Partera de Ucrania
La historia de Ucrania se ha convertido en un campo de batalla tan encarnizadamente disputado como las llanuras y ciudades de ese país lleno de cicatrices. Puede que solo haya dos ejércitos en el campo de batalla, pero hay muchos más en el conflicto narrativo. En un extremo están los imperialistas rusos que se hacen eco del infame ensayo de Vladímir Putin titulado “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos” (2021), que sostiene que “Rusia y Ucrania [son] partes de lo que es, en esencia, el mismo espacio histórico y espiritual”. En el otro extremo están quienes sostienen que Ucrania siempre ha sido una nación distinta, aunque periódicamente sometida a invasiones, ya fueran polacas o lituanas, mongolas o moscovitas. La verdad, como siempre, está en algún punto intermedio. Kiev la Dorada fue una de las primeras grandes ciudades del pueblo ruso, pero cuando esta y otras partes de lo que hoy es Ucrania fueron conquistadas por el Estado polaco-lituano en el siglo XIV, la región comenzó a desarrollar su propia identidad, que se manifestaría en todos los ámbitos, desde la lengua hasta el cristianismo ortodoxo.
El parentesco entre Rusia y Ucrania no puede ignorarse fácilmente ni definirse sin más, y esto ha dado al conflicto actual algo de la amargura de una guerra civil. Sin duda, Putin parece tan motivado por su visión reduccionista e interesada de la historia de Ucrania y su conocido odio a los “traidores” como por cualquier cálculo geopolítico. Esta es una de esas guerras enraizadas profundamente en el pasado, y hace falta ser un historiador excepcional para dar sentido a sus antecedentes sin caer en entusiasmos partidistas o simplificaciones caricaturescas.
Por fortuna, Serhii Plokhy –un ucraniano nacido en Rusia, aunque criado en Ucrania, y ahora profesor en Harvard– es uno de esos historiadores. Su evidente simpatía por su patria nunca se sobrepone a sus instintos académicos. Su libro The Russo-Ukrainian War desarrolla el contexto más amplio no solo de una guerra no declarada que comenzó con la toma y anexión de Crimea en 2014, sino también del largo y amargo final del Imperio ruso. Fue en el siglo XIX cuando Rusia encontró por primera vez en el nacionalismo “un enemigo al que no podía derrotar”, aunque en 1917 el país se reinventó bajo una bandera roja, aplastando los movimientos secesionistas en naciones sometidas como Ucrania. Para Plokhy, Ucrania siempre fue fundamental para la autoimagen imperial de Rusia, y el libro defiende con admirable sofisticación la afirmación de Zbigniew Brzezinski de que “sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio, pero con Ucrania subyugada y luego subordinada, Rusia se convierte automáticamente en un imperio”.
Una vez establecidas estas raíces profundas del conflicto, Plokhy sigue la evolución de las relaciones ruso-ucranianas desde que ambos países se independizaron en 1991, y su creciente divergencia. Mientras Rusia sufría una década de cuasi-anarquía, a la que siguió la reafirmación del poder estatal por parte de Putin, Ucrania se embarcaba en un alborotado camino hacia la democracia marcado por la corrupción endémica, el poder oligárquico y los frecuentes sobresaltos políticos. Este acercamiento a Occidente trufado de avances y retrocesos la convirtió en un vecino incómodo para una Rusia que, bajo Putin, consideraba su esfera de influencia euroasiática como un derecho de nacimiento. Dicho esto, cabe preguntarse si el Kremlin se sentía realmente amenazado por la democracia ucraniana. En Moscú existía la suposición generalizada y condescendiente de que los ucranianos acabarían por estropear las cosas, como siempre. La caricatura de los bielorrusos como los eslavos más fríos y eficientes, y los ucranianos como los apasionados pero incompetentes, está condenada a sufrir un duro golpe en una guerra en la que los ucranianos no solo luchan mejor que los rusos, sino que también piensan mejor que ellos, una y otra vez.
Sin dar excusas al Kremlin, Plokhy no rehúye abordar las complejidades de la evolución política de Ucrania. Su estudio, juicioso pero nunca desapasionado, capta el confuso preludio de la guerra, cuando los sucesivos líderes de Kiev oscilaban entre trabajar con Moscú –muchos ucranianos dirían que para Moscú– y desafiarlo. Cuando por fin llegamos a la invasión de 2022 –consumido un tercio de este largo libro–, la atención se centra en un estudio mucho más detallado de quién hizo qué, quién dijo qué, y cuándo. A veces esta sección parece un poco precipitada, demasiado dependiente de la presentación del siguiente hecho o acontecimiento, sin el tejido conectivo más discursivo que hace que los estudios de Plokhy sean un placer de leer. Sin embargo, no se trata de poner reparos: escribir un libro de esta envergadura tan rápido es una hazaña impresionante por derecho propio, y The Russo-Ukrainian War no es, desde luego, un “instabook” como otras obras sobre la guerra que han aparecido de manera apresurada.
Serhii Plokhy concluye que “la nación ucraniana saldrá de esta guerra más unida y segura de su identidad que en ningún otro momento de su historia moderna”. Esto es sin duda cierto. Quizá la ironía más apropiada sea que Putin, el hombre que se propuso domesticar, cuando no expurgar, a la nación ucraniana, acabó siendo su partera.