Después de que el impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff se consumara definitivamente en agosto de 2016, se abrió un nuevo ciclo político en Brasil dando abrupto final a un gobierno que se inició en enero de 2015 en medio de una crisis económica y política sin precedentes. Desde entonces, todavía no se han cumplido las expectativas de los defensores de esta aventura política de discutible legitimidad, que aventuraban que la sustitución de Rousseff por su vicepresidente, Michel Temer, traería una inmediata mejora en las condiciones del país.
La crisis política que acabó con el gobierno Rousseff tenía su origen en el deterioro de la situación económica de Brasil, principalmente por la intensa recesión desde 2015, unido al descontrol en las cuentas públicas y el paulatino aumento del déficit primario. La vía adoptada por el gobierno Temer para intentar retomar la senda del crecimiento ha sido enfrentar primeramente los desequilibrios macroeconómicos, a través de un severo programa de ajustes que, si logra algún resultado positivo, no será a corto plazo. De este modo, como los beneficios del ajuste son difusos pero sus costes están concentrados, la popularidad del gobierno de Temer está hoy en niveles todavía más bajos que los de Rousseff. Dado que la legitimidad del gobierno de Temer, tras la dudosa maniobra del impeachment, se asentaba en apelar a la lógica de la eficiencia, intentando ofrecer algún resultado positivo en materia económica, el éxito del programa de ajustes depende hoy en mayor medida de alguna mejora en la coyuntura económica internacional que de los resultados de las políticas internas.
La primera de las medidas de ajuste fue la propuesta de reforma constitucional que establece un techo para los gastos públicos durante los próximos 20 años, de forma que solo podrán aumentar al ritmo que lo haga la tasa de inflación. Esto equivale a decir que durante las próximas dos décadas, las inversiones en salud, educación o asistencia social estarán congeladas, frenando en seco la evolución de unos servicios públicos históricamente alejados de las expectativas de la ciudadanía. La aprobación de esta medida fue la primera prueba de fuego para el gobierno Temer, ya que, de haber sido frenada por el Parlamento, hubiese significado un divorcio entre el ejecutivo y el legislativo. Sin embargo, la medida fue aprobada en el Senado con tan solo cuatro votos más que los 49 necesarios para una reforma constitucional, debido a las ausencias de distintos parlamentarios que, sin querer oponerse, tampoco quisieron ver hipotecadas sus posibilidades de reelección votando una medida impopular.
Fuente: Focus Economics.
La agenda de ajustes continúa con otra serie de políticas características de los programas liberales, como el aumento del salario mínimo por debajo de la inflación, acabando con la práctica establecida por todos los gobiernos del Partido de los Trabajadores (PT) desde que Luiz Inácio Lula da Silva llegó al gobierno en 2003, lo que equivale a una pérdida efectiva de poder adquisitivo. Otra medida es el proyecto de reforma del mercado de trabajo, estimulando la flexibilidad de la legislación laboral con medidas como el fomento de la subcontratación, el aumento de la jornada diaria y la prevalencia de los convenios de empresa sobre la legislación laboral. En términos de modelo de crecimiento económico, se han establecido medidas en la misma tónica de desmantelar la coalición social-desarrollista de los anteriores gobiernos de centro-izquierda, como acabar con los programas de política industrial o modificar el régimen preferencial de explotación de los recursos petrolíferos por parte de la estatal Petrobras, creando así condiciones preferentes para la entrada de capital internacional.
Sin embargo, la gran reforma a la que tendrá que hacer frente el gobierno Temer es la de las pensiones. Brasil sufre un problema de envejecimiento acelerado similar al de las economías más avanzadas, con el agravante de contar con un sistema de pensiones que, aunque apenas protege a los trabajadores de menores ingresos, concede privilegios exacerbados en términos de prestaciones y de edad de jubilación a los sectores profesionales más favorecidos. Si a esto se le suma que la informalidad crónica del mercado laboral brasileño aumenta precisamente en los ciclos recesivos como el actual, lo que acaba afectando a los ingresos dedicados a las pensiones, se da una situación en la que la efectividad de cualquier programa de ajuste se diluirá si no se afronta una reforma estructural que atrase la edad de jubilación hacia una media cercana a los 65 años. Dado que existen intereses corporativos en torno a los privilegios de las tradicionales profesiones de clase media-alta, muchos parlamentarios, incluso aquellos favorables a los ajustes, pueden establecer enmiendas que desvirtúen el texto original o incluso acabar retirándose de la votación final, lo que comprometería la gobernabilidad si el proyecto de ley sufriera una derrota en el Parlamento.
Teniendo en cuenta la situación, y a pesar de que cualquier pronóstico sobre Brasil es hoy poco fiable, cabe preguntarse qué pueden depararnos los dos próximos años, hasta las presidenciales de 2018. Las perspectivas económicas continúan mostrando un escenario en el cual, pese a que la gran recesión de 2015-16 parece superarse, el crecimiento continuará estancado, si no en cifras negativas, sí muy cercanas a cero. Además, distintos indicadores, como un desempleo en aumento que supera ya los dos dígitos, una producción industrial que acumula un lustro de contracción, la caída en la recaudación de impuestos o el aumento de la deuda pública, muestran la cara más amarga de los programas de ajuste estructural cuando la dosis aplicada acaba asfixiando la economía.
Políticamente las perspectivas son, si cabe, más inciertas. El gobierno Temer consiguió calmar momentáneamente uno de los focos de inestabilidad, que era la ruptura entre ejecutivo y legislativo, que fue la clave del final abrupto de Rousseff. Esto sirve de paso para demostrar cómo en sistemas presidencialistas se puede gobernar afrontando políticas impopulares, con alta contestación social y con escasos niveles de popularidad, siempre que las élites partidarias te concedan su apoyo en el Parlamento. Sin embargo, el mayor desafío a la gobernabilidad no está resuelto dado que, en medio de la crisis de legitimidad generada por el impeachment y ante los sucesivos escándalos de corrupción originados por la operación Lava Jato, el poder judicial se ha convertido en el verdadero centro de la vida política brasileña.
La gran incógnita, por tanto, de la continuidad del gobierno Temer es saber si las investigaciones judiciales de los escándalos relacionados con esta y otras operaciones le permitirán cumplir su mandato.