México y la invención (pictórica) de la nación
“Aquí no ha muerto nadie, pese a los asesinatos y fusilamientos. Están vivos Cuauhtémoc, Cortés, Maximiliano, don Porfirio y todos los conquistadores y conquistados. Esto es lo original de México. No ha pasado lo pasado, solo se ha detenido”. José Moreno Villa (Málaga, 1887-Ciudad de México, 1955)
Desde que publicó La leyenda negra y la verdad histórica (1914), su célebre libro sobre lo que denunció como el tratamiento tergiversado o exagerado de la historia de España por sus rivales y enemigos, su autor, el políglota historiador madrileño Julián Juderías se convirtió en el mayor divulgador de la expresión, que ya habían utilizado Emilia Pardo Bazán y Blasco Ibáñez, pero sobre todo de la idea que encerraba, que ha seguido obsesionando a sucesivas generaciones de hispanistas a uno y otro lado del Atlántico.
Tras su muerte en 1918, siguieron su estela intelectuales y políticos conservadores como Ramiro de Maeztu y José María de Areilza, que en su día patrocinó la reedición del clásico de Juderías, dos de cuyos bisabuelos eran españoles, cinco franceses y uno alemán.
En las 16 lenguas que dominaba, incluidos el húngaro y el ruso y como traductor de Tolstoi y Dickens, entre otros escritores, Juderías solía leer y escuchar una multitud de estereotipos y falsedades que circulaban en ámbitos académicos y públicos que asociaban a los españoles, más que a otras naciones, con una larga serie de atavismos: fanatismo, crueldad, codicia, tiranía…
Las raíces de la leyenda
En sus eruditos estudios rastreó el origen de muchos de esos prejuicios hasta la Reforma y las guerras de Flandes. Lutero, por ejemplo, creía que los españoles eran ladrones, falsos, orgullosos y lujuriosos. Calvino desde Ginebra enviaba a las provincias neerlandesas rebeldes sus manifiestos –que los flamencos reproducían aprovechando su pujante industria editorial–en los que sostenía que los hijos de la Reforma eran el nuevo Israel, elegido por la providencia para liberar sus tierras de la tiranía de la tiara papal y los Habsburgo españoles.
Los recuerdos de los sefardíes, descendientes de los judíos expulsados u obligados a convertirse entre 1492 y 1497, eran similares. Especialmente odiada era la Inquisición, a la que tenían como la cuarta bestia del libro de Daniel (7:7-8).
Según escribe Enrique Krauze en Spinoza en el parque México (2023), para el filósofo sefardí nacido en Ámsterdam en el seno de una familia de conversos, el símbolo del absolutismo teológico-político –y enemigo secreto– de su Tractatus (1670) era Felipe II, que había condenado a los suyos a acumular éxodos en una búsqueda incesante de libertad desde su villa burgalesa de origen.
En el mundo anglosajón, el antihispanismo inglés se basaba en su creencia en la maldad inherente de los españoles derivada de su papismo. En Estados Unidos, la hispanofobia llegó a su cenit durante la guerra hispano-estadounidense, cuando la máquina de propaganda de Hearst y Pulitzer la explotó hasta la saciedad.
En The Spanish War (1984), George O’Toole escribe que por entonces España representaba para Estados Unidos el absolutismo monárquico, más que ninguna otra potencia europea fuera de Rusia. Robert Green Ingersoll, uno de sus más famosos oradores, esgrimió la espada flamígera de la leyenda negra: “Durante siglos el cielo estuvo lívido con las llamas de los autos de fe (…) España estaba ocupada llevando leña a los pies de la filosofía, quemando gente por pensar…” En The United States and Spain (1911), el almirante Ensor Chadwick señaló que la guerra de 1898 fue el acto final en las Américas de “la lucha de razas entre anglosajones y latinos”.
La ‘desespañolización’
Las repúblicas surgidas en el sur del continente a partir de las revoluciones atlánticas aportaron sus propios relatos sombríos sobre sus antiguas metrópolis, a las que les unían lazos histórico-genealógicos, cultura, lengua y religión. Pero eso era solo sobre el papel. Durante las guerras emancipadoras (1810-1824) se publicaron innumerables manifiestos y proclamas citando y loando a Bartolomé de las Casas y describiendo en los nuevos himnos nacionales la depravada naturaleza del antiguo régimen para alentar la causa patriótica.
Desde entonces, debido a los cambios político-ideológicos, sus países han oscilado entre periodos de clara hispanofilia y otros de no menos intensa hispanofobia. México es de lejos el país donde es más notoria la pulsión “prehispanista” de su relato nacional. Sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695), la mayor exponente de la literatura novohispana del Siglo de Oro, se enorgullecía de escribir parte de su poesía en náhuatl clásico, aunque nunca lo habló bien.
