Se acaban en Occidente los eufemismos para describir Gaza en los últimos meses más allá de dar noticia cotidiana de la muerte de palestinos –unos 38.000 al cierre de este artículo– como si respondiera a una catástrofe natural. Y, sin embargo, como ha señalado Pankaj Mishra, recordando a Blinne Ní Ghrálaigh, abogada irlandesa y representante de Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya, nunca antes tantas personas habían sido testigo de una matanza a escala industrial en tiempo real. Sus víctimas, ante la falta de acceso para la prensa extranjera, «están transmitiendo su propia destrucción», señaló Ní Ghrálaigh. Y eso incluye un centenar de periodistas gazatíes.
Al cabo de nueve meses, los detalles sobre escasez de alimentos, medicinas, agua potable, saneamiento, atención médica, etc., son conocidos aunque no en todas sus consecuencias porque ni Naciones Unidas ni las organizaciones humanitarias a las que se ha permitido entrar en Gaza (prácticamente ya las únicas fuentes de información disponibles) tienen capacidad suficiente para evaluarlas. Pero, si bastara con una idea general de lo que supone esta guerra en Gaza, hay que recordar que el Estado de Israel está reconocido internacionalmente como ocupante de un territorio y, por tanto, es responsable de la seguridad y el bienestar de su población, la cual –y esta es la gran particularidad– no tiene la menor posibilidad de escapar o ponerse realmente a salvo de las bombas que arroja ese mismo Estado.
Hay que recordar también que la situación no es enteramente nueva salvo por su dimensión en tiempo, destrucción y mortandad. Años 2005, 2006, 2008-2009, 2012 y 2014. Esta era hasta la fecha la secuencia de las guerras y campañas militares israelíes en Gaza desde la llamada «desconexión» decidida por el gobierno de Ariel Sharon en 2005, que implicó la evacuación forzada o expulsión de colonos judíos y dejó la Franja como un espacio aislado por muros de hormigón, vallas y alambradas, y vigilado por cámaras, sistemas electrónicos, drones y fuerzas armadas. Un muro que Hamás reventó el 7 de octubre de 2023 desatando una masacre de 1.200 israelíes y secuestrando a otros 251.
En junio hizo justo 20 años que comenzó la construcción del muro de Cisjordania y Jerusalén. La evacuación y el cierre de Gaza no fue sino la continuación de esa política de «separación». Muy pocos denunciaron que se trataba de una acción decisiva en un proceso de apartheid revigorizado a partir del fracaso de las negociaciones de Camp David. Israel supo convencer al mundo de que en Gaza existía una «frontera», argumento que quedó reforzado después de que las facciones palestinas fracasaran en ponerse de acuerdo tras la victoria electoral de Hamás en 2006 e Israel impusiera un estricto bloqueo de la Franja en todos los aspectos de la vida. Hamás se erigió en defensor de los palestinos en todo lo que pudiera ocurrir en Cisjordania o Jerusalén. Y a partir de ahí, las sucesivas guerras mencionadas.
Nunca, ni tampoco ahora, Israel ha desmentido o corregido las cifras de muertos, fueran aportadas por la ONU o por Hamás. De hecho, las acepta en base a un cálculo según el cual habría 1,5 víctimas civiles palestinas por cada miliciano de Hamás o de Yihad Islámica abatido. Volviendo a observar la cifra total se pueden sacar conclusiones al respecto. Pero todo tiene su explicación, como veremos.
«Con el tiempo, la solidaridad sin precedentes con Israel al inicio de la guerra se convirtió, sin embargo, en una carga política, legal y moral para los gobiernos occidentales proisraelíes», ha escrito Ramzy Baroud. La prohibición de manifestaciones propalestinas es hoy difícilmente defendible, mientras que los procesos abiertos en la Corte Penal Internacional (CPI) y el Tribunal Internacional de Justicia, y el informe de la Comisión de Investigación de Naciones Unidas del 12 de junio –que habla de «crímenes de lesa humanidad de exterminio, asesinato, persecución de género contra hombres y niños palestinos, traslados forzosos, actos de tortura y tratos inhumanos y crueles»– son fenómenos inéditos, y pueden ser la expresión de que, al menos esta vez, Israel está perdiendo la batalla del relato.
