Entre los analistas políticos turcos hay un amplio consenso a la hora de definir las elecciones legislativas y presidenciales del 14 de mayo como las más decisivas de las últimas décadas en Turquía. Aunque las consideraciones de tipo doméstico son preeminentes en esta evaluación, resulta evidente que su impacto en el ámbito de la política exterior es también notable, especialmente en caso de victoria del líder de la coalición opositora, Kemal Kiliçdaroglu. No en vano, el presidente, Recep Tayyip Erdogan, en el poder desde 2002, ha ido imprimiendo un sello cada vez más personalista a una política exterior no exenta de vaivenes.
Ahora bien, no resulta fácil augurar cuán profundo sería el cambio en la diplomacia turca si la oposición lograra hacerse con las riendas del país, un escenario más probable que en anteriores contiendas. Turquía y su posición en el mundo han cambiado mucho en las dos últimas décadas, y no es imaginable un retorno al pasado. El país ha cuadruplicado su PIB, y posee una mayor proyección exterior en el ámbito militar, cultural o humanitario, gracias a una nueva y tupida red de instituciones públicas. Además, Erdogan es, sin duda, el político que ha dejado una mayor impronta en la sociedad turca desde la muerte de Mustafá Kemal Atatürk, fundador del Estado turco en 1923. Por tanto, aún si así lo deseara, no le resultaría fácil a su sucesor el dar un giro radical a la política exterior del país sin suscitar la oposición de una parte importante de la opinión pública turca.
La política de ‘cero problemas’ con los vecinos
A grandes rasgos, se diferencian tres etapas en la política exterior de Turquía bajo el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) de Erdogan, cada una marcada tanto por los intereses electorales del líder turco como por la evolución de la coyuntura regional e internacional. Durante una primera fase, que abarcaría aproximadamente la primera década en el poder, su política fue bautizada como de “cero problemas con los vecinos”, y en su diseño desempeñaron un importante papel el entonces presidente, Abdullah Gül, y el ministro de Asuntos Exteriores, Ali Babacan, ambos hoy fuera del AKP.
En el núcleo de esta visión se hallaba la voluntad de priorizar la cooperación y la búsqueda del interés mutuo en las relaciones de Turquía con el resto de países, y especialmente los ocho con los que comparte frontera, dejando atrás una vieja mentalidad que percibía el Estado rodeado de enemigos. De ahí que el gobierno apostara por “desecuritizar” y desmilitarizar la política exterior y trabajar para crear una región en su vecindario con un mayor volumen de comercio transnacional y movilidad de los ciudadanos. Inspirado en el modelo de la Unión Europea, argumentaba que una mayor interdependencia resolvería los viejos conflictos relativos a la seguridad.
«La frustración de Turquía con el proceso de adhesión a la UE facilitó el pivote de la política exterior hacia Oriente Próximo y una mayor independencia respecto a Occidente»
Esta visión se tradujo en una rápida mejora de las relaciones con aquellos vecinos más conflictivos, especialmente Grecia, así como Siria e Irán, lo que se vio favorecido por el malestar que causó en la región la invasión estadounidense de Irak. Aunque no desembocó en la firma de acuerdos que pusieran fin a querellas históricas, el nuevo ejecutivo del AKP trabajó intensamente para restablecer relaciones diplomáticas con Armenia y facilitar un acuerdo entre las dos comunidades enfrentadas en Chipre para unificar la isla. El apoyo de Ankara al plan del entonces secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, fue crucial para que una mayoría clara de los turco-chipriotas –un 76%– lo aprobara en referéndum, pero no sucedió lo mismo en la zona griega. En una muestra de los dividendos geopolíticos que le reportó su apuesta por el soft power, Turquía incluso pudo actuar de facilitador de las negociaciones de paz entre Siria e Israel en 2008.
Entre los principales ejes de esta primera etapa, figuraba la adhesión a la UE, una aspiración compartida por la mayoría de la población. Con este objetivo, el Parlamento aprobó, con los votos del AKP, diversas reformas de calado exigidas por la Unión, sobre todo en materia de derechos fundamentales, lo que permitió la apertura de las negociaciones de acceso en diciembre de 2004 tras décadas de larga espera. La rápida consecución de estos hitos sorprendió en Bruselas a tenor de la ideología islamista del gobierno. Sin embargo, su europeísmo respondía más a criterios de conveniencia que de convicción. Algunas de las reformas, con el fin de asentar la democracia, restaban poder al ejército, que a mediados de los años noventa había intervenido para propiciar la caída del primer gobierno islamista de la historia del país.
