Los retos de la nueva Alemania
La potencia reticente, el título que ha dado Pilar Requena a su estudio sobre Alemania, describe más adecuadamente la evolución del país en el último cuarto de siglo que la fórmula de Hans Kudnani, “el hegemón benévolo”, que ha hecho fortuna académica, quizá no porque sea halagadora para los lectores alemanes. El trabajo de Requena ayuda a entender un país complejo, que vive desde 1989 un cambio acelerado en el que ha recuperado su plena soberanía, integrado a la antigua Alemania del Este, superado una crisis económica propia, otra global y una muy europea. El país se prueba su nuevo traje de hegemón con la incomodidad de haber crecido y no caber ya en las hechuras del anterior; bajo el efecto, aún, de algunas de las restricciones impuestas y asumidas tras su terrible primera mitad del siglo XX, y también con un cierto orgullo no del todo disimulado.
Es un libro “de corresponsal”: uno de los mejores oficios del mundo, que la crisis de la prensa escrita y la fantasía de que puede entenderse y explicarse un país leyendo los despachos de agencia está llevándose por delante. Educada en el colegio alemán de Valencia, corresponsal de Televisión Española en Berlín entre 1999 y 2004, con una relación profesional y personal constante con Alemania, Pilar Requena escribe con simpatía declarada, pero no acrítica. Conoce las virtudes de una sociedad abierta, cosmopolita y con un gran sentido de la justicia, pero también sus defectos: la burocracia y la rigidez, el respeto a veces excesivo hacia la autoridad, la siempre acechante creencia de su superioridad, la tentación del desánimo, el pesimismo y la Schadenfreude, esa tan germánica forma de la alegría por el mal ajeno.
Está escrito con la vivacidad de una crónica y algunas de sus limitaciones. La capacidad de empatía que hace de él un libro humano y ameno produce algunos solapamientos, y discontinuidades que hubiera evitado una técnica más académica o un buen índice. Pero esa es también su virtud: que no es un libro académico, ni uno de tesis. El efecto, a veces contradictorio, de la empatía de una buena entrevistadora, que construye con la técnica del Plattenbau, se pone de manifiesto cuando analiza la integración de la RDA en la nueva Alemania, o en la República Federal de siempre. Recoge cómo la mayoría de los ciudadanos de la antigua república oriental cree que la (re)unificación ha sido positiva. Que el país que tuvo que encerrar a sus ciudadanos tras un muro, con centinelas que tiraban a matar, para que no “votaran con los pies” yéndose, no era viable política ni económicamente. Entiende las oportunidades que el cambio ha abierto para los jóvenes y la parte más capaz, activa o adaptable de su población. Pero transmite también el efecto de la reunificación sobre la parte de la población que perdió su país, su empleo, su modo de entender la vida y la sociedad y, en cierto modo, su memoria. Explica la realidad de un sistema totalitario cuya policía política, la Stasi, basaba su terrible eficacia en una red de espías que podían ser los compañeros de trabajo, los vecinos o los familiares más cercanos. Pero luego se interroga sobre “la justicia de los vencedores” o incluso “la venganza” de una Alemania del Oeste urgida por demostrar la injusticia y la equivocación de la del Este.
No hacía falta un gran esfuerzo. Y no hubo venganza ni justicia de los vencedores, sino una muy mesurada exigencia de responsabilidades por los más de 1.000 ciudadanos muertos cuando trataban de pasar a la otra Alemania. Con las garantías de un sistema jurídico envidiable y del Derecho Internacional que la propia RDA había suscrito. Y en un contexto en que el enorme ejército de la RDA, muchos de sus funcionarios, el aparato político y –por ejemplo– sus profesores de marxismo leninismo, que en efecto no estaban preparados para la vida en una democracia liberal o habían jurado fidelidad a un régimen satélite de la URSS y hecho la guerra fría a la república durante casi medio siglo, tuvieron que retirarse. Pero lo hicieron con una pensión generosa y su dignidad intacta.
La realidad de la integración de la RDA no trajo solo los paisajes florecientes con que su arquitecto, Helmut Kohl, sedujo a la gran mayoría que votó a los democristianos en las únicas elecciones libres de su historia, en 1990. La describe bien una pintada en una pared de Eisenhüttenstadt: “Nos prometieron la libertad y la justicia y nos cayeron la globalización y el Estado de Derecho”. Pero la prueba definitiva de su resultado es que la canciller de la nueva república sea una alemana del Este, doctora en Física, que hizo carrera académica cuando a los que no se adaptaban al régimen comunista no se les permitió estudiar y fue secretaria de agitación y propaganda en la escogida Academia de Ciencias.
(Lee la reseña completa en Política Exterior 177).