Pero el grado de impermeabilidad de Israel ante la opinión pública mundial solo es comparable al desconocimiento que se tiene del otro lado, por desinformación o por desidia, sobre el conflicto. En este sentido, la gran novedad de los últimos meses –el reconocimiento de un Estado palestino por parte de España, Irlanda y Noruega– tiene un significado puramente simbólico. Los palestinos pueden o no apreciarlo como un paso más; para los israelíes puede representar otro ladrillo en el muro que los separa de ese mundo que, consideran, está en su contra, aun a pesar del trato preferencial que reciben de la comunidad internacional, que no ha impuesto ninguna sanción al Estado hebreo.
La cuestión no es tanto si el gobierno israelí está perdiendo la batalla del relato, como algunos creen, sino si verdaderamente le importa.
Tras el reconocimiento del Estado palestino por los tres países citados, el ministerio de Asuntos Exteriores israelí convocó a sus embajadores para que contemplaran las imágenes de la masacre de civiles a manos de Hamás el 7 de octubre y, mientras lo hacían, los grabó en vídeo, un acto por lo menos antidiplomático. El intento de orquestar una campaña contra el fiscal de la CPI, Karim Khan, por pretender el arresto de Benjamín Netanyahu y su ministro de Defensa, Yoav Gallant, y la revelación de que el Mossad amenazó a su predecesora, Fatou Bensouda, hablan en el mismo sentido. Así, estas palabras de Michel Warschawski en 2002 suenan plenamente actuales: «Confrontado a un mundo que aparece ante sus ojos como totalmente (o casi) antisemita, Israel ya no puede dialogar con la opinión pública internacional, sea de derecha o de izquierda, propalestina o incluso motivada por una sincera preocupación por el futuro de Israel. Toda crítica, incluso la más moderada, es percibida a través del prisma deformante del antisemitismo».
Problemas internos
La narrativa oficial israelí es autorreferencial, tanto más cuanto el país ha ido virando en los últimos 20 años hacia un modelo militar-religioso en el que los fundamentalistas y ultranacionalistas judíos han ganado más peso del que tuvieron nunca desde 1948. Hoy son la base que sostiene a Netanyahu.
Político encallecido, incombustible donde los haya, descrito a veces como un aventurero irresponsable, Netanyahu estaría alargando la guerra y negándose a un acuerdo de canje de rehenes israelíes por presos palestinos, únicamente por beneficio personal, para evitar que, con un indefinido fin de la guerra, caiga su gobierno y él acabe en prisión por sus presuntos delitos de corrupción. Lo llegó a decir, en una entrevista reciente, un hastiado Joe Biden en una declaración sumamente inusual que viene a ilustrar la «carga» de la que hablaba el palestino-estadounidense Ramzy Baroud.
La dimisión, el 9 de junio, de Benny Gantz, ministro sin cartera, del gobierno de emergencia surgido del 7 de octubre y del llamado gabinete de guerra, ha sido otra muestra de deterioro. Gantz, general retirado y ejemplo clásico de militar israelí reciclado en político, es el mayor rival del primer ministro desde las primeras elecciones de 2019, por lo que su abandono se puede entender como oportunismo, ya que pidió al mismo tiempo ir a las urnas. Pero es expresión de algo más.
Con su dimisión, Gantz se ponía a salvo de la quema en un momento en que las calles arden en Israel por la negativa a negociar con Hamás en los términos defendidos por Biden para la liberación de los rehenes y que implican un alto el fuego que derive en el final de la guerra. Las manifestaciones de cada sábado llegaron a su máximo el 22 de junio, con decenas de miles de personas en Jerusalén, Tel Aviv y otras ciudades, dirigidas contra Netanyahu.
El general Gantz, un interlocutor habitual de Washington, dijo apoyar la iniciativa defendida por Biden. En realidad, hubo una confusión deliberada. Apenas una semana antes de la declaración de Biden, los negociadores israelíes presentaron a los mediadores, Estados Unidos, Egipto y Catar, un plan de acuerdo con dos variantes. Mientras Hamás evitaba pronunciarse en tanto Israel no frenara su ofensiva sobre la ciudad de Rafah –consistente, en ese momento, en ocupar el llamado corredor Filadelfia, paralelo a la frontera egipcia, para destruir los túneles de abastecimiento de las milicias–, Netanyahu decía que ningún acuerdo detendría la guerra. No era la primera vez que se daba este tipo de contradicción. Cuando Biden habló, nadie prestó atención a que dijera que se trataba de un plan israelí en origen.