En 1865, en una polémica con Emilio Castelar, un famoso político liberal guanajuatense, Ignacio Ramírez, que firmaba como el Nigromante, argumentó que la única aportación de la España imperial al mundo había sido “las hogueras de la Inquisición” en un artículo que tituló La desespañolización y que concluyó proponiendo a Castelar que viniese a vivir a México porque “España y libertad” eran incompatibles.
Para los liberales decimonónicos, muchos de ellos masones –Miranda, Juárez, Martí…– la hispanofobia era una señal de identidad tan indeleble como la hispanofilia lo era para los conservadores. Con una potencia reaccionaria y clericalista como la española solo cabía borrar recuerdos comunes y subrayar las diferencias. El chileno Francisco Bilbao (1823-65), uno de los primeros autores en usar el término América Latina, escribió que España había llevado al Nuevo Mundo “el catolicismo, la monarquía, la feudalidad, la Inquisición, la obediencia ciega…” mientras que los ingleses habían llevado a América del Norte la corriente liberal de la Reforma y el individualismo soberano.
El resultado fue, según él, la primera de las naciones modernas en el norte, EEUU, y en el sur “los Estados desunidos” cuyo progreso consistía en “desespañolizarse”. De hecho, Argentina y Chile prohibieron las corridas de toros y se hicieron populares el sombrero de copa y la levita y el positivismo comtiano.
Durante las guerras insurgentes cubanas, de varios países vecinos llegaron a la isla hombres, armas y dinero para los rebeldes. Dos hijos del presidente peruano Mariano Ignacio Prado lucharon como voluntarios en el ejército de Máximo Gómez.
Hasta la primera mitad del siglo XX, la tradición antiespañola de los liberales se mantuvo intacta. En España no existe (1921), un texto clásico de la hispanofobia latinoamericana, el peruano Alberto Hidalgo escribió que la guerra civil (1936-1939) era pura “españolidad”: “La fiera retornada o rediviva, la España salvaje de la conquista que vuelve y sacia en su propia carne su sed de sangre”.
Modelos para armar naciones
La subsistencia de la hispanofobia latinoamericana –con Nicolás Maduro reclamando, por ejemplo, a España reparaciones por el “saqueo de nuestra tierra”– no es gratuito. Los relatos nacionales de sus países se centran en los héroes y fechas que se asocian con las independencias, eje de sus celebraciones, ceremonias y calendarios patrióticos.
Los nombres y estatuas de próceres y libertadores son ubicuos en calles y plazas desde Tijuana y La Habana a Ushuaia y Punta Arenas. En México, sin embargo, las cosas son algo distintas. En 1887 en el Paseo de la Reforma capitalino –eje ceremonial de la memoria mexicana y del que en 2020 se retiró la estatua de Colón– se erigió un monumento a Cuauhtémoc, el último tlatoani mexica, muchos años antes de Hidalgo, Morelos y otros héroes de la independencia.
El primer homenaje del porfiriato (1876-1911) fue así a la muerte de la nación mítica que fundamentaba a la nación moderna. En casi todos sus países vecinos, con ligeras variaciones, los siglos virreinales quedaron relegados al olvido. En 1997 la alcaldía de Lima retiró de la Plaza de Armas la estatua ecuestre de Francisco Pizarro, una réplica de la que se encuentra en Trujillo de Extremadura y que fue puesta ahí en 1935 con motivo de la celebración del IV centenario de la fundación española de la capital peruana.
Desde 1972 el antiguo salón Pizarro, el mayor del Palacio de Gobierno, se llama salón Túpac Amaru, en honor del cacique cusqueño que lideró a finales del siglo XVIII la mayor revuelta de la historia colonial andina. En México, Cortés no tiene plazas, avenidas ni estatuas ecuestres. Su representación más conocida en la ciudad que fundó es la que pintó Diego Rivera en uno de los muros del Palacio Nacional, donde aparece como un enano jorobado y deforme.
Recuerdos divergentes
Un punto central de los argumentos descolonizadores es la realidad colonial misma. En El imperio de las circunstancias (2012) Roberto Breña escribe que independientemente de cómo se definieran jurídicamente sus territorios, el trato que recibieron las posesiones americanas de la Monarquía Hispánica fue esencialmente colonial. En los virreinatos de la Nueva España y el Perú los indios estaban sometidos al trabajo forzado en las minas.
En las de plata de Potosí o Huancavelica, por encima de los 4.800 metros, muchos morían de fatiga, frío o hambre. Los pongos, yanaconas y mitayos eran términos quechuas que se referían a diversas formas de tributo y servidumbre con muy pocos equivalentes en Europa fuera de la Rusia zarista.