Ahora bien, la luna de miel entre la UE y Turquía terminó pronto. Ya entonces empezaban a crecer las fuerzas populistas hostiles a la inmigración musulmana, y varios Estados miembros, con Francia y Austria a la cabeza, frenaron la adhesión por razones políticas. La frustración que generó en Turquía facilitó el pivote del gobierno hacia Oriente Próximo y hacia una mayor independencia respecto de Occidente, una política más acorde con la visión de Erdogan. Aunque se tildó el nuevo enfoque de “neo-otomanista”, fue bien acogido en los países de la órbita del antiguo imperio, probablemente, porque en su despliegue del soft power no veían riesgo de ser sometidos a ambiciones imperiales.
El estallido de la primavera árabe en 2011 fue percibido en el círculo dirigente como una ocasión de oro para reforzar la presencia turca en su vecindario sur. La Turquía de Erdogan era vista como un modelo para toda la región por su capacidad de fusionar democracia e identidad islámica. Muchos, sobre todo los votantes islamistas, admiraban la transformación del país tanto en el ámbito político, como en el económico, y también en el hecho de que Occidente la tratara con el respeto que merece a una potencia regional. Y es que entre 2002 y 2007, la media de crecimiento del PIB turco superó el 7%, y las exportaciones pasaban de 36.000 millones a 132.000 millones de dólares, mientras la inflación se reducía. Aunque los cimientos de algunos de estos logros económicos y diplomáticos se habían puesto ya antes de 2002, la primera década de la era Erdogan fue a todas luces un éxito, incluida su proyección exterior.
De la concordia a la agresividad
Entre 2013 y 2014, la política exterior turca viró hacia posiciones más agresivas, con un Erdogan en actitud intransigente. En años anteriores, ya había dado alguna muestra de su cara más beligerante. Quizá la más recordada sea su diatriba contra el entonces presidente israelí, Shimon Peres, en el Foro de Davos de 2008. La razón de aquel exabrupto fue su sensación de haber sido traicionado por el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, que lanzó una brutal ofensiva militar en Gaza, tan solo horas después de haber cenado juntos, sin haberle prevenido. Las relaciones con Tel Aviv se deterioraron todavía más después del incidente del Mavi Marmara, un barco turco que pretendía romper el cerco a Gaza y fue violentamente asaltado por las tropas israelíes.
La hostilidad turca hacia Israel aumentó aún más la popularidad de Erdogan en el mundo árabe. Sin embargo, esta no tardaría en retroceder a rebufo de la polarización que se apoderó de la región según se agriaba la atmósfera efervescente de la primavera árabe. Libia, Siria y Yemen se hundían en la guerra civil, mientras un golpe de Estado militar ponía fin al experimento democrático egipcio. La nueva coyuntura hacía mucho más difícil, por no decir imposible, mantener una política de “cero problemas”. Además, Ankara, con una renovada confianza en su papel de potencia regional, no aspiraba solo a influir en los acontecimientos, sino que pretendía determinarlos. Así, Erdogan optó por intervenir militarmente en los conflictos de Siria y Libia, a la vez que no dudaba en alinearse al lado de Qatar y los Hermanos Musulmanes frente al eje “contrarrevolucionario” formado por Egipto, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU). En 2015, también se enemistó con Rusia después de haber derribado un caza ruso cerca de la frontera con Siria.
«Tras el intento de golpe de 2016, Erdogan recurrió a una retórica victimista, asegurando que el país estaba asediado por enemigos internos y externos»
Una vez más, la política exterior fue utilizada para fines de política interna. Una Turquía capaz de proyectarse militarmente más allá de sus fronteras excitaba las pulsiones nacionalistas de una buena parte de la población, y realzaba la figura de Erdogan en la escena mundial. O al menos, así lo explicaban los medios de comunicación afines al presidente. El ejército, purgado tras la desarticulación de una presunta conspiración, conocida como Ergenekon, ya no representaba una amenaza para el AKP. Es en esta fase cuando empieza el proceso de concentración de poderes y decisiones en las manos de Erdogan. Ahora bien, hasta cierto punto, este mayor intervencionismo exterior o, al menos, sus métodos más agresivos, también respondía al diagnóstico de un cuerpo diplomático que sentía que Turquía merecía ascender de categoría en la jerarquía de las naciones. A menudo, ha adoptado posiciones revisionistas, por ejemplo, sumándose a otras potencias emergentes para cuestionar que solo cinco países tengan el estatus de miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. El deseo de autonomía estratégica de Occidente no es exclusivo de Erdogan y sus asesores.