Por otra parte, el pretexto de Gantz para intentar provocar una crisis en el gobierno Netanyahu tuvo mal amarre. Según dijo, abandonaba porque Netanyahu no había previsto el «día después» en Gaza y conducía así al país al desastre. E insistió en que después del retorno de los rehenes y la «desmilitarización» de la Franja se estableciera allí una administración internacional con la colaboración de norteamericanos, europeos y países árabes (Egipto, Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos…). Hay que recordar que en las primeras semanas de la guerra volvió a aparecer, en especulaciones interesadas, la figura de Mohamed Dahlan como hombre providencial para Gaza. Dahlan goza de la confianza de EAU (donde se refugió tras huir del contragolpe de Hamás en Gaza en 2007), y Emiratos es país amigo de Israel. Pero Washington apostó por una «renovada» Autoridad Palestina que vuelva a hacerse cargo de Gaza.
La Autoridad Palestina puede ser un gobierno de cartón –sometido al poder israelí en Cisjordania, corrupto y desprestigiado entre los palestinos– pero su sola existencia es algo molesto en Israel hoy día. La posibilidad de que volviera a Gaza supondría un reconocimiento y evocaría nada menos que la solución de los dos Estados, algo que no está en el guion de Israel. Bien al contrario, la ultraderecha religiosa que sostiene a Netanyahu y una mayoría de israelíes, a tenor de las encuestas, son partidarios de reocupar Gaza. Pero hacerlo con plenas garantías implicaría la limpieza étnica. Y si esta no es posible, porque Egipto no acepta la entrada masiva de refugiados, no quedaría sino el genocidio…
Por otro lado, todos saben que erradicar a Hamás por completo es quimérico, y quizás no del todo deseable. La existencia de Hamás sirvió a Israel de excusa para no negociar con los palestinos. No tiene por qué ser ahora diferente. A menos que el plan sea continuar la guerra, al mismo tiempo que se sigue avanzando en la colonización de Cisjordania para acabar de constituir un estado de apartheid. En estos nueve meses, los colonos armados han avanzado, se cuentan más de 550 palestinos muertos, más de 3.000 detenidos.
Una ofensiva militar compleja
En cualquier caso, Israel se halla entrampado en una ofensiva extraordinariamente compleja. El ejército tiene amplia experiencia en la guerra urbana, que en Gaza se desarrolla, más que en ningún otro caso, en cuatro niveles: la superficie, los edificios, el subsuelo (los famosos túneles de Hamás) y el espacio aéreo, por el lanzamiento de cohetes por parte de los milicianos, los bombardeos aéreos israelíes y el uso de drones. Todo ello en un entorno superpoblado en el que los civiles apenas tienen posibilidades de huir frente a unidades militares reducidas, cuyos mandos tienen plena autonomía para tomar con rapidez decisiones a vida o muerte, y no solo porque esa es la manera en que se desarrolla el combate urbano sino porque además los soldados están entrenados para «no pensárselo dos veces». O, en definición de la asociación de exsoldados Breaking the Silence, porque Gaza es tratada como una enorme base enemiga, lo que implica no hacer distinción entre civiles y combatientes.
A todo ello hay que sumar la presión debida a la presencia de rehenes, se cree que 116 en el momento de redactar este artículo. El rescate de cuatro de ellos en dos edificios, el 8 de junio, fue resultado de una larguísima y brillante operación de infiltración, con varios equipos de hombres y mujeres áraboparlantes para localizarlos, más otros equipos para sacarlos de Gaza, lo que costó 274 civiles muertos, según las autoridades gazatíes, un centenar según las israelíes.
La actual Operación Espadas de Hierro (todas las campañas israelíes en Gaza tienen nombre) ha visto la aplicación a escala mucho mayor que en 2014 –cuando se vio un grado de destrucción pavoroso– de la llamada Doctrina Dahiya, que implica una devastación máxima y que toma su nombre de los barrios chiíes del sur de Beirut bombardeados en 2006, en lo que los israelíes llaman la Segunda Guerra de Líbano.