Según Breña, sostener que los súbditos y territorios de las Indias tenían estatus y derechos similares a los de Castilla, Navarra o al reino de las Dos Sicilias no tiene sustento histórico en sociedades de antiguo régimen con grandes plantaciones de esclavos y basadas en una estratificación estamental en la que el color de la piel era determinante para la condición social de cada quien.
En el Congreso peruano constituyente de 1822, 26 de los 57 diputados eran sacerdotes criollos que elaboraron una “teología de la independencia” sembrada de citas bíblicas y que equiparaba el dominio español con la esclavitud sufrida por los hebreos en Egipto.
Ayer mismo
En una de sus primeras mañaneras como presidenta, Claudia Sheinbaum, nieta de judíos asquenazíes lituanos y sefardíes búlgaros, dijo que la grandeza cultural de México reside en las grandes civilizaciones que existían siglos antes de la “invasión” española y que los pueblos originarios eran el origen de “la bondad y sabiduría de nuestro pueblo y lo que nos hace especiales”.
En pueblos de cultura oral, cinco siglos pueden parecer pocos, lo que explica que en 2021, el propio Andrés Manuel López Obrador se presentara ante la comunidad yaqui en Sonora para pedirles perdón en nombre del Estado mexicano por los “atropellos” que habían vivido a lo largo de siglos.
En 1867, Juárez, zapoteca de Oaxaca, escenificó la ejecución de Maximiliano de Habsburgo, que veneraba la memoria de Carlos V, como si se tratase de la venganza de Cuauhtémoc. Implacable como un dios pagano, no escuchó las peticiones de clemencia que llegaron de Europa para que perdonara la vida al archiduque, incluidas las de Pío IX, Garibaldi y Víctor Hugo.
Con su fusilamiento, derrotaba al proyecto conservador de nación, que en el Plan de Iguala (1821) que proclamó la independencia reconoció a España como la nación más “católica y piadosa del orbe” y ofreció el trono a Fernando VII o a un príncipe de su dinastía. Ante su negativa, el líder realista Agustín de Iturbide se proclamó emperador en julio de 1822.
En marzo de 1823 abdicó y se exilió en Europa. A su regreso, en julio de 1824, fue arrestado y fusilado, la misma suerte que corrió Maximiliano el 19 de junio de 1867 en el Cerro de las Campañas en Querétaro. En 1825, la Gaceta de México tildó de imbécil a Fernando VII por no haber aprovechado la oportunidad. Al romperse el vínculo con la península y la monarquía, lo único que quedaba para legitimar el poder era la soberanía popular.
Vidas de ultratumba
José Moreno Villa, republicano malagueño exiliado en el México de Lázaro Cárdenas, solía decir en su país adoptivo los muertos, como los personajes de los relatos de Rulfo, se entrecruzaban con los vivos. Mientras se les recordara, nunca morían del todo. Donde estuvo el antiguo centro ceremonial de Tenochtitlan, se levanta un ahuehuete centenario, en el que cuenta la leyenda que Cortés lloró su amarga derrota de la noche triste del 30 de junio de 1520, en la que murieron 600 de sus 900 hombres y dos millares de sus aliados tlaxcaltecas.
Según el cronista fray Toribio de Motolinía, las bandadas de pájaros que venían a comerse los cadáveres “oscurecían el sol”. Hoy un nuevo cartel en náhuatl al pie del ahuehuete dice: Quautli in yohualli paquiliztli, nican ochoca (árbol de la noche feliz, aquí lloró).
Comunidades imaginarias
Según escribió Benedict Anderson en un texto ya clásico de 1983, las identidades colectivas como las naciones están basadas siempre en ficciones. El problema es que la nación es tan intangible como la voluntad divina, solo existe si se cree en ella. La paradoja es que un ente ficticio debe su existencia política a la fe en un mito de origen, especialmente difícil de forjar en comunidades de orígenes tan diversos.
En tiempos coloniales, los peninsulares desconfiaban de los criollos pese a su color de piel claro porque creían que el clima y la convivencia con indios y negros les hacía proclives a la lascivia y la pereza. El patriotismo criollo, según escribió David Brading en The first America (1991), generó una creciente aceptación de las civilizaciones prehispánicas como fundamento de la gloria de sus patrias.
Según Humboldt, los criollos se referían a los peninsulares con epítetos despectivos: gachupines, chapetones, godos… En su Informe secreto a la Corona (1749), Antonio de Ulloa y Jorge Juan anotaron que era “suficiente haber nacido en las Indias para aborrecer a los europeos”. Bolívar consideraba la esclavitud como “infracción de todas las leyes”, pero que salvo en Chile y México, que tenían poca población negra, perduró en la mayoría de países americanos hasta mediados del siglo XIX y en la Cuba española hasta 1886.
