Hasta ahora, a Rusia todo le ha ido mal. Vladímir Putin, con su invasión ilegal y criminal, tenía varios objetivos. Ninguno se ha cumplido.
En el ámbito militar, lo que iba a ser una “operación especial” muy rápida y corta se ha transformado en una guerra enquistada que ha puesto de manifiesto que las fuerzas armadas rusas adolecen de enormes carencias, entre ellas una pésima planificación logística y en materia de comunicaciones. Es cierto que a Putin no le importa seguir enviando a decenas de miles de sus jóvenes al frente –literalmente, carne de cañón– para sostener y luchar en los diferentes frentes abiertos. El coste en términos humanos, materiales y de imagen está siendo brutal.
En el ámbito político, el objetivo de derrocar al gobierno ucraniano y sustituirlo por un gobierno títere tampoco se ha conseguido. Todo lo contrario. La heroica reacción del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, y de la inmensa mayoría de las fuerzas armadas y de la población ha trastocado por completo los planes de Putin. Al mismo tiempo, ha realimentado la conciencia nacional ucraniana –con un componente antirruso que perdurará por décadas–, del todo enfocada a defender su soberanía, su independencia y su libertad. Ciertamente, el coste es inmenso y devastador, en lo humano (víctimas militares y civiles, incluyendo atroces crímenes de guerra y millones de desplazados y refugiados) y en infraestructuras de transporte y energéticas.
Costará mucho la reconstrucción del país, y ahí la Unión Europea es fundamental. Ello abre un fuerte dilema moral. Occidente apoya en armas, recursos financieros o inteligencia militar y tecnológica. Se calcula que, hasta ahora, esas aportaciones superan ya la cifra de 150.000 millones de dólares. Pero la muerte, la sangre y la devastación la ponen en exclusiva los ucranianos, que luchan por su país, pero también por los valores que configuran las democracias liberales. Por ello, dejar a Ucrania abandonada a su suerte –por “cansancio”, debilitamiento del compromiso y divisiones internas– es también un comportamiento inmoral.
«El Báltico se ha convertido en un mar occidental y ha dejado a Rusia en una situación muy delicada»
En lo estratégico, la OTAN, el vínculo atlántico y la propia UE han salido reforzados en su unidad, en contra de lo que esperaba el Kremlin y temíamos muchos de nosotros. Desde la petición de ingreso en la Alianza de Suecia y Finlandia –el Báltico se ha convertido en un mar occidental y ha dejado a Rusia en una situación muy delicada– a la Zeitenwende de Alemania, el peso geopolítico de Rusia ha quedado muy debilitado. Además, ha mostrado los límites reales de la amistad “sin límites” con China. China obtiene algunos réditos a corto plazo, como desviar la atención de Estados Unidos del Indo-Pacífico y, en particular, del estrecho de Taiwán y el mar del Sur de China. Pero Pekín continúa necesitando a Occidente y la invasión viene a complicarlo todo, profundizando en el desacople y cortando algunas cadenas globales de valor vitales. En cualquier caso, Rusia es un Estado cada vez más dependiente y vasallo de China, algo que, históricamente, Moscú ha pretendido evitar.
Finalmente, en lo económico, si bien la creciente independencia estratégica del llamado Sur Global ha paliado sus efectos, las sanciones occidentales van haciendo mella y se irán viendo sus consecuencias sobre la ya muy débil economía rusa. Es Desde luego, Occidente y sobre todo Europa también sufren las consecuencias, en especial las derivadas de haber implementado una política energética muy vulnerable desde la convicción de que la interdependencia económica alejaba la posibilidad del conflicto. Craso error, que se está corrigiendo, pero a un costo sustancial.
La invasión ha mostrado con crudeza que Rusia no acepta el orden liberal internacional –ya lo anticipó Putin en 2007, en la Conferencia de Seguridad de Múnich– y que su paradigma de las relaciones internaciones es Yalta, donde las grandes potencias se “repartieron” el mundo por áreas de influencia, y no Helsinki, con la creación de la OSCE. Eso significa que el uso de la fuerza para alcanzar objetivos geopolíticos es legítimo y que la violación flagrante del Derecho Internacional no importa. Rusia se ha saltado todos los acuerdos firmados en pos de un mundo más seguro, desde la Carta de la ONU al Memorándum de Budapest y la propia Acta fundacional de la OSCE. Volvemos a la ley de la selva, donde lo que vale es la fuerza bruta.
«Las sanciones a Rusia no han sido asumidas por ningún país asiático (salvo Japón, Corea del Sur o Australia) ni africano ni latinoamericano. Un sonoro fracaso»
Pero no todas las consecuencias estratégicas son negativas para el Kremlin y, en general, para todos aquellos que, como China, quieren debilitar a Occidente y cuestionar la hegemonía de EEUU. Los posicionamientos del Sur Global ponen de manifiesto que Occidente (incluida la UE) está fracasando en incorporarlo a la defensa de nuestros valores. Países como India, Turquía, Indonesia, Brasil, los países árabes, así como África y América Latina siguen su propio camino y atienden en exclusiva a sus intereses nacionales. Razones hay muchas (la historia colonial, sus intereses económicos, el doble rasero…), pero tenemos que “repensar” ese claro efecto, que viene de atrás, pero que ahora se ha manifestado con toda su crudeza en la implementación de sanciones. No han sido asumidas por ningún país asiático (salvo Japón, Corea del Sur o Australia) ni africano ni latinoamericano. Un sonoro fracaso de nuestras políticas exteriores del que hay que extraer alguna dolorosa lección.
Y a partir de ahora, ¿qué? Es evidente que Rusia no debe ganar (como dice el presidente francés, Emmanuel Macron). Pero algunos (los antiguos países “satélite” de la extinta Unión Soviética) añaden que “debemos perder el miedo a derrotar a Rusia”. La diferencia puede parecer de matiz, pero es sustancial. Y ahora no caben matices. Hay que seguir apoyando masivamente a Ucrania, sabiendo que no es posible un alto el fuego, salvo que Ucrania lo aceptara, algo que no va a suceder porque implicaría cristalizar la ocupación de una parte de su territorio. La paz debe basarse en la justicia y el respeto al Derecho Internacional. Si no, será una paz frágil y ficticia. Occidente tiene, pues, una enorme responsabilidad. No puede quedarse al margen y basarlo todo en lo que Ucrania decida. Pero jamás podrá imponer unas condiciones inaceptables para los ucranianos. Eso supondría, sin duda, un resurgimiento del conflicto a corto o medio plazo. La cuestión de una autonomía, bajo soberanía ucraniana, del Donbás –unos nuevos Acuerdos de Minsk que, por la presión europea, plantearon una situación de hecho inaceptable y la legitimación del uso de la fuerza– o la negociación de un estatus específico para Crimea solo serían posibles si Rusia se retira de los territorios ocupados y Ucrania ve garantizada su seguridad y su integridad territorial, gracias a la disuasión y el apoyo sin fisuras de Occidente.
Solo a partir de ahí se podrá plantear, en el futuro, la incorporación de Rusia a una nueva arquitectura de seguridad en Europa. Mientras tanto, debemos asumir que la guerra va para largo, con sus vicisitudes en el frente y un terrible desgaste para las partes. Pero la libertad no se puede negociar. Rusia, pero también algunos en Occidente, tiene que entenderlo.