Testimonios recogidos entre miembros actuales o inactivos de la inteligencia militar por una investigación de los medios alternativos israelíes +972 y Local Call muestran que el ejército cuenta de antemano con una evaluación de los daños colaterales o víctimas civiles que provocará atacar un objetivo determinado. Pero si antes se consideraba aceptable la muerte de decenas de civiles por cada miembro de Hamás, y más tarde un centenar, en la campaña actual esta evaluación ya no cuenta a la hora de aprobar el bombardeo; es más, la calidad del blanco, si se trata de un miembro destacado de la organización o de un simple miliciano, ya no es determinante, se puede bombardear un edificio entero con todas las consecuencias.
Solo en los cinco primeros días de la ofensiva se lanzaron 6.000 bombas, con un peso total de 4.000 toneladas, lo que arrasó barrios enteros. El Observatorio Euromediterráneo de Derechos Humanos, del profesor Richard Falk, calculó 14 muertos cada hora. En los dos primeros meses, más de 300 familias perdieron al menos 10 de sus miembros, 15 veces más que en la campaña Margen Protector, de 2014. Ya en la Operación Plomo Fundido, de 2008-2009, en la que murieron 2.220 palestinos y 71 israelíes, cinco de ellos civiles, Richard Falk, entonces relator de la ONU que sería expulsado de Israel, denunció «tendencias genocidas». Hoy hay que contar además con la novedad del sistema Habsora que, guiado por inteligencia artificial, identifica blancos que exigen respuesta inmediata por parte del operador. Y asimismo, con los bombardeos de terror, dirigidos contra edificios especialmente altos o significativos como la torre de la televisión, y que están supuestamente destinados a generar «presión de los civiles» hacia Hamás (algo de lo que nunca se ha tenido constancia).
A partir del empeño por desatar una ofensiva a gran escala con el fin de acabar con cuatro batallones de Hamás, y cuyos efectos serían catastróficos, como no se ha cansado de advertir la Casa Blanca, el propio estamento militar, incluido el general Gadi Eisenkot, miembro del gabinete de guerra, han señalado que la campaña contiene un error estratégico de principio y que, de esta manera, no se podrá ni liberar a los rehenes ni acabar con Hamás, cuyos milicianos son capaces de reaparecer en cualquier otra parte de la Franja supuestamente desmilitarizada pero no asegurada. Según Yitzhak Brik, general en la reserva, el ejército carece de capacidad suficiente para esa tarea, lo cual pone en duda cualquier proyecto de reocupación. Un factor añadido a estas dificultades –y generador de tensión en la sociedad israelí– era la reciente prolongación de la exención de los ultraortodoxos del servicio militar. Finalmente esa exención fue rechazada el 25 de junio por el Tribunal Supremo, lo que añade otro factor de crisis política, dado el apoyo tradicional de los dos grandes partidos religiosos, Judaísmo Unido de la Torá y Shas –especialmente este último, muy unido al Likud– al gobierno.
La amenaza de Hezbolá
En este ambiente de callejón sin salida en Gaza, la guerra cotidiana de baja intensidad en la frontera libanesa –con decenas de miles de desplazados en ambos lados– podría pasar a mayores, después de meses de advertencias y amenazas huecas por parte del líder del Hezbolá, Hasan Nasralá, y de ataques selectivos israelíes. Hay que recordar que, en el verano de 2006, Israel se enfrentó al mismo tiempo a Hamás por el secuestro del soldado Guilad Shalit y a Hezbolá por la captura de otros dos soldados. En Gaza, el ejército incursionó por tierra y causó más de 400 muertos. En el Norte de Israel llovían los cohetes katiusha como ahora mismo y los tanques Merkava penetraron en el Sur de Líbano. El comandante en jefe de la campaña era un general de aviación, Dan Halutz. Bombardeó y arrasó los barrios pobres chiíes de Dahiya, el sustrato de Hezbolá, pero fracasó en tierra. El ejército israelí descubrió que a Hezbolá había que tomarlo mucho más en serio que a Hamás. Y hoy, mientras piensa cómo administra sus recursos, sus dos enemigos están mucho mejor preparados./