A pesar de una puesta en escena grandiosa, que obligó vaciar gran parte de la ciudad de Hangzhou e incluyó un espectáculo luminoso dirigido por Zhang Yimou, la última cumbre del G-20, celebrada el 4 y 5 de septiembre, terminó sin disipar las dudas sobre la capacidad de este foro para marcar la agenda política y económica internacional. Ignorando la petición de no realizar «discusiones huecas» por parte del anfitrión, el presidente chino Xi Jinping, los asistentes terminaron haciendo una llamada común para “civilizar el capitalismo”. Ocho años después de una inauguración fulgurante, el G-20 no parece estar cumpliendo con las altas expectativas con que fue concebido.
Fundado oficialmente en 1999, el foro –que reúne a los líderes de las 19 mayores economías del mundo, más la Unión Europea– entró en funcionamiento en septiembre de 2008, tras el estallido de la Gran Recesión. La cumbre de Londres, celebrada en abril de 2009, resultó clave para la coordinación de estímulos fiscales que evitasen una depresión global similar a la de los años 30. Desde entonces, el G-20 ha sustituido al G-8 como el principal foro para la coordinación de políticas macroeconómicas, generando un sinfín de sub-cumbres y foros. España asiste regularmente a estos eventos, en condición de “invitado permanente”.
La ausencia de una emergencia tan específica como la crisis de 2008 explica, en parte, la desorientación del foro en los últimos años. Las prioridades de la UE en Hangzhou eran paliar la crisis de los refugiados, promover el crecimiento global, coordinar políticas fiscales, monetarias y comerciales a nivel internacional y avanzar en la lucha contra el cambio climático. Los objetivos de China eran promover internacionalmente la innovación y el crecimiento, mejorar la gobernanza económica global, proteger el libre comercio y garantizar el “desarrollo interconectado”. Barack Obama asistió con la intención (frustrada) de coordinar sus acciones en Siria con Vladímir Putin, y enlazó la cumbre con una gira regional para cimentar su legado en la región; concretamente, el “pivote” a Asia de Estados Unidos y el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP).
Así las cosas, resulta difícil que los principales asistentes se ciñan a una agenda común. Más aún cuando continúan existiendo divergencias en torno a qué políticas fiscales y monetarias son las adecuadas para estimular el crecimiento económico. Incluso el supuesto objetivo común de apoyar el libre comercio se contradice con el historial de los asistentes: la Organización Mundial del Comercio calcula que los miembros del G-20 han adoptado hasta 145 medidas proteccionistas desde la celebración de la anterior cumbre, hace 10 meses. Tanto el TPP como su contraparte europea, el TTIP, se enfrentan a un futuro incierto debido al rechazo que generan en la opinión pública europea y estadounidense. “Si su objetivo es lograr que la globalización funcione”, observó recientemente el ex primer ministro canadiense Paul Martin, el G-20 “no ha estado a la altura”.
Otro problema de coordinación tiene que ver con la composición del propio foro. El G-20 aglutina a un gran número de actores y rivalidades, por lo que no existen liderazgos explícitos. El G-7, en comparación, era un club homogéneo de países occidentales, unidos por la dinámica de la guerra fría y dirigidos por EEUU, que era capaz de imponer sus preferencias cuando la situación lo requería.
El G-20, además, está condicionado por la relación entre sus dos principales integrantes. Con el resto de los BRICS pasando por horas bajas, el futuro el G-20 depende, como señala el analista internacional Stewart M. Patrick, de la relación entre Washington y Pekín. Resulta difícil promover exitosamente cualquier regulación internacional ambiciosa sin la coordinación de este G-2. La tensión que caracteriza su actual relación constriñe las posibilidades de cooperar.
En última instancia, el G-20 se ha desarrollado en paralelo a la presidencia de Obama. La primera cumbre precedió a su elección en 2008, mientras que la actual es la última a la que asiste. Por circunstancias en parte ajenas al presidente, el foro ha seguido una evolución similar a la de sus años en la Casa Blanca. La ilusión por un mundo más cooperativo y menos polarizado, tan presente durante la fundación del G-20 y la elección de Obama, ha dado paso a un mayor desencanto político y económico en la actualidad.