Al frente de la Unión Africana (UA) desde la cumbre celebrada en Adís Abeba, Etiopía, en febrero, el presidente de Comoras, Azali Assoumani, se enfrenta a unos retos mayúsculos en un continente que no se ha recuperado de los efectos económicos de la pandemia. Assoumani sucede en la presidencia anual rotatoria de la organización panafricana al senegalés Macky Sall.
En sus primeras intervenciones, Assoumani ha incidido en la necesidad de agilizar la implantación de la Zona de Libre Cambio Continental Africana (ZLECAF, por sus siglas en francés), creada en el 2012, a la que se han adherido todos los países con una única excepción, Eritrea. Un ambicioso mercado común africano, en vigor desde hace tres años, que no acaba de arrancar por trabas burocráticas, sobre todo en la negociación de los derechos aduaneros y la libre circulación de mercancías. Actualmente, los intercambios comerciales interafricanos tan solo representan el 15% del total, unos 100.000 millones de dólares estadounidenses. En 2045 deben llegar al 26%, según la Comisión Económica para África de las Naciones Unidas.
El mercado común debe contribuir, aunque sea de forma modesta, a dinamizar una economía muy afectada por una pandemia que ha dejado millones de pobres y que causó la pérdida de 18 millones de empleos en 2021, de acuerdo con African Economic Outlook. La guerra de Ucrania, a su vez, ha llevado a 1,8 millones de personas a la pobreza extrema en 2022 y las predicciones ascienden a 2,1 millones más en el 2023.
Presidente de uno de los países más pequeños de África, Assoumani, debe gestionar la crisis de seguridad en el Sahel, las situaciones en el norte de Mozambique y Somalia y el aumento de la tensión entre Ruanda y la República Democrática del Congo por los ataques de la guerrilla M23. Unos conflictos que consumen los escasos recursos de unos Estados frágiles, paralizan las economías, provocan miles de muertos y cuantiosos daños materiales, y alientan golpes de Estado, como en Mali y Burkina Faso.
A pesar de las ofensivas militares, el yihadismo gana terreno en el África occidental. En unos años ha pasado a controlar el 30% de Burkina Faso a hacerse fuerte en Mali y el noreste de Nigeria, hacer incursiones regulares en Camerún, Chad, Benín, Níger y Togo y amenazar Costa de Marfil y Guinea. Para Seidik Abba, experto en el Sahel, el error ha sido afrontar el yihadismo como un problema de seguridad y no político y social. El yihadismo, que tiene en África su tierra de expansión, como reconoció el propio dirigente de Al Qaeda Aiman al Zawahiri en 2018, lanza mensajes en contra de la corrupción, el mal gobierno, la pobreza y las influencias culturales occidentales. Un discurso, difundido en las madrasas (escuelas coránicas) y las redes sociales, que atrae sobre todo a jóvenes sin futuro y a algunas autoridades tradicionales que sienten que se incorporan a un proyecto político-religioso.
En Mali y Burkina Faso, fracasada la vía militar, llega el golpe de Estado y el cuestionamiento de la alianza tradicional con Francia. Este deterioro de las relaciones con la exmetrópoli es aprovechado por Rusia para ofrecer sus mercenarios del grupo Wagner, que en Mali no han sido más eficaces que los franceses en su combate al yihadismo. Aunque parecía que el presidente Emmanuel Macron no tenía otra alternativa (por la hostilidad de la junta militar, el creciente sentimiento antifrancés y la presencia de Wagner) la retirada de la Operación Barkhane es un estrepitoso fracaso de Francia. Seidik Abba lo compara con la salida de Afganistán por parte de Estados Unidos. Diez años después de la intervención militar, primero mediante la Operación Serval y después con su sucesora, la Operación Barkhane, Francia se retira y no solo deja a Mali igual de mal frente al yihadismo, sino que, además, pierde un aliado estratégico a favor de Rusia.
