Cuando se iniciaron las negociaciones sobre la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (Transatlantic Trade and Investment Partnership, TTIP) entre la Unión Europea y Estados Unidos, en julio de 2013, pocos esperaban que atrajeran tanta atención. Es cierto que las partes se mostraron mucho más exigentes en sus objetivos que en conversaciones anteriores. Proponían abordar problemas de acceso al mercado, como los aranceles o la apertura de la contratación pública y, lo más importante, poner en marcha un ambicioso programa para minimizar las barreras reglamentarias al comercio existentes a los dos lados del Atlántico.
Las conversaciones, sin embargo, también han provocado la reacción de una serie de organizaciones ciudadanas, en su mayoría europeas, que se han movilizado contra el TTIP argumentando que amenaza gravemente los sistemas de protección social, medioambiental, sanitaria y los derechos del consumidor por los que tanto se ha luchado. La principal amenaza que ha motivado el oprobio de la ciudadanía reside en un mecanismo propuesto en el tratado que permitiría a Estados e inversores resolver litigios en el seno de tribunales independientes. Por otra parte, el referéndum en junio de 2016 en Reino Unido sobre su pertenencia a la UE y los resultados electorales en noviembre en EEUU han llevado a los analistas políticos a advertir sobre el “golpe a la globalización” que suponen ambos reveses políticos que dan la puntilla a acuerdos comerciales de altos vuelos como el TTIP.
¿Qué hacer con el TTIP? ¿Está muerto? En la actualidad, y dada la situación política creada, si el tratado llegase a buen puerto, el modelo de asociación resultante tendría un efecto más moderado que el previsto por sus partidarios y el temido por sus detractores. El TTIP no supondrá significativas ventajas económicas o geopolíticas para nadie ni tampoco provocará desempleo masivo ni un festival…