El reto existencial de frenar la emergencia climática se ha complicado en los últimos meses. Por un lado, los datos sobre calentamiento global son peores de lo esperado. Por otro, algunos de los principales responsables de las emisiones de carbono han decidido desentenderse del problema. El gobierno de Estados Unidos ejemplifica este peligroso negacionismo, concretado en los primeros compases del segundo mandato de Donald Trump, con la salida –otra vez– del Acuerdo de París. Además, la arquitectura de las Cumbres Mundiales del Clima (COP) para abordar de forma multilateral y flexible el desafío climático se muestra cada vez más insuficiente. e imperfecta, y sin consenso suficiente a la vista para su reforma.
En este número de la revista Política Exterior dedicamos la sección de Estudios a preguntarnos hasta qué punto la geopolítica actual es resistente al verde y qué se puede hacer para mantener el objetivo de impulsar las distintas transiciones energéticas y económicas en todo el planeta. El contexto es adverso: a pesar de haber entrado en una era de rivalidades, en el hemisferio Norte el objetivo de la seguridad nacional prevalece sobre otras consideraciones.
En muchos países en vías de desarrollo no hay medios ni incentivos para llevar a cabo estas transiciones, que en primer lugar deberían atender la necesidad de acceso a la energía de millones de personas. Mientras tanto, los líderes populistas no dejan de cuestionar las políticas climáticas por su coste económico.
La disrupción trumpista del orden internacional basado en reglas e instituciones también es una distracción peligrosa, que impide abordar las verdaderas prioridades de la agenda global. La emergencia climática no desaparecerá con consignas ideológicas o fe ciega.