El frustrado golpe de Estado de 2016, que el ejecutivo atribuyó al movimiento del clérigo conservador Fethullah Güllen, marcó la fase más beligerante de la política exterior turca. El hecho de que Güllen esté exiliado en Estados Unidos y de que Washington se niegue a extraditarlo, abrió un periodo de creciente confrontación con un Occidente cada vez más crítico con la erosión de los derechos y libertades en el país euroasiático. Erdogan recurrió entonces a una retórica victimista, asegurando que el país estaba asediado por enemigos internos compinchados con los externos. Esta demonización de la oposición, una vez rota la negociación con el nacionalismo kurdo para poner fin a décadas de violencia, le sirvió para neutralizar a la oposición en las urnas. Bajo el shock y la represión posgolpe, Erdogan logró aprobar unas enmiendas constitucionales que convirtieron el sistema en hiperpresidencialista. Así fue reelegido presidente en 2018. Con este nuevo sistema, Erdogan situó bajo su completo control la política exterior.
La tensión con EEUU alcanzó su punto álgido con la compra a Moscú del sistema antimisiles S-400, que el Pentágono teme que ponga en peligro sus cazabombarderos operativos en la región. Washington respondió al desafío con la expulsión de Turquía del programa de construcción de los aviones F-35 y le impuso varias sanciones, un hecho excepcional teniendo en cuenta que es miembro de la OTAN. Erdogan también escaló la animosidad hacia Grecia, y en general, hacia el resto de países del Mediterráneo oriental, a causa de las discrepancias sobre la delimitación de las aguas territoriales y la explotación de su subsuelo. El presidente turco incluso amenazó a Grecia con una invasión: “Podríamos llegar de repente en mitad de la noche (…) Si vosotros, griegos, vais demasiado lejos, el precio será caro”.
Así pues, una cambiante coyuntura internacional y de los cálculos en política doméstica llevaron a pasar de una política de “cero problemas” en el vecindario a abrir querellas con la mayoría de los países de la región y sus aliados en la OTAN, aislando diplomáticamente al país. Ahora bien, Ankara también logró alguna importante victoria: en Libia, su apoyo militar al gobierno de Trípoli evitó que cayera a manos del general Jalifa Haftar; y en Siria se convirtió en un actor ineludible. En cualquier caso, el balance de este periodo es negativo, como demuestra que esta política se revelara pronto insostenible.
En busca de una reconciliación forzada
El modelo de desarrollo económico turco, impulsado por el sector de la construcción y un elevado déficit comercial, ya daba muestras de agotamiento incluso antes del estallido de la pandemia de Covid-19 en 2020, por lo que los efectos de los confinamientos y el cierre de fronteras fueron más graves en Turquía. En concreto, el fenómeno que más impactó en la población fue la brusca devaluación de la lira, que entre 2021 y 2022 perdió un 70% de valor respecto al dólar, lo que disparó la inflación hasta el 85%.
Consciente de las negativas consecuencias que esto tendría para sus opciones de ser reelegido en las presidenciales de 2023, Erdogan imprimió un nuevo giro a su política exterior. Necesitado de divisas e inversiones extranjeras, se esforzó por reconciliarse con todos aquellos países con los que había abierto agrias disputas, incluido el Egipto de su archienemigo Abdelfatá al Sisi. Sin embargo, la economía no es la única motivación de este cambio. Por ejemplo, en Siria, ha buscado la normalización de relaciones con el régimen de Bachar el Asad para facilitar el retorno de los cuatro millones de refugiados sirios acogidos en territorio turco, convertidos en chivo expiatorio de la crisis económica actual para un sector de la población. Además, tras la reconciliación de Qatar con Arabia Saudí y EAU, Ankara había quedadoya completamente aislada, lo que ponía en peligro la consolidación de sus logros en Siria y Libia.
«La guerra en Ucrania ha proporcionado al gobierno turco una oportunidad para salir de su aislamiento y hacer valer su posición geoestratégica»
Quizá el más estruendoso de los procesos de reconciliación pergeñados por la diplomacia turca fue con Arabia Saudí, y más específicamente, con el príncipe heredero Mohamed bin Salman, a quien Erdogan acusó públicamente de haber ordenado el asesinato del periodista y disidente Jamal Khashoggi en el consulado saudí de Estambul. En abril de 2022, un saludo entre ambos líderes en Jedda ponía fin al conflicto bilateral. Unos meses después, Erdogan cosechó los beneficios de aquella decisión en forma de depósito en el Banco Central por valor de 5.000 millones de dólares, una cifra parecida a la desembolsada por otro antiguo enemigo regional, EAU. Ni siquiera Israel fue excluido de la ofensiva diplomática turca.
Sabedor de lo vitales que son las inversiones occidentales, Erdogan también ha limado asperezas con Washington y la UE. Por ejemplo, ha abandonado sus provocaciones navales en el Mediterráneo oriental. Además, el envío de ayuda humanitaria por parte del gobierno griego tras el terremoto de febrero ha ayudado a una distensión entre dos históricos adversarios. Ankara también ha buscado una mejora de las relaciones con la administración de Joe Biden con diversos gestos, ofreciendo su cooperación en Afganistán y Ucrania, o mostrando una actitud más conciliadora en la cuestión del sistema de misiles S-400.
Precisamente, la guerra en Ucrania ha proporcionado al gobierno turco una excelente oportunidad de salir de su aislamiento y hacer valer su posición geoestratégica. Erdogan ha sabido aprovecharla, consiguiendo de rebote un balón de oxígeno a la maltrecha economía del país. Al mismo tiempo que proporcionaba –y promocionaba– sus drones Bayraktar, la joya de la pujante industria militar turca, a Ucrania, descartaba sumarse a las sanciones occidentales a Rusia, situando la economía turca en una interesante posición de intermediario. Por si fuera poco, Ankara ha desempeñado un papel crucial en el acuerdo entre Kiev y Moscú auspiciado por la ONU para permitir la exportación del grano ucraniano a través del mar Negro. Todo un ejemplo de cómo aprovechar una crisis internacional sobrevenida de golpe. Así pues, con habilidad y un poco de suerte, Erdogan ha conseguido sacar a la diplomacia turca del callejón sin salida en el que la había metido su inveterada agresividad, aunque el precio haya sido a veces caro.
Perspectivas poselectorales
Habida cuenta de los buenos resultados recientes de la política exterior turca, si Erdogan se impone en los comicios, es de esperar que aplique una política exterior continuista, ya que considerará que ha sido validada en las urnas. En cambio, el impacto de una victoria opositora en la posición de Turquía en el mundo no está tan claro y, de hecho, es objeto de debate entre los analistas.
Lógicamente, una política exterior con un sello tan personalista como la desarrollada por Erdogan durante la última década debería experimentar notables cambios en caso de que la coalición opositora alcanzara el poder. De hecho, una de las promesas de Kiliçdaroglu pasa por restaurar el papel del ministerio de Asuntos Exteriores en la toma de decisiones, que será más abierta y transparente. No obstante, la duda es si estos cambios serán sobre todo de estilo o también de fondo. Un ejecutivo liderado por Kiliçdaroglu operaría bajo algunas importantes restricciones que condicionarían su política exterior. La primera deriva de la heterogeneidad de su coalición, de la que forman parte conservadores, nacionalistas, islamistas y progresistas, un cóctel que puede ser paralizante si estos partidos no son capaces de aplicar una gestión responsable de sus diferencias. La segunda restricción tiene que ver con la delicada situación económica del país, pues se estima que la lira podría devaluarse más de un 50% pasada la contienda electoral, lo que aumentará aún más las presiones inflacionistas. De confirmarse este escenario, las cuestiones domésticas consumirán la mayoría de energías del nuevo ejecutivo, limitando el margen para giros audaces.
En las declaraciones del propio Kiliçdaroglu y de sus asesores en exteriores, se ha enfatizado la voluntad de acercamiento a la OTAN y la UE. No en vano, a diferencia de Erdogan, la oposición considera que Turquía pertenece a Occidente. Esto podría suponer un mayor apoyo a Ucrania, pero sin poner en riesgo las relaciones económicas con Rusia, su principal proveedor de energía. Asimismo, se podría progresar en la negociación de una unión aduanera con la UE, o en la firma del protocolo de colaboración con Europol. Estas últimas medidas, entre otras, deberían conducir a que Bruselas incluyera Turquía en la lista de países cuyos ciudadanos no necesitan visado para entrar en la Unión. También se ha especulado con la posibilidad de que Kiliçdaroglu quiera resucitar el proceso de adhesión a la UE, algo que genera más bien aprehensión en Bruselas, y que podría ser contraproducente.
Otro asunto sensible será la gestión migratoria. En su momento Kiliçdaroglu criticó el acuerdo entre Bruselas y Ankara respecto a la acogida de refugiados sirios, y ha insistido durante la campaña en que Europa debe participar más en esta labor en lugar de externalizarla en terceros países. Una dificultad adicional para el acercamiento a Occidente será el hecho de que la era Erdogan ha reforzado los instintos antioccidentales –especialmente antiamericanos– de una parte importante de la opinión pública.
Además, no hay que perder de vista que el partido de Kiliçdaroglu, el Partido Republicano del Pueblo fundado por Atatürk, ha sido siempre marcadamente nacionalista, al igual que su socio principal, el Partido Iyi de la exministra de Interior, Meral Aksener. Por tanto, no paree que haya grandes cambios en aquellos aspectos de la posición de Turquía en el mundo que resaltan su condición de potencia regional emergente. Quizá tampoco en lo que respecta a cuestiones de soberanía o identidad nacional, como la obsesión actual por minar el alcance de la región autónoma kurda en Siria. Ahora bien, eso dependerá de hasta qué punto El Asad quiera acomodarse a algunas de las líneas rojas turcas. En definitiva, muchas dudas están aún en el aire tras unas elecciones determinantes, y no solo para el futuro de Turquía.