Fue mala suerte que la primera visita de Donald Trump a Europa fuera a Sicilia. Trump no viaja mucho al extranjero. Pero quería acudir al encuentro del G8, principalmente porque había organizado la vuelta al club de su buen amigo el presidente ruso, Vladimir Putin. El único problema era que casi todo el conocimiento que Trump tenía de Sicilia proviene de su admiración por El Padrino.
Su discurso para los líderes de las principales democracias subrayó que la seguridad europea y asiática se gestionará bajo un modelo de protección propio de la mafia. “Qué bonito país tenéis aquí”, bromeó con un perplejo primer ministro italiano, “sería una pena que le pasara algo”. Incluso antes de que llegara formalmente la “oferta que los europeos no podrían rechazar”; más tarde ese verano, el efecto en la relación de Estados Unidos con sus aliados europeos fue catastrófico.
Las líneas anteriores son una obra de ficción, una descripción prematura de lo que podría suceder. Pero sirven para resaltar el desafío que la presidencia Trump presenta para los europeos.
Las relaciones transatlánticas han sido predecibles e incluso aburridas en los últimos años. Sus disfuncionalidades y disputas son rituales, pero han servido a los intereses de los socios transatlánticos bastante bien y la alianza ha sido eficaz en conjunto. Desde la perspectiva de EEUU, los europeos, de forma individual y a través de foros multilaterales como la OTAN o la Unión Europea, han sido socios de preferencia en cualquier empresa relevante de política exterior. Para los europeos, la alianza ha servido para mantener a los americanos interesados e implicados en los asuntos del viejo continente, a pesar de Oriente Próximo y la importancia de Asia.
Pero, por primera vez en generaciones, un presidente de EEUU cuestiona el concepto mismo de “alianza”. Trump la percibe en términos…