Exégesis pictórica
En su último libro, que es de historia del arte y de la formación de las identidades y relatos nacionales, Tomás Pérez Vejo (Caloca, Cantabria), pone en perspectiva la invención de la nación mexicana a partir de una brillante exégesis iconográfica de la pintura oficial que patrocinó el Estado para articular el relato en el que todo mexicano debía creer para ser –y sentirse– mexicano.
Desde el Siglo de las Luces, la pintura histórica, de grandes formatos y escenarios épicos fue la mayor aliada de la nación. Según escribe Michael Burleigh en Earthly powers (2007) en El juramento de los Horacios (1785) y La muerte de Marat (1793), entre otras obras maestras políticamente incendiarias, Jacques-Louis David mostró cómo el arte moderno abandonaba los motivos cristianos para servir al nacionalismo, la nueva religión laica, empleando un estilo neoclásico inspirado en la austeridad y severidad de los modelos escultóricos y mitológicos griegos.
En ese esfuerzo, recuerda el autor, México partía con una clara ventaja: la fundación en 1781 de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, de donde surgieron con los años las imágenes mentales, verdaderas o falsas, que configuran el imaginario histórico mexicano con una colección ordenada de imágenes sobre el pasado que plasman “una historia sagrada a través de imágenes profanas”.
En el siglo XIX, el género absorbió en Europa y América el apoyo del Estado, que se dedicó a abrir museos –templos en los que se rinde culto al alma de la nación–, academias de bellas artes y comprar cuadros para colecciones públicas y enviarlos a exposiciones universales. Su función, en ese sentido, era didáctica y moral: transmitir valores sociales perennes.
Quid pro quo
A cambio, los pintores debían ayudar a fundamentar la legitimidad del poder ejercido en nombre de la nación creando imágenes cautivadoras de los nuevos relatos míticos. Así, México, el nombre elegido para reivindicar la continuidad con el altiplano mexica, concibió el pasado prehispánico como el pasado de la nación en una invención llena de disputas historiográficas y culturales.
Lo que empezaron a pintar los artistas mexicanos no fue la guerra de independencia, sino el pasado precortesiano, en la que los dioses –Tlaloc, Mictecacíhuatl…– se equiparaban a los greco-romanos y en la que los nativos se mostraban atléticos y altivos como hoplitas espartanos.
Mas de la tercera parte de los cuadros históricos pintados y exhibidos entre 1867 y 1889 representan hecho relacionados con la conquista, como muchos de los 19 que el autor recoge y reproduce, entre ellos El descubrimiento del pulque (1869), El Senado de Tlaxcala (1875), El suplicio de Cuauhtémoc (1893) o La matanza de Cholula (1877). Todas sus imágenes han formado el imaginario colectivo de generaciones de mexicanos por su profusa reproducción en textos escolares, billetes y sellos postales en los que la etnia mítica original aparece como una especie de tribu errante en el tiempo, pero siempre fiel a sí misma.
La deconstrucción iconográfica de Pérez Vejo permite apreciar la metamorfosis de la idea de nación mexicana. En 1854, Francisco González Bocanegra, autor de la letra del himno nacional, declaró que la formaban “los hijos de quienes habían hecho flamear las enseñas de Castilla en las torres de la Alhambra”. Es decir, la Nueva España solo había cambiado de nombre, Cortés era un héroe mexicano y la conquista la fundación de un nuevo reino.
Apenas siete años después, sin embargo, el Nigromante, afirmaba en 1861 que la etnia mítica mexicana era la azteca: la nación que cayó luchando contra Cortés pero que había subsistido a tres siglos de dominación europea, una ficción que según el historiador cántabro consagra la imagen de la que llama la nación doliente que tuvo una edad gozosa, padeció los misterios dolorosos de la conquista y recuperó su antigua gloria con la independencia.
Mitos y leyendas
Los mitos históricos, recuerda, no son ni verdaderos ni falsos y que cuando López Obrador saca el tema, se dirige ante todo a los mexicanos porque la hispanofobia tiene una presencia en el debate público mexicano desde siempre.
De hecho, en el siglo XX, los muralistas –Rivera, Orozco, Siqueiros…– recuperaron el relato de nación decimonónico y los trasladaron a los muros de edificios públicos para difundir el relato de la nación doliente, que hasta hoy configura la trama básica del relato nacional mexicano, el más elaborado y sofisticado de los latinoamericanos.
En enero de 2023, en su felicitación por el año nuevo en un tuit con su foto ante una pirámide maya en Palenque, Amlo indicó que fue construida “1.000 años antes de que llegaran los europeos a invadirnos”. Como los liberales decimonónicos, venía a decir, la nación mexicana cayó en esos aciagos años, pero había resurgido en la que llama la Cuarta Transformación, después de las de la independencia, la Reforma juarista y revolución de 1910: el enfrentamiento metafísico en torno a la silla del águila que llega hasta hoy.