En la crisis entre la República Democrática del Congo (RDC) y Ruanda, la mediación del presidente de Angola, João Lourenço, y de la Comunidad del África del Este (EAC, por sus siglas en inglés) ha rebajado la tensión. No obstante, el problema de fondo es complejo y no parece que se vaya a resolver, ni siquiera con el previsto despliegue de una misión de la EAC (una organización de integración regional en la que participan Kenia, Tanzania, Ruanda, Burundi, Uganda, Sur Sudán y la RDC).
En un este de la RDC en el que se mueven decenas de grupos armados, se dirime una pugna entre un Estado con aspiraciones regionales, Ruanda, y otro Estado, la RDC, cien veces superior en extensión, corroído por la corrupción, rico en minerales, caótico e incapaz de controlar dicha zona. No hay duda acerca del apoyo del presidente de Ruanda, Paul Kagame, a la rebelión del M23, formada en gran parte por tutsis congoleños, que ocupa importantes localidades de la provincia de Kivu Norte y se encuentra a pocos kilómetros de su capital, Goma. Confirman dicho apoyo tanto el Grupo de Expertos de las Naciones Unidas como observadores neutrales. También se confirma que las Fuerzas Armadas congoleñas mantienen estrechas relaciones con las Fuerzas Democráticas para la Liberación de Ruanda (FDLR), una guerrilla fundada por hutus que huyeron de Ruanda tras participar en el genocidio contra los tutsis de 1994.
Mediante un actor interpuesto, el M23, Kagame demuestra dos cosas. La primera, que es capaz de intervenir en la política congoleña e incluso amenazar la estabilidad de un país gigante, en extensión y población. Aunque es implacable con la oposición y poco amigo de la libertad de prensa, Kagame puede presumir de buena gestión, promoción de la mujer, reducción de la pobreza y de mantener un ejército disciplinado que combate a los islamistas en el norte de Mozambique. La segunda, que reacciona cuando se amenaza su espacio vital. Y para Kagame, el FDLR, si bien debilitado, es un actor con capacidad de hacer incursiones en las zonas fronterizas. En cuanto a Tshisekedi, presidente de RDC, debe responder en un año electoral a las presiones de los políticos, tanto de Kinshasa como de Goma, que le exigen mano dura contra Kagame y los tutsis congoleños.
Como ha dejado bien claro en sus primeras intervenciones, la crisis climática ocupa un lugar destacado en la agenda de Assoumani. Como presidente de un país insular sensible a los efectos catastróficos del cambio climático, Assoumani defiende un papel activo de la UA en los foros internacionales, como en la COP27, celebrada en Sharm el Sheik (Egipto) en noviembre del año pasado, y apuesta por la promoción de la denominada economía azul, que moverá este año 405.000 millones de dólares estadounidenses. África, que alberga el 17% de la población mundial, emite el 3% a las emisiones de CO2 y sufre sus terribles consecuencias: sequías, pérdida de biodiversidad, progresión del desierto, aumento del nivel del mar, inundaciones…
Los desafíos son gigantescos para Assoumani, presidente de un país “con peso limitado”, como señala International Crisis Group (ICG). No obstante, para Francia, y también para la Unión Europea, la presidencia de Assoumani es una buena noticia porque a pesar de las diferencias acerca de la soberanía de la isla de Mayotte, mantiene buenas relaciones con el presidente Emmanuel Macron, apoya las resoluciones de las Naciones Unidas acerca de la invasión rusa de Ucrania y se muestra abierto tanto al mundo occidental como al árabe musulmán, del que forma parte culturalmente. El 25 de mayo, día de África, en la sede de la UA construida por China –primer socio comercial del continente– Assoumani presidirá la celebración del sexagésimo aniversario de la fundación de la Organización de la Unidad Africana (OUA) por 32 estados, la mayoría recién independizados en aquel momento. Aquella OUA, que levantó esperanzas con su discurso anticolonial y de denuncia del apartheid, mudó a Unión Africana en la cumbre de Durban (Suráfrica) en 2002.