basada en el diálogo y la paz. Sin embargo, aún queda mucho por avanzar entre el Vaticano y el islam.
¿Habéis visto alguna vez al papa Francisco con la cara seria, el rostro tenso, sin una sonrisa y los ojos reducidos a dos troneras? Es una imagen insólita de este pontífice, más bien bastante rara. Al contrario, conocemos a Jorge Mario Bergoglio como el Papa de las sonrisas, del encuentro, capaz de abrazar y regalar palabras de consuelo y esperanza para todos. Sin embargo, a mí me sucedió, le vi así y de bien cerca. No fue terrible, fue diferente. Y no, no pasó durante el reciente viaje del presidente estadounidense, Donald Trump, al Vaticano, a pesar del frío que rodeó la visita dentro de las Segrete stanze. Pasó hace unos años, y con otro de sus muchos “adversarios” –hoy aún son más– en el mundo: el jefe de Estado turco, Recep Tayyip Erdogan.
Aquel día yo estaba en Ankara. Gracias a cubrir el cargo tanto de vaticanista como de experto en Turquía para la Repubblica, mi diario, había logrado estar entre el reducido pool que asistiría a la visita del pontífice católico al nuevo Palacio presidencial. Un edificio inaugurado precisamente, qué casualidad, para la ocasión. El equipo del líder turco había preparado la cita con precisión: el papa de Roma sería el primer líder internacional en cruzar el umbral de las puertas de aquella construcción suntuosa, hortera según muchos expertos en arquitectura y diseño, y cuestionada en el interior del país. Una morada de 1.500 habitaciones, grande como el Palacio Real de San Petersburgo y Buckingham Palace juntos, fabulaban los periódicos. No sé si era realmente así. El nuevo Palacio presidencial, que sustituía al histórico de Cankaya, forma